autotitulado
   todo    (rss)

cosas detrás del sol

Publicado originalmente en Medium el 27 de noviembre de 2014.

La vostra nominanza é color d’erba,
che viene e va; e quei la discolora
Per cui ell’esce della terra acerba.1

Dante Alighieri, Purgatorio, XI, 115

Fame is but a fruit tree, so very unsound
It can never flourish ‘til its stock is in the ground
So men of fame can never find a way
‘til time has flown far from their dying day.2

Nick Drake, “Fruit Tree” (Five Leaves Left, Island, 1969)

La fama es, como dice el dicho, una diosa caprichosa: evita a quienes la buscan, y se entrega a quienes no parecen desearla. En noviembre de 1974, en la pequeña población inglesa de Tanworth-in-Arden, un atribulado joven llamado Nicholas Rodney Drake puso fin a su breve existencia con un cóctel de pastillas. Este desenlace constituía el epílogo de una historia previsible: Drake, talentoso cantautor, había pasado buena parte de su vida adulta buscando seducir a una deidad que se le había vuelto esquiva.

Entre 1969 y 1971 grabó tres álbumes para el prestigioso sello británico Island, apadrinado por la Witchseason Productions de su mentor Joe Boyd y rodeado por algunos de los mejores músicos de su época. El primero de ellos, Five Leaves Left (1969), exhibe un cuidado y personal sonido tanto en los peculiares acordes que Nick ejecuta con precisión de concertista como en su canto leve, profundo y sensible, casi un susurro. Esa cercanía al micrófono reflejaba la personalidad introvertida del portador de aquella voz. Tras el nulo éxito comercial de lo que se esperaba fuera un boom, Boyd decidió cambiar las cosas para alcanzar las expectativas que tenía puestas en las canciones de Drake. Su segundo álbum Bryter Layter, de 1970, continúa la senda intimista de su antecesor, pero añade instrumentos de viento y cuerdas destinados a “edulcorar” e iluminar —de allí el juego de palabras con la pronunciación de brighter, más luminoso— las profundas composiciones de Nick.

Cuando Bryter Layter continuó por la senda del anonimato, el reclusivo Drake comenzó a negarse a jugar el juego discográfico: rechazó entrevistas, se retrajo de las presentaciones en vivo y desapareció de la vida pública. En octubre de 1971 entregó en las oficinas londinenses de Island su manifiesto final, el oscuro Pink Moon, editado a comienzos del año siguiente. Visto en retrospectiva, Pink Moon es un descarnado análisis de la psiquis de su autor, un recorrido a través de sus frustraciones, sus tristezas: su tortura. Su ausencia —que implicó perder contacto con sus pocos amigos— no ayudó a que cierta sensación reinante en el ambiente se disipara. Comenzaron a correr rumores que hablaban de un Drake en mal estado de salud. Las versiones se confirmaron en febrero de 1974, cuando tras un par de años de misantropía, Nick contactó al ingeniero de Sound Techniques John Wood para que le produjera un cuarto álbum.

Drake llegó al estudio en pésimo estado: disperso, distraído y volátil. Lejos de sus años de esplendor, no podía tocar y cantar al mismo tiempo. Las sesiones se prolongaron entre el asombro de sus colegas por la delicada condición de quien creían era el gran músico de su generación y la frustración del propio Nick. “Vos me dijiste que era un genio. Todos dijeron que era un genio. ¿Por qué no soy rico y famoso?”, le recriminaba a Joe Boyd —que había accedido a asistir a estas grabaciones— según recuerda él mismo en su autobiografía. Nueve meses después, en el más absoluto silencio, recluido en la casa de sus padres sin amigos ni dinero, Nick se bajaba un frasco de antidepresivos y terminaba su torturado periplo en búsqueda de la fama, la fortuna y el estrellato. Nunca sabría que en los años subsiguientes todo cantautor tomaría sus olvidados tres discos como referencia desde lo estético y lo espiritual.

Nicholas Rodney nació de forma casi casual en Yangon, a fines de los ‘40 todavía capital del estado de Birmania, hoy Myanmar. Su padre, Rodney, se había trasladado allí a comienzos de la década del ‘30 para trabajar como ingeniero en la Bombay Burmah Trading Corporation, empresa escocesa que llevaba fuerza de trabajo foránea a explotar suelo asiático. Entonces conoció a la hija de un militar estacionado en la India británica, Mary Lloyd. Se casaron ni bien Mary cumplió veintiuno. Compartían una gran afinidad por la música, que le heredarían a sus hijos Gabrielle (nacida en 1944) y Nick. En 1951, los Drake volvieron a suelo inglés para instalarse en Warwickshire, en el centro de la isla. La volátil situación de Birmania, que en 1948 —año del nacimiento de Nick— consiguió su independencia, fue el detonante que Rodney y Molly necesitaron para pegar la vuelta. En el terruño todo pareció prosperar. Rodney tenía un buen trabajo como director en la Wolseley Engineering, y sus hijos recibían la mejor educación posible. Nick asistió a un internado en Berkshire y luego a Marlborough, escuela en que todos los hombres de su familia —bisabuelo, abuelo, padre— se habían enrolado. En ese entonces su interés principal eran los deportes: tenía habilidad para el rugby y la carrera a pie. Por esos días se hablaba del menor de los Drake como un chico callado pero altanero, con una personalidad que estribaba en partes iguales en el sigilo y la consumada certidumbre en sus habilidades.

Esa fe en sí mismo se impregnó en sus primeros acercamientos a la música, que se dieron también en Marlborough. A partir de su sitio como pianista en la orquesta escolar empezó a experimentar con el clarinete y el saxo alto. El tiempo hizo mella en su personalidad, y el preadolescente que era bueno en los deportes se fue transformando en un adolescente con sensibilidad musical. A los dieciocho dejó el colegio de su padre en favor de un transformador viaje a Francia para estudiar en la universidad de Marsella. Un par de años antes había abandonado los instrumentos orquestales en favor de la más pedestre guitarra, para la que mostraba extraordinarias capacidades. Con ella entre manos, tocaría clásicos del rhythm & blues y el jazz estadounidenses por monedas en las calles francesas.

Después de seis meses en los que abrió su cabeza no sólo a la música sino al consumo de drogas —en particular la marihuana, que lo obsesionó hasta el fin de sus días, y el ácido lisérgico que consumió por primera vez en un viaje a Marruecos— y la vida comunal, Nick volvió a Inglaterra para estudiar literatura inglesa en Cambridge. Ya no parecían interesarle demasiado los logros académicos. Reportes de esa época lo describen como un joven brillante pero desaliñado, poco disciplinado y —sobre todo— hosco y hermético en el trato con sus pares y docentes. Al parecer, el divertimento de Drake en el campus consistía en placeres simples: se quedaba en su cuarto fumando y escuchando sus discos, que habían pasado de la música de cámara y el jazz al folk de Phil Ochs (uno de sus ídolos), Dylan y sus contemporáneos británicos. Uno de ellos, el bajista de Fairport Convention Ashley Hutchings, es el acreditado con “descubrir” el enorme potencial de Nick Drake como cantante y guitarrista.

Hacia fines de 1967 Nick se transformó en aspirante a músico profesional. Un encuentro con el compositor y arreglador Robert Kirby en Cambridge lo convenció de empezar a mostrar sus canciones en cafés y bares de la noche londinense, que estaba copada por la escena folk que propulsó a, entre otros, John Martyn y Bert Jansch. La oferta de lugares era grande, también la de cantautores, pero Drake logró resaltar. Ese estilo intimista, susurrado pese a su voz ancha y expresiva, sus afinaciones raras, la forma dulce y asertiva en que pulsaba las cuerdas de su guitarra y su presencia frágil y magnética intoxicaban de misterio hasta hacer que el público quisiera desentrañarlo. Había algo en Nick Drake. Hutchings fue uno de los alumbrados por el fenómeno, y se lo comentó al dueño de Witchseason Productions Joe Boyd, responsable del éxito de Fairport Convention y la Incredible String Band. Cuando Nick acercó una cinta a las oficinas de Witchseason, una canción le bastó a Boyd para proponerle hacer un disco juntos. Era el inicio de una relación mentor-protegido que traería tanta expectativa como presión a la vida del joven Drake.

alt text

Convencido —pese a lo inesperado y meteórico de su ascenso— de que esta oportunidad lo llevaría al estrellato, Nick decidió hacer a un lado Cambridge y concentrarse en la producción de su debut discográfico. Un año les tomó a Boyd, Drake, el ingeniero Wood y una troupe de músicos de la escena —entre los que se contaba a Richard y Danny Thompson y, como arreglador, su amigo Kirby— completar las grabaciones de Five Leaves Left, que Island publicó en el invierno de 1969. Para entonces, la campaña a favor de Drake había llegado al influyente disc jockey de la BBC John Peel, con quien grabó una sesión aún antes de editado su primer álbum. En retrospectiva, un Five Leaves Left de impacto inocuo en el mercado parece respaldar tanto las expectativas como el trabajo puesto en él. El distintivo estilo melancólico que caracteriza el canon de Nick es omnipresente. Partiendo de su icónica foto de portada, se desliza con sutileza a través de las canciones, desde la profética “Time Has Told Me” («time has told me not to ask for more / Someday our ocean will find its shore»3) hasta “Fruit Tree”, quizás la más esclarecedora de las declaraciones de Nick respecto a la dualidad entre lo que deseaba de su vida y lo que se abría ante él. Escuchamos a un chico cuyo talento no alcanza a esconder una fragilidad innata.

Pese a la calidad de Five Leaves Left, y a los esfuerzos de Island por intentar imponer la figura de Drake, el público no entendía bien su propuesta. La actitud de Nick no ayudaba. Las pocas presentaciones en vivo que se registran de la época funcionan como evidencia de su incomodidad frente a audiencias como las que tuvo siendo telonero de Fairport Convention en 1969. Nick no tocaba versiones, sólo canciones propias. Tampoco se molestaba en presentarse. Solía derivar en largas improvisaciones instrumentales, y se tomaba su tiempo afinando para llegar a los tonos que sus composiciones requerían. No pasaría mucho tiempo hasta que decidiera retirarse de los escenarios.

El enfoque de la sociedad Drake/Boyd respecto a la carrera del primero necesitaba un cambio drástico. El productor sugirió aprovechar la complejidad de las melodías de Nick y vestirlas con un marco más amigable. El resultado de esta experimentación sería el sutil Bryter Layter, segundo álbum en llevar la firma de Drake, que se grabó durante varios meses de 1970 y se editó el primero de noviembre de ese año. Acompañando al cantautor en esta aventura, a los músicos de Fairport Convention y su amigo y arreglador Robert Kirby se le suman presencias estelares como John Cale. Más ambicioso en términos de paleta sonora, aunque no demasiado alejado de la melancolía brumosa de su debut, Bryter Layter es un paso adelante para Drake. Se trata del más elocuente de sus álbumes desde lo lírico, donde abandona el lenguaje hermético en favor de una tierna humanidad —como muestran las dos fases de “Hazey Jane” y “At The Chime Of A City Clock”— e incluso un aire optimista en los versos de “Northern Sky”:

I never held emotion in the palm of my hand
or felt sweet breezes in the top of a tree
But now you’re here
bright in my northern sky4

Pero este enfoque aperturista no logró hacer honor a sus razones. Números del periodo sugieren que el álbum vendió apenas unas tres mil copias, cifra muy inferior a la media. Esto probó ser muy difícil de digerir tanto para Drake como para Boyd, que poco después del fracaso de Bryter Layter decidió salirse del negocio de la producción. En 1973 cruzó el charco para supervisar el área de bandas sonoras de la Warner estadounidense, vendiendo en el proceso Witchseason a su compañía madre. Ya que hablamos de Island, sus responsables hacían poco para disimular el fastidio hacia un Nick cada vez más retraído y renuente a ayudar a que los engranajes industriales tomaran velocidad. A los pocos y breves conciertos que dio para promocionar su segundo álbum —que las crónicas de la época definen como caóticos y angustiantes— se le sumaba su negativa a hacer acciones promocionales. Es aquí, tras la pérdida de su padrino artístico, que comienza el paulatino declive en la salud mental de Nick Drake, espiral descendente que acabaría con su vida en poco más de tres años.

Corría 1971. Drake pasaba sus días cada vez más aislado en el departamento londinense que alquilaba con el estipendio mensual que Island le pagaba por indicación de Boyd. Quien atendió las señales fue su madre. Durante los primeros años de matrimonio con Rodney, Molly había batallado con una feroz depresión que la tuvo varias veces al borde del suicidio. Lo que vio no le resultó alentador. Su hijo se había transfigurado de un torrente de ideas y bríos triunfalistas a un avinagrado joven convencido de que el mundo —productores, sello, periodistas, otros músicos— era el responsable de que sus canciones no llegaran a más gente. A instancias de su madre, Nick decidió hacer una consulta en el pabellón psiquiátrico del hospital St. Thomas. Allí volvió a aparecer el Drake negador, rebelde. Tras un breve periodo consumiendo los antidepresivos que le habían sido prescriptos —lo que le producía mucha ansiedad, ya que temía por los efectos secundarios de mezclarlos con marihuana— los abandonó, convencido de que podría salir de su estado sin la ayuda de ningún fármaco.

Es entonces cuando se dio el que tal vez sea el suceso más extraño y trascendente de su vida: el registro de su tercer y último disco, el profético Pink Moon. Island lo había abandonado: sólo le pagaban su sueldo con resignación, esperando que expirara su contrato. Sus álbumes habían sido costosos y no habían dado ni por asomo los dividendos esperados. En dos años había pasado de ser la gran promesa de uno de los sellos más importantes del Reino Unido a un fracaso más. Parece una historia normal, pero Nick no era un tipo normal. El tortuoso proceso de disección al que había sometido a su carrera había arrojado una, para él, obvia conclusión: el problema había sido sublimar su talento, dejarse edulcorar por las teorías que se venden como pasajes al estrellato. La producción de sus discos anteriores —sobrecargada, melosa, excesiva— había sepultado debajo de capas y capas de ruido innecesario al verdadero Nick Drake, el que había conquistado a Joe Boyd.

La génesis de Pink Moon no le va en zaga a la espontánea historia de su grabación. Al parecer rondaba por la cabeza de Drake desde hacía al menos un año. Esta idea aparece en la única entrevista que dio en esos tiempos, cuando le dijo al periodista de Sounds Jerry Gilbert que quería hacer «algo con John Wood, el ingeniero de Sound Techniques», donde habían sido grabados Bryter Layter y Five Leaves Left. Su ambición se vio realizada en octubre de 1971, tras una breve estancia en la casa de verano del fundador de Island Chris Blackwell, quien sería el último en perder la fe en él. Revitalizado por los buenos vientos y el clima cálido de España, en oposición a la opresión húmeda de Londres, Nick convocó a Wood para que le ayudara a grabar algunas canciones. Esta pose desapegada —con pocos rastros del perfeccionismo que lo caracterizaba— sorprendió a Wood, quien sin embargo se dio a la tarea con entusiasmo. Fueron apenas dos sesiones —ambas por la madrugada, ya que Nick no tenía tiempo de estudio asignado— en las que grabaron cinco temas por vez, con Drake tocando la guitarra, cantando y sumando un piano para la primera canción del disco, la que le legó su nombre.

Pink Moon salió recién en febrero de 1972, con una campaña promocional que hacía hincapié en el hecho de que la primera vez que Island supo del disco fue cuando estaba terminado y una portada —obra del artista Michael Trevithick— que debió elegirse de entre las que el sello tenía en catálogo. La imagen de un Drake cada vez más deteriorado, encorvado y con la mirada perdida, se consideró poco comercial. Su edición generó poca expectativa y tuvo aún menos rebote. El sonido espectral del disco, con su instrumentación dispersa, confundió a los críticos y al público. Pocos entendieron que Pink Moon muestra con descarnada sinceridad el descenso de la psiquis de su autor al averno de su sufrimiento. «Take a look, you may see me on the ground / for I am the parasite of this town»5, canta en “Parasite”, y sus palabras se cubren del pesado velo que augura el desastre. Lo mismo sucede con las inquietantes emociones de “Place To Be”:

And I was strong, strong in the sun
I thought I’d see you when day is done
Now I’m weaker than the palest blue
Oh, so weak in this need for you6

Porque Pink Moon es un álbum plagado de señales, una colección de las obsesiones y las tristezas de un tipo cada vez más corrido del eje, cuyo hilo de unión con la realidad —cansinamente afinado por sucesivos fracasos— empezaba a amenazar con cortarse. Wood, único conocedor (y no del todo) de este trasfondo, estaba perturbado por el resultado de las sesiones, agradeciendo que las once canciones del disco apenas llegaran a superar veintiocho minutos. En efecto, por toda su innegable genialidad, Pink Moon puede ser difícil de sobrellevar dados los hechos que antecedieron a la salida del álbum, y también los que lo sucederían.

alt text

Poco se sabe de Drake después de su mudanza a los suburbios en los que lo encontraría la muerte. Pink Moon fue un auténtico canto del cisne. Nick le dijo a Wood que sus cables estaban pelados, que no había más piel, sólo nervios. Con esto quería decir que ya no tenía más canciones, pero también que no ya entendía qué era eso de sentir. Volver a casa era una movida lógica: sólo le quedaban la preocupación y el amor de los que siempre habían querido entenderlo. Aliviados de que recurriera a ellos, seguros de que podrían cuidarlo, Molly y Rodney le acondicionaron un cuarto con una bandeja, un escritorio y una cama. Era todo lo que Nick requería para llevar adelante su frugal existencia, que se había vuelto aún más mesurada ya que Island sólo le pagaba veinte libras. “No me gusta estar en casa”, le dijo a su hermana Gabrielle, “pero no soporto estar en otra parte”.

Drake podía hacer ocasionales y sorpresivas visitas a sus amigos, entre ellos Robert Kirby. Sus apariciones podían prolongarse por horas, en las que casi no emitía palabra. Se limitaba a escuchar música, fumar y quedarse dormido. Así como se presentaba, se iba a los dos o tres días. Podía estar meses sin volver. Otra de sus actividades consistía en sacarle las llaves del auto a su madre y manejar sin rumbo hasta que se le terminaba la nafta. Su apariencia había cambiado drásticamente. Poco quedaba de la presencia magnética de sus primeros años. Tenía la piel amarillenta y los ojos enrojecidos, opacos, distantes. A comienzos de 1972 sufrió un colapso nervioso en el subte londinense y debió ser hospitalizado por cinco semanas. Sus salidas se hicieron más y más infrecuentes. El miedo de Nick parecía ser al exterior, a lo desconocido, a lo que antes era una realidad; el elogio de un extraño, el escrutinio de sus capacidades por parte de desconocidos, la renuencia a escucharlo de los que estaban abajo del escenario, las preguntas de los periodistas. Toda su vida había sido forzado a hacer lo que no quería: ir a un colegio importante, volver a su país a estudiar, convertirse en una estrella de la música. Lo que a él más le gustaba era estar tirado en las calles de Francia fumando porro y cantando blues por monedas.

La fama lo había hecho su esclavo. Quería que lo reconocieran, pero fue depositario del peso de una expectativa desmedida, demasiado pesada para los hombros de un joven que escondía tras su bravuconería un niño interior inseguro. Siempre que había necesitado un solaz había recurrido a la música. Por eso creyó que podría salvarse a través de ella. De allí que convocara a Wood en febrero de 1974. Hasta julio de ese año se dieron unas sesiones dispersas, difíciles, que mostraban en primera persona el declive de aquel chico especial. La presencia de su antiguo mentor Boyd en la sala complicaba las cosas para un Drake ya deteriorado, que se quejaba más de lo que tocaba. Pese a todo, algunas canciones quedaron casi terminadas. Tanto Boyd como Wood esperaban volver a encontrarse con él para seguir trabajando en algo que, creían, podría sacarlo del pozo. Pero cuando Island cortó su estipendio, Nick entró en una espiral que probaría ser la última. Perder aquel resabio de su conexión con el mundo fue la estocada final.

Enfermo, débil y deprimido, en la madrugada del 24 de noviembre de 1974 tomó una dosis mayor a la que acostumbraba de amitriptilina, antidepresivo que le había sido recetado aquella vez en St. Thomas. Molly lo encontró al mediodía del lunes 25, recostado a lo ancho de la cama en la que se había zambullido la tarde anterior después de visitar a un amigo. Tenía veintiséis años.

El tiempo hizo de su legado uno de los más importantes de la historia de la música contemporánea. Sus canciones —dispersas a lo largo de tres álbumes y unos cuantos compilados— han servido de inspiración para generaciones de músicos que ven en su genialidad una referencia. La fama es, sin dudas, una diosa esquiva. Pero también es una falacia, un atavío. Como la obra de Nick Drake prueba póstumamente, la notoriedad es una ilusión con la que se nos engaña. Se nos vende una eternidad incomprobable, y a cambio se nos pide abandonar la esencia que nos hace únicos en pos de una versión que pueda ser consumida. Pero las canciones —sobre todo las de un tipo como Drake— no son bienes fungibles. Son enseñanzas, viñetas sobre la vida. Eso no puede venderse ni comprarse. La vida se vive y, quizás, se aprende. También quizás, a veces, algo de ella pueda enseñarse.

You can say the sun is shining if you really want to
I can see the moon and it seems so clear
You can take the road that takes you to the stars now
I can take a road that’ll see me through.7

Nick Drake, “Road” (Pink Moon, Island, 1972)

And give his own and take his own
and rule in his own right
And though it loved in misery
close and cling so tight,
there’s not a bird of day that dare
extinguish that delight.8

William Butler Yeats, “A Last Confession”

  1. «Es vuestra fama del color de la hierba / que viene y va, y que se decolora / Que de la tierra se recoge amarga.» Esta y todas las traducciones son propias. 

  2. «La fama es tan poco interesante como un árbol frutal / que no florece hasta que su fruto está en el suelo / Tal como los hombres de fama no encuentran su camino / hasta que el tiempo se les ha acabado.» 

  3. «El tiempo me ha dicho que no pida más / Que un día nuestro océano encontrará su costa.» 

  4. «Nunca antes había tenido una emoción en la palma de mi mano / ni sentido la dulce brisa de la copa de los árboles / Pero acá estás / iluminando mi cielo norteño.» 

  5. «Mirame bien, tal vez me veas en el suelo / y es que soy el parásito de este pueblo.» 

  6. «Y era fuerte, fuerte en el sol / Pensé que iba a verte al final del día / Ahora estoy más débil que el azul más pálido / Tan débil, necesitándote tanto.» 

  7. «Si querés podés decir que el sol brilla / Yo puedo ver la luna claramente / Si querés tomá una ruta que te lleve a las estrellas / Yo puedo tomar una ruta que me lleve hasta el final.» 

  8. «Dar lo propio, tomar lo propio, / vivir la propia vida / Y aunque amara miserablemente / asido con desesperada firmeza / No existirá un pájaro diurno que ose / extinguir su disfrute.» 

lo hermoso del universo

El 17 de julio de 1967, en el hospital Huntington de Long Island, se apagó la vida de John Coltrane. Tenía 40 años. Había atravesado una redención que elevó su arte hacia lo trascendental, pero su cuerpo aún era el de un ex adicto. El cáncer que carcomió su hígado cercenó una de las parábolas musicales más fascinantes del siglo XX. Algo más de cincuenta años después y a pocos kilómetros de aquel lugar —en un juego de simetrías que hubiera hecho las delicias de Borges— una indagación detectivesca le permitiría al mundo vislumbrarla en un artefacto extraviado, uno de esos anacronismos que a la realidad le encantan.

Todo empezó con una flecha al vacío. Un correo de junio de 2017 en el que se leía: «tras la pista de una colección depositada en el Instituto del Sonido del Carnegie Hall en 1969 y que desapareció, al parecer junto con el Instituto, en 1975». A comienzos de los ’60, la esquina de la Séptima Avenida y la 56 había sido sede de la disparatada iniciativa de un tal Richard Striker, que quiso construir un archivo interminable de música grabada al que se pudiera acceder por suscripción. Por desgracia, Striker sufrió un infarto en 1974. Con él también murió su proyecto. Richard Alderson había sido el jefe de la división de ingeniería del Instituto. En 1969 se mudó a México, dejando en custodia de Striker metros de cintas. La mayoría eran registros de conciertos en un sótano en la esquina de Thompson y Bleecker —corazón del Greenwich Village, epicentro de la movida hip de los ’60— llamado Village Gate, donde Alderson había colgado del techo un micrófono RCA-77 conectado a una grabadora de cinta abierta. En la misma época empezó a trabajar como sonidista de Bob Dylan. Ahí es donde ambas historias se intersecan. Lo que buscaba aquel mail eran un par de recitales de Dylan, uno en el Gaslight Café y otro en el Carnegie Hall, que Alderson recordaba haber registrado. En su lugar encontraría un mensaje de un mundo que parecía perdido para siempre.

Hay dos historias sobre la última década de la vida de John Coltrane que forman parte del folclore sobre el que se construyó la identidad postrera del jazz. La primera podría llamarse Miles convence a Trane. En 1960 se iban a ir de gira por Europa, pero Coltrane —como le pasaría varias veces en esos años— estaba harto. Habían perfeccionado el jazz modal hasta llegar a un punto en el que no parecía haber nada más. Furioso, ideó entonces sus “páginas de sonido”, solos que eran madejas de notas tocadas a velocidad inhumana y en un único, colosal, soplo. Miles no soportaba que le quitaran el centro de la escena, pero el público adoraba el estilo de John. John, en tanto, apreciaba todo lo que había aprendido, pero quería probar cosas que sabía que Miles no entendería. Para que se quedara, Davis le hizo un regalo. El saxo soprano es un instrumento ridículo, anacrónico, de sonoridad inconfundible. Jimmy Cobb, baterista de esa gira, contó que Coltrane pasó casi todo su tiempo libre apartado del resto, tocando escalas de apariencia oriental en ese saxofón que parecía un clarinete. Un año más tarde, el obsequio de Miles sería protagonista de la versión que John grabó de “My Favorite Things” —esa tonada ridícula, anacrónica, de The Sound Of Music— y que se volvió un éxito inesperado para todos, menos para él.

Fue su manera de arrancarse una piel para que creciera otra. La seguridad económica que le dio el apoyo de un nuevo sello le permitió experimentar como nunca. Africa/Brass, un disco inquietante, fue su debut en Impulse!. Sus polirritmias presagiaban un periodo de arrojo y aventura. Allí nació la segunda de las historias que se repiten cual cuento: la vez que Trane tuvo que defenderse. En el verano de 1961 hizo una residencia en el Village Vanguard con un quinteto en el que a su pianista y baterista de siempre, McCoy Tyner y Elvin Jones, se le sumaban el joven bajista Reggie Workman y el orquestador de Africa/Brass, el vientista Eric Dolphy. Tocaban sin red. Los temas se disolvían en improvisaciones que no reconocían forma ni melodía. John canalizaba el naciente free jazz entremezclándolo con aquel concepto de espacio que Miles le había enseñado. En medio de ese miasma, cual silencioso epicentro de bruto tornado, Eric Dolphy. Dolphy podía gorjear como un pájaro o explotar en ronquidos chirriantes. Esa valentía animaba a su amigo Coltrane a cruzar todo límite. El crítico de DownBeat John Tynan los vio en el Vanguard y escribió que eran la «demostración horripilante de una preocupante moda anti-jazz». Fue tal el escándalo que la revista tuvo que concederles un descargo. «¿Qué están tratando de hacer?», dispararon. «Buena pregunta», asintió, lacónico, Eric. John sepultó para siempre el interrogante. «Creo que lo que todo músico quiere es darle al oyente una idea de todo lo hermoso que sabe sobre el universo».

alt text

Tras su muerte, la viuda de Striker decidió donarle el acervo del Instituto a la Biblioteca de New York. Cuando la colección llegó a su nuevo hogar, las autoridades de la Biblioteca se vieron desbordadas. Más de diez mil LPs, el doble de simples y casi dos mil rollos de cinta abierta fueron inventariados a mano por un curador llamado David Hall. Así permanecieron durante más de cuarenta años, hasta que llegó aquel correo. Lo firmaba un archivista de Bob Dylan que gracias a Alderson supo que existía una versión más completa de lo editado en 2005 como Live At The Gaslight 1962. Alderson había vuelto a New York en 1975, pero era tarde: no había rastro del Instituto del Sonido en el Carnegie Hall, y nadie sabía dónde había ido a parar el material que resguardaba. Sin embargo, nunca olvidó esas grabaciones. Sabía que no sólo tenía a Dylan y Nina Simone (At The Village Gate, de 1962, lleva su sello) sino también a Monk, Art Blakey, Horace Silver y, claro, a Coltrane. Cuatro décadas después, la Biblioteca lo invitó a ver el inventario. Él les señaló el número 42 en la última página de las anotaciones de Hall, la que listaba las cintas de diez pulgadas. Coltrane Vill[age] Gate 1961. Busquen esta, les dijo. Cuando la trajeron, la miró con una mezcla de perplejidad y desencanto. Acá falta algo, acotó. Sigan buscando.

Por más orgullosa que fuera su retórica, Coltrane acusó el golpe que la crítica le asestó a su nuevo camino. Pasó un par de años haciendo discos de tinte conservador —como su colaboración con Duke Ellington— y discreta belleza, como Ballads, exploración de un género que le quedaba muy cómodo. Pero no renunció a su arrojo en los escenarios donde, a diferencia de lo que pasaba en el estudio, había encontrado un eje muy sólido. Tyner, Workman, Jones y Dolphy eran sus laderos, y en busca de ampliar su horizonte armónico había incorporado un segundo bajista para que dibujara figuras sobre el ya monolítico groove del quinteto. Jimmy Garrison y Art Davis fueron sus favoritos. Le gustaba que ocuparan “el espacio del pulgar” mientras el confiable Workman mantenía unido el delicado tejido que soportaba las placas tectónicas de sus movimientos. Estaba comprometido con un concepto del ritmo intransigente, explosivo, y una idea melódica donde apenas bastaba el vamp —un fragmento, la fantasmagoría de una canción— para que la inspiración los llevara. Si le pedían “My Favorite Things”, la frase inicial servía de excusa. Lo demás era un instante único, irrepetible, en el que la realidad se deformaba a su antojo.

Su mente volvía una y otra vez a África. En 1960, varios países sumidos en las garras del colonialismo habían conseguido independizarse, galvanizando un sentimiento de esperanza que cundió en los Estados Unidos de Coltrane a través del movimiento de los derechos civiles. También inspiró ese álbum raro, orquestal y polirrítimico, con el que John decidió empezar a utilizar los recursos de Impulse!. No sorprende, entonces, que los malentendidos fueran muchos y los beneficios comerciales más bien pocos. No sucedió lo mismo con lo que Coltrane y su cuarteto sacaron de la posibilidad de trabajar con semejante sentido de liberación. Por eso no era extraño que incrementaran, como en un trazado de arborescencias, las variaciones sobre lo grabado. La balada tradicional “Greensleeves” era una favorita, con su melodía contagiosa. Pero era la enrevesada, poderosa composición que le daba título al álbum —y a la obsesión de Coltrane— la que más los ocupaba. Solían elegirla para cerrar los sets del Village Gate. Herb Snitzer, fotógrafo de esas noches, recuerda un sótano a medio llenar —“habrán ganado cinco, diez dólares”— que apenas levantaba los ojos del plato para aplaudir al final, entre desinteresado y absorto por lo que acababa de oír.

La mente de Alderson también volvía una y otra vez a “Africa”. Como buen archivista, sabía que era una de las grandes ausencias en cualquier registro de esa época de Coltrane. Por supuesto, había logrado capturarla, como a una elusiva manifestación, en las noches del Village Gate. Aunque hubieran pasado cuatro años, no lo sorprendió que el teléfono volviera a sonar. Cuando le dijeron que lo llamaban de la Biblioteca de New York, un entusiasmo juvenil se apoderó de su interior. No lo dejó entrever al responder que sí, que ahí estaría mañana por la mañana, pero el recuerdo visual y táctil de la cinta lo tenía embelesado. Era lo único en lo que podía pensar. Cuando abrieron la caja, ahí estaba. Lo que él sabía, ellos habían tardado mucho tiempo en descubrirlo. Pero ahora el tiempo no importaba, porque si hacías girar el carretel, parecía no haber pasado nunca. La grabación no es de la mejor calidad, pero ese micrófono suspendido en el aire lo capturó todo: el vaho del sótano sudoroso, humeante y en penumbras. La catapulta rítmica que es Elvin Jones. McCoy Tyner clavándole sus agujas al piano, que se queja y después sonríe, canta. Los contrabajos ocupando al principio la misma frecuencia y luego, como el cauce de un río, dividiéndose en vertientes. Y, claro, la inminencia de ese anuncio a dos vientos, superpuestos y entremezclados. Aquí está todo lo que sabemos sobre lo hermoso del universo. Guarden este mensaje para siempre. Un día podrían necesitarlo.

el tipo que inventó el tiempo

Pensándolo bien, el término hospitalario es bastante sarcástico. Nadie que tenga algo mejor que hacer querría estar mucho tiempo en un hospital. Jay terminó aceptando, sin embargo, que esa cama con bordes de plástico sería su hogar por un buen rato. Al principio le desesperaba saber cuánto. Afuera era verano, el verano incandescente de Los Angeles donde todo parece posible. De día la calle refulge de calor preludiando noches interminables. Pero lo que más le gustaba a Jay —lo que al final lo ayudaría a atravesar esa estadía, esa postración— era lo que venía antes de la caída del sol, esos minutos en los que el cielo cambiaba de color con furia caleidoscópica. Tiempo de armarse un porro, agarrar las llaves y salir a dar vueltas, previo paso por el 7-Eleven para comprarse el reglamentario Big Gulp. Ahora el atardecer era de lo poco que podía ver por la ventana, y el Big Gulp casi lo único que podía tragar. El resto era el tiempo en blanco de un aburrimiento mortal, de sentir las melodías fluir por su cabeza, de no escuchar a las visitas por pensar en música, en música, nada más que en música. Necesitaba hacer algo con ese tiempo. Como alguien que alguna vez lo había manipulado a su antojo, sabía que se le estaba terminando.

Hoy, medir el tiempo resulta una tarea bastante sencilla: tenemos relojes de lo más diverso hasta en nuestros teléfonos. Pero no siempre fue así de universal. Por ejemplo, en 1793 la revolución que buscaba barrer con todo rastro del Ancien Régime francés tuvo la fantástica idea de modificar el almanaque para alejar los usos cristianos de la mente del pueblo. El Calendario Republicano tenía doce meses, pero sus semanas duraban diez días y se llamaban décades. Después del último día de Fructidor —mes que cerraba el año— venían cinco jornadas llamadas sansculottides, cuyo fin era aproximarse al calendario solar. Era momento de celebrar: se honraba al Talento, el Trabajo, la Política, el Honor y las Convicciones, respectivamente. Se guiaban por un estricto régimen decimal. Las diez horas del día duraban cien minutos, y esos minutos cien segundos. El tiempo fluía más lento, pero la agitación se aceleraba. Hay cosas que los relojes no pueden medir, y así, un 18 de Brumario del año VIII la Revolución sufriría una estocada tan silenciosa como letal: la unción de Napoleón como cónsul marcaba el final de la Primera República, a la par del ascenso del futuro emperador. No fue la última vez que alguien intentó manipular al tiempo.

En música, el tiempo no es un concepto melódico. Es la forma que tiene el oído de discernir la velocidad de una interpretación. Su unidad básica es el beat, o pulso. A su vez, el tempo es la cantidad de veces que un beat suena por minuto: el corazón latente de la música. Pero no sería nada sin circulación. La métrica es la forma que tenemos de contar esa repitencia. Tampoco sin respiración: eso es el ritmo. El flujo que hace bailar al sonido y le presta movimiento. Tempo, métrica y ritmo: música en el aire. Es muy fácil, más que en la vida, animarse a manipular el tiempo musical. Pero hacen falta coraje e inventiva para cambiar algo hasta volverlo irreconocible. Uno de esos corajudos se llama Roger Linn. A fines de los ’70 era un ingeniero de sonido más, pero su ambición era única. Quizás por eso estaba cansado de esa especie particular de humano, el baterista. Harto de que llegaran tarde a las grabaciones, Linn ideó una máquina de ritmo que usara sonidos de percusiones reales en vez de los sintéticos que traían las de entonces. Logró esto a través de una técnica novedosa: el sampling, la conversión del sonido grabado en unidad digital manipulable. Si todo esto suena futurista, es porque lo es. Al menos lo era en 1979, el año en que la LM-1 —con los golpes del sesionista Art Wood— salió a la venta por módicos diecisiete mil dólares. Como se suele decir del debut de Velvet Underground, no fue un éxito, pero los que la compraron sí. Jay tenía cinco años cuando salió la LM-1, pero su romance con otra de las invenciones de Linn lo ungiría como maestro del tiempo.

Para un tipo que se había acostumbrado a caminar en medio de bateas polvorientas y con tres dedos —rápidos, precisos: letales— separar sobre por sobre hasta dar con uno que le erizara los pelos de la nuca, para alguien que solía calzarse el auricular con una mano —veloz, intuitiva: infalible— mientras con dos dedos de la otra —sutiles, delicados: quirúrgicos— apoyaba la púa sobre el surco preciso en la negrura para cualquiera indeterminada del río plástico de un vinilo y buscaba la pepita de oro del sonido que capturar mediante la presión —inmediata, decisiva: eficaz— de un botón, para un hombre que sabía hacer todo eso en el fluir de un instante había algo primitivo y delectable en su situación hospitalaria. La enfermedad lo había condenado a la postración, pero no a la inactividad. Podía perder la fuerza para caminar, podía dolerle como para no saber cómo tragar, pero esto era imposible olvidarlo. Era, razonó, un tipo perdido en el desierto imposible del sufrimiento. Para sobrevivir debía optimizar recursos. No traigas más flores, le dijo a su mamá. Basta de giladas. Una bandeja —la portátil Numark PT01, con su brazo fino y manejable— y mi SP-303. Ocho botones, cuatro perillas, tres modos, dos secuencias. Eso traeme. Y todos los 45 que entren en el auto, la música, toda la música que puedas meter de contrabando en esta habitación de mierda en la que hasta hoy estaba perdiendo el tiempo, pero a partir de mañana no, a partir de mañana voy a hacer con él lo que yo quiera.

alt text

El fracaso de Roger Linn fue el éxito de Akai. Así de simple. Cuando Linn presentó la 9000, una máquina que combinaba la capacidad de crear ritmos con la posibilidad de secuenciarlos —o sea, procesar una orden de reproducción sin intervención humana— los japoneses tomaron nota. Dos años más tarde, aunque sus creaciones eran la última moda de la música popular, Linn estaba fundido. Gran inventor, Roger. Pésimo comerciante. Ahí apareció Akai, con cuarenta años vendiendo aparatos electrónicos —televisores, equipos de audio, videocaseteras— y la ambición de hacer instrumentos. Roger insistió en un detalle que hacía a la 9000 más amigable que sus antecesores: una grilla de dieciséis botones de goma, cuatro de alto y cuatro de ancho. Representaban la cantidad de sonidos que podían guardarse y era posible “tocarlos” en vivo, como un teclado. Ahí la cosa se puso interesante, porque la primera MPC (Music Production Center) de Akai permitía grabar trece segundos de lo que fuera y transformarlos en percusión. Para eso se valía de dos funciones que Linn ya había introducido una década antes en la LM-1. La primera y más básica era la cuantificación, una suerte de corrección de errores por la cual todo sonido quedaba reducido a una cantidad de beats exacta. Cuantificar un sample melódico garantiza que su mutación a patrón rítmico sea precisa, impecable. Pero fue la otra función la que llamó la atención de Jay, la que lo hizo mutar a él junto con la música que produjo en su corta vida. Swing time, se llamaba. Dilla time, lo llamarían de ahí en más.

A su manera, el oído es una máquina, y como tal, tiene sus limitaciones. Cuando escuchamos música, nuestra audición —o nuestro cerebro cuando la interpreta: aún no se sabe bien cuál es el huevo, cuál la gallina ni cuál de los dos vino primero— está programada de manera que lo que prima en nuestra recepción de un sonido es la expectativa del siguiente. El aparato favorece la armonía sobre las demás cualidades. Cualquier movimiento inesperado lo desarticula. Así entendemos el ritmo, también. Al tempus imperfecto prolatio minor —o sea, el dos por cuatro— lo tenemos dentro no por argentinos, sino por humanos. Intuimos antes de saberlo que a cada dos pulsos (o beats) débiles les sigue un pulso fuerte, y que ellos a su vez se agruparán métricamente en grupos de dos. Chán-chán. ¿Pero qué pasa cuando uno de ellos se detiene por un momento y vuelve a su forma esperada, para luego estirarse de nuevo y decaer? Sentimos algo. A ese algo el trombonista Tommy Dorsey lo definía como «dulce y caliente al mismo tiempo y tan creativo como para superar cualquier desafío», el pianista Fats Waller decía que «si tenés que preguntar qué es, nunca lo vas a entender» y el teórico Bill Treadwell concluía que «podés sentirlo, pero no explicarlo». Para explicar lo que sentían le pusieron swing. Roger Linn sabía que sus máquinas tenían que escaparle a lo robótico, entonces programó una función llamada swing time que hacía que la síncopa se retardara apenas un poquito. Pero a Jay no le alcanzaba con ese poquito. Él quería conquistar su propio tiempo.

Cuando las manos se le hinchaban tanto que no podía hacer nada, ahí estaba mamá. También cuando se enojaba porque los discos que le había traído no servían, pura basura, ni una milésima rescatable, todo ese tiempo perdido. Siempre lo miraba mientras elegía. A él le parecía que quería reconfortarlo con la coincidencia —ella sabía de música, siempre se lo recordaba— pero en realidad no importaba si no le gustaban. Le decía bueno hijo, después te traigo más. Después, pensaba él, cuándo carajo será eso, cuándo podré pararme, cuándo me voy a ir, y quería gritar pero sabía que no le iba a salir entonces se volvía a poner los auriculares y se decía a sí mismo a encontrar agua en el desierto. Mamá también estaba ahí si le dolía el cuerpo. No pensaba en moverse, sino en moverlo, como una piedra a la que arrastrar todos los días por la ladera de la montaña sólo para verla rodar barranca abajo. Entonces ella lo ayudaba, escasos metros que parecían larguísimos, un abismo de baldosas frías hasta la silla. La SP lo esperaba. Otra vez apretar cada segundo, doblar el tiempo hasta quedarse dormido, sentado y deforme, contraído sobre la piedra de su sufrimiento como un bicho moribundo quemándose al sol. Y cuando se despertaba, adiviná quién estaba ahí. Sí, otra vez mamá. Cómo dejaste que me durmiera, tengo mucho que hacer, no hay tiempo, decía él, y ella buen día hijo te traje unos discos, no tenés hambre, hay de las que te gustan, las bañadas de chocolate.

Roger Linn nunca quiso que la gente leyera ningún manual, pero la función que lo cambiaría todo estaba tan oculta en la MPC 3000 —apenas traía un display digital como fuente de información: lo demás eran perillas y botones, entre ellos la célebre grilla de goma— que sólo los obsesivos la descubrieron. Jay era uno, como pronto supo Amp Fiddler. Por esos días, Amp tocaba en la Funkadelic de George Clinton, lo que lo hacía un vecino célebre en el barrio de Detroit donde también vivía Jay. Cuando Amp lo llevó a su estudio y lo vio babearse con la MPC le dijo que si quería podía ir un par de horas por día a practicar. Pronto tuvo que prestársela, porque la velocidad con la que dominó el aparato pulverizó ese breve rato. En lugar del swing predeterminado, Jay movía cada sonido individual de una secuencia una milésima de segundo a la vez. Sus patrones tenían movimiento, una rareza que al principio parecía un error y después otra cosa, algo distinto. Algo nuevo. Escuchar los beats de Jay —que todavía no era J Dilla— es sentir al tiempo dislocarse. Hay aire entre los sonidos, una levitación casi evanescente. Además, el oído que tenía: cortaba un segundo de un tema de Stevie Wonder, le pegaba la parte de atrás de un coro de Temptations y lo mezclaba con Fred Frith. Qué carajo le pasaba a este pibe.

La fama no vino, aunque la esperó tanto que actuaba como si ya la tuviera. Se codeaba con los grandes de su generación porque era tan talentoso como altruista. Para todos tenía una idea —un beat— y si no la inventaba ahí mismo, en minutos. Era prolífico y desprolijo, lo que explica que no tuviera un buen contrato cuando sus amigos de entonces parecían conseguirlo sin tanto esfuerzo. Como todo mal entendido en su tierra, era amado en Europa. Allá le editaban lo que Estados Unidos no quería, porque los derechos de aquel lado del Atlántico eran, digamos, más lábiles. También lo eran los pagos, pero eso no lo sabría hasta que fuera muy tarde. A la vuelta de una gira no le quedó otra que caer en cama. Los viajes lo habían debilitado. No se había sentido bien durante el último tramo, pero no quiso cancelar. Quizás temía que no lo volvieran a contratar. El mayor problema fue que cuando cayó no tuvo energía para levantarse. Ahora las giras eran por hospitales en busca de un diagnóstico. Tenía treinta años cuando le dijeron que lo que lo aquejaba era incurable y debilitante. El tiempo, esa idea que parecía poder moldear con la voluntad de sus dedos inquietos, era su principal enemigo. En donde antes había espacio, ahora todo se comprimía. Sólo le quedaba la música.

El título era una oda a esos pequeños placeres de los que agarrarse cuando todo va cuesta abajo. No es que ahora estuviera mucho mejor, pero al menos estaba afuera. Se había hartado del hospital, y ellos también un poco de él. Además no había plata que pagara esa internación indefinida. Entonces dijo —le dijo a su mamá— vamos a casa. Se llevaron la bandeja, la SP y los discos, pero lo más valioso no era ninguna de esas cosas sino el resultado de todas ellas: Donuts. Le había dicho a la prensa que era un compilado de beats a los que nadie quería cantarle encima, pero era mucho más. Parecía un collage posmoderno, una colección de obsesiones prolijamente arregladas con dedicación infinita. Nadie lo entendió de esa forma. Quizás por eso pasaron como cuatro meses hasta que salió. Ese siete de febrero de 2006 Jay cumplía treinta y dos. Se lo festejaron con una torta en forma de dona, como una especie de celebración de la aparición tardía de su obra maestra. Casi no comió. Probó un trozo y tuvo que dejarlo. Sus amigos se quedaron con la sensación de que lo que veían era algo más que cansancio. Tenían razón. Era el abrazo de su enemigo, que venía a decirle que aunque se hubieran esquivado tanto el uno al otro estaban destinados a encontrarse ahí donde no hay más música, sólo silencio. El diez de febrero, apenas tres días después de aparecido Donuts, su corazón dejó estirar el beat una última y larga vez. El tiempo de Jay había terminado. El tiempo de Dilla viviría para siempre.

una hora perfecta

Publicado originalmente en JotDown el 13 de diciembre de 2022.

Sos Manuel Göttsching y estás aburrido. Inquieto, también. Venís así hace unos días. Salir de gira, recorrer ciudades y conocerlas de noche, cuando pasan las mejores cosas, tiene su costo. Se complica bajar, admitir que ya está, que se terminó, que estás en casa. Tener tu estudio en el living no ayuda. Es como si las cosas —instrumentos, consola, cables, teclas, perillas— quisieran salir a escena con vos. Volviste y ni bien llegaste te pusiste a acomodarlas, enchufar todo con precisión de orfebre, calibrar los volúmenes, chequear que quedara tal cual estaba. Y sí, se complica bajar. De hecho, prendiste un cigarrillo para apagar la mente y no lo lograste: estás planeando lo de mañana. El monótono viaje a Hamburgo para ver a Krieger. En las semanas que anduvieron juntos te acostumbraste a la voz áspera de Schulze, a sus chistes un poco fuera de tono, hasta a sus ronquidos. Va a ser la primera vez en un tiempo que viajo solo, pensás. Para qué les habré dicho que iba a ir si ni siquiera hice a tiempo de comprarme un disco para escuchar en el tren. Entonces, tu cabeza une los puntos en apariencia dispares. Adelante tuyo, como una invitación, el Prophet 10. Está nuevo. Es gigante, no lo pudiste llevar a la gira. Te sentás y tocás un par de acordes, una progresión tan zonza que suena irónica. El Prophet se encargará de repetirla modificando apenas el nivel del audio cada tantas reiteraciones. Es 12 de diciembre de 1981.

¿Alguna vez viviste una hora perfecta? Sesenta minutos en los que todo sale bien. Tres mil seiscientos segundos apilándose uno contra otro, átomos de tiempo en movimiento, y vos fluyendo arriba como si formaran una ola. Es difícil medir la duración de esos momentos. Nuestra mente parece expandirlos como si fueran una pequeña eternidad. También pasa que no siempre hay alguien que nos haga saber que ese instante, y no otro, nos cambiará la vida. Pienso en los Juegos Olímpicos de Londres, en agosto de 2012. La competencia son los 800 metros llanos. A la final llega quizás el octeto más competitivo que jamás los haya corrido, liderado por el etíope Mohammed Aman. Cuando retumba el pistoletazo, el keniata David Rudisha sale despedido, se proyecta. A diferencia de los demás torneos, en los Juegos no se permite que nadie les avise a los corredores de sus tiempos, para que no puedan regular. De todos modos, Rudisha no parece interesado en hacerlo. En la recta final, el esfuerzo del botsuanés Nijel Amos —que terminará siendo sacado de la pista en camilla, exangüe— no alcanza ni a acercarlo. Al cruzar la meta, el reloj se detiene en un minuto, cuarenta segundos, noventa y una centésimas. David Rudisha es el único hombre que ha recorrido los ochocientos metros en menos de un minuto cuarenta y un segundos. Diez años después, esa marca aún se sostiene. El reflejo de un momento perfecto.

Manuel Göttsching pudo sostener esa sensación un rato más. Arrullado por la secuencia simple y concisa que le había servido de inspiración, empezó a moverse por la colección de equipos que conformaba su estudio. A las primeras notas del Prophet 10 le sumó unas percusiones programadas, y probó con filtros de nombres que parecen naves espaciales —AKG BX-5, Publison DHM-89B2, Dynacord DRS-78— hasta encontrar un sonido que le gustó. No paró en ningún momento. Años entrenándose en improvisación le habían enseñado que el error y la duda son frutos venenosos del árbol del pensamiento. Para encontrar arte en el caos debía actuar en vez de pensar, así que siguió. Con sus sintetizadores inventó leves epigramas melódicos. Pese a ser usados hasta el hartazgo por el rock alemán de los setenta, el Korg Polysix, el Minimoog, el ARP Odyssey y el Farfisa Synthorchestra tomaban un rol modesto y, por lo tanto, novedoso. La época estaba cambiando, y Göttsching parecía canalizar esa transformación. Sus sutiles permutaciones sobre estructuras de apariencia repetitiva reflejan cómo el minimalismo se impuso al exceso de la electricidad psicodélica. Pero lo que salió del Studio Roma se apartaba de la frialdad calculada del ambient. Era una hora en la vida de un tipo que sin saberlo atrapó la eternidad, y latía con ese pulso.

O menos de una hora. Porque después de todo ese desarrollo rítmico y melódico, la pieza entra en un reposo y parece acercarse a su conclusión. Ya pasaron treinta minutos. Si prestás atención a ese momento, casi podés verlo a Manuel contentarse con lo que sus manos le sacaron a las máquinas. Quizás se tomó un trago, descansó por un instante, respiró. Hay un futuro —a esta altura, claro, ya es un pasado— posible en el que Göttsching deja que la cosa siga su curso. Un par de años después Brian Eno llamó a esto “música generativa”, en esencia una serie de sonidos a los que se les asignan parámetros determinados y se los deja ser. Una inteligencia artificial al servicio de la música, que reduce la intervención humana al mínimo. Pero este no será el caso. Mientras cae la tarde berlinesa, Manuel hace lo que hizo desde chico: la agarra por el mango con la mano izquierda, posa la curva del cuerpo en su muslo derecho y con un solo movimiento del brazo y el cuello se calza la correa entre los hombros. Hace tiempo que está harto de ella, pero es su gran amor. Así que va a lo que sabe. No piensa, no lo necesita. Sus dedos actúan como si fueran terminaciones nerviosas en vez de falanges. No son las manos, es su mente la que toca la guitarra y parte la exposición en dos. Justo cuando el ser humano aparentaba perderse bajo una nebulosa, salta al primer plano. Sin grandiosidad ni exceso, Göttsching planea sobre su invención, se desliza, juega a recomponer y descomponer la melodía, avanza, siempre avanza, y abre un camino nuevo.

alt text

El nombre de este movimiento es una entre las muchas cosas que me gustan de esta grabación. En la física, “Ansatz” es una respuesta posible, pero no verificada, a cierta parte de un problema. Es decir, una deducción que nos ayuda a llegar a la verdad sin ser, ella misma, necesariamente cierta. Un resabio de humanidad en el frío de la ciencia. Ansatz es un término alemán que significa «promesa» o «planteo». En ajedrez se usa para inferir el desarrollo inminente de una jugada. Göttsching, entonces, lo puso ahí como diciéndonos que la música le sugirió el camino a seguir. No es casualidad que sea un ajedrecista consumado. Aprendió de su papá, que planteaba partidas enteras sólo en papel. De ahí derivó también el concepto del álbum: E2-E4, la apertura clásica, bautiza a esta pieza de cincuenta y ocho minutos y treinta y nueve segundos. Con sus cuadros a colores, la portada continúa esa temática, y la contraportada, lisa, puede usarse como tablero. Manuel percibía una conexión entre su juego favorito y la improvisación, la manera en que actos sencillos abren nuevos escenarios y cómo, mientras tocás, los imaginás de antemano. Desde el momento en que terminó de grabar, Göttsching entendió el poder de su obra. Volvió a escucharla. No había yerros ni defectos de sonido, tampoco niveles oscilantes o ruidos en la señal. Casi un milagro. Sin embargo, pasarían varios años hasta que le mostrara su hora de perfección al mundo.

Es notable cómo a veces podemos olvidar una obra maestra. Aunque la vida de José María Velasco Maidana se apagó en diciembre de 1989, llevaba años cerca del ocaso. El Parkinson lo obligó a irse de su amada Bolivia, a la que revolucionó como cineasta, director de orquesta y coreógrafo. Cuatro décadas de tratamiento en Estados Unidos sólo le sirvieron para apagarse de a poco. Pero cuando sus familiares vaciaron su casa de La Paz, encontraron vida, más que recuerdos. En el sótano, en el fondo de un baúl, unas latas con una etiqueta inconfundible. Wara Wara, la historia del amor entre una princesa del reino de Jatun Colla y su conquistador español, fue filmada en 1930. Se exhibió una treintena de veces y luego se creyó perdida. Pero no lo estaba: sólo esperaba su momento de redención. Hoy es considerada una pieza histórica, la única película muda que se conserva del cine boliviano. A la grabación de Göttsching le pasó algo parecido. Quedó atrapada entre el olvido y la desidia. Pasaron tres años en los que la carrera de Manuel se estancó. Había perdido el ímpetu. Para colmo, los nuevos sonidos de la década resonaban en todas partes, amenazando con dejarlo atrás. Entonces Klaus Schulze armó su propio sello discográfico, Inteam Records, y le sugirió editar esa pieza larga que se arrumbaba en un cajón. Manuel no estaba convencido, pero tampoco tenía mucho que perder: el disco estaba listo, no había que hacerle ni un retoque. Apareció en 1984, y aunque tuvo adeptos en Europa, pervivió a partir de su penetración en un mercado inesperado. Si bien no podés predecir hasta dónde va a llegar tu arte, primero tenés que dejarlo salir para que eso ocurra.

A mediados de los ’80, las discos neoyorquinas eran un espacio de excesos, pero también de experimentación. Los disc jockeys de la época eran auteurs de la pista de baile, y la pelea por ver quién era el más original los llevaba por lugares insospechados. La relajante reiteración de E2-E4 empezó a ser usada por David Mancuso, que regenteaba las fiestas más populares de la New York de entonces —conocidas como The Loft— para calmar a las fieras en las mañanas de domingo, antes que enfrentaran la herida del sol en sus ojos trasnochados. Mancuso, a su vez, introdujo a su protegido Larry Levan en las bondades de esta rareza de origen alemán. Pronto la pista del Paradise Garage de Hudson Square, donde Levan era el musicalizador residente, empezó a moverse al son de esa sucesión hipnótica. El Paradise era uno de los sitios claves de la movida nocturna neoyorquina, y no fueron pocos los músicos que descubrieron la composición de Göttsching y entendieron que había más caminos que el mero impacto rítmico para hacer bailar a la gente. También se podía ser dulce, gentil y contagioso. Nuevos géneros germinaban a partir de los descubrimientos a los que Manuel había llegado buscando calmar la inquietud creadora que lo electrizaba. Tal vez nunca imaginó que multitudes bailarían esa canción que tocó para sí mismo, pero sé que ni bien apagó la grabadora, solo en la noche de Berlín, algo terminó de pasar dentro suyo.

En 1915, Francis Scott Fitzgerald ya tenía algo de fama como escritor por sus contribuciones a las revistas de Princeton, en la que había entrado dos años antes. Aún así, no podía evitar volver a su Saint Paul natal. Ese viaje a Minnesota siempre lo encontraba resignado, pensando que no quedaba otra. Hasta aquel enero en que el amor, inevitable como un rayo, le asestó un golpe fatal. Ginevra King, una débutant de dieciséis años, vio en ese frágil, ingenioso universitario a un buen pretendiente. Había un problema: ella vivía en Chicago. Este romance inspiró algunas de las historias más memorables de Fitzgerald —la personalidad de King sería la principal referencia para la Daisy Buchanan de The Great Gatsby— y también una de sus grandes locuras. Al verlo imposible, trunco, decidió enlistarse en la Armada justo a comienzos de la primera guerra mundial. Pero antes le mandó a Ginevra un cuento —la relación, nunca consumada, fue casi por completo epistolar— donde imaginaba un futuro posible para ambos. El inédito, al que se cree extraviado, se llamaba “The Perfect Hour”. El 31 de enero de 1916, poco más de un año después de haberse conocido, King le devolvió la lectura en una carta. Al parecer Ginny y Scott anhelaban algo tan simple, y a la vez tan inusual, como lo que Manuel Göttsching tuvo una noche de diciembre. «En verdad», escribió ella, «sería hermoso algún día, en algún lugar, por una vez, poseer una hora perfecta».

un hombre sube por la 57

Para Charlie Mingus, el respeto a las tradiciones era una cuestión de honor, y el honor a veces significaba tragarse su orgullo. Fue criado por una familia de ascendencia diversa, pero con un eje bien claro: la iglesia. Ahí comprobó por primera vez ese mantra. Si hacía lo que decía la biblia, si iba a misa y cantaba con la congregación, podía escuchar en casa otra música que no fuera la de los domingos religiosos. Aún a regañadientes, su madre lo dejaba poner esos discos que llenaban la sala de estar de melodías demoníacas, que invocaban dioses muy distintos a los que estaba acostumbrada. El jazz se volvió la puerta a otro mundo. Cada vez que necesitaba escaparse —y necesitaba escaparse— posaba la púa en esas superficies surcadas de magia, cerraba los ojos y se imaginaba sentado en medio de la banda, dejándose atravesar por los sonidos.

Quizás por eso siempre había respetado a sus mayores. El jazz no fue una excepción. Cuando al fin pudo hacer de él una carrera, gravitó hacia los que habían hecho lo mismo antes. De todos, Charlie Parker fue el que más lo obligó a probarse. Le enseñó formas de entender el espacio entre los instrumentos y pensar el ritmo como una extensión de su yo interior, conectándolo con la tradición ancestral que le había sido extirpada por años de estudios formales. Pero también representó el lado oscuro del frenesí: la destrucción como costumbre y virtud. Mingus no se sentía un mártir, y no creía que Bird tuviera que serlo. Pero nunca pudo decírselo, ni a él ni a ninguno de los viejos. Pensó que quizás los ayudaba juntándolos: Dizzy Gillespie, Bud Powell y Charlie Parker arriba de un escenario, ¿quién podría decir que no? Claro que fue un éxito, la primera vez. Para la segunda, un par de años después, Dizzy dijo que no. Tal vez sabía lo que se venía. Bud, borracho y medicado, no se podía tener en pie. Ni hablar de tocar el piano. Cuando al fin lo sacaron a la rastra del escenario, Bird se quedó un rato largo riéndose, vitoreando al compañero caído en desgracia. Fue demasiado para Charlie. “Damas y caballeros”, dijo al micrófono, “por favor no me asocien a nada de esto, esto no es jazz, son tipos muy enfermos”. Una semana más tarde, el 12 de marzo de 1955, Parker se le moría a la baronesa de Koenigswarter en su suite del hotel Stanhope. Tenía 34 años. Mingus no fue a su funeral.

También eran tiempos raros para otra gloria. Duke Ellington era un estandarte de la era de oro, cuando a los clubes los llenaban blancos millonarios que le tiraban billetes al director para pedirle los temas que querían bailar. Pasaron los años y la plata empezó a escasear. Se hizo cada vez más difícil encontrar lugares que contrataran orquestas de veinte tipos porque los cuartetos hacían el mismo ruido por una parte del valor. Las giras por Europa daban ganancias, pero eran un sacrificio: los músicos se cansaban, se fugaban con cualquier chica o se la daban y había que tocar sin ellos. Hasta que aparecieron los Lorillard y su festival, en Newport. Un lugar donde escuchar jazz en el que a los mejores les pagaban como los mejores. En 1956 invitaron a Duke y su big band. Fue una presentación caótica, histórica. Ellington demostró su vigencia y el álbum resultante vendió muy bien. Empezaron, además, los trabajos componiendo para películas. Su lado orquestal brillaba de nuevo. Sin embargo, su memoria volvía una y otra vez a una tarde en el hotel Trémoille de París, en 1961. Sólo tres personas sabían lo que había pasado ahí: Duke, su arreglador Billy Strayhorn y un asistente llamado Alan Douglas. Cuando un año después Douglas, ahora jefe de la división de jazz de United Artists, escuchó a su secretaria decirle que Duke Ellington quería verlo, jamás se imaginó lo que iba a pasar.

“Me dejaste pensando esa vez”, le dijo. Douglas empezó a recapitular lo más rápido que pudo. Duke y Billy compartían un vino mientras él los miraba. Tenían dos pianos en el cuarto y tocaban espalda con espalda. Sintió que podrían estar horas así, ellos intercambiando melodías y él observándolos. Entonces pararon y Alan quiso saber por qué, en más de treinta años de carrera, Ellington nunca había hecho un disco de piano solo. Duke sonrió con esa mueca que le achinaba los ojos y contestó ligero y sutil, como arriba del escenario. “Porque nadie me preguntó”. Douglas le había preguntado, y entonces ahí estaba él, diciéndole que sí. Con una destreza admirable —la misma que le había servido para escalar con rapidez los peldaños siempre esquivos de la industria— Alan pensó en otro de sus fichajes recientes. Era un talento inmenso en todos los sentidos, aunque su carácter impedía comprometerlo con algo que no pudiera olvidarse, o negarse a hacer, a los pocos días. Esto no. Era su ídolo, y él lo sabía. “Hagámoslo con Charlie Mingus”, propuso. La respuesta de Ellington lo sorprendió: como buen historiador, sabía que en 1953 lo había contratado para una gira europea. A los cuatro días se peleó tan fuerte con el trombonista Juan Tizol que Duke tuvo que echarlo, y eso que Duke nunca echaba a nadie. Pero dijo que sí. Ahora había que convencer a Charlie.

alt text

Lo primero que se escucha es un ruido metálico. El sonido de lo antinatural, del instrumento usado para algo para lo que no está hecho. El correr de una uña sobre las cuerdas del contrabajo, el chasquido que hacen cuando golpean el diapasón. La discordancia, la violencia de esos cinco segundos sobresalta al oído antes que el oleaje de la batería entre a acompañar. Pasan cinco segundos más y alguien se derrama sobre el piano en un golpe solitario, decisivo, un acorde que suena como si el pianista quisiera decir bueno, acá estoy, se terminó la joda. Pero esto recién empieza. Los dedos trazan firuletes alrededor del bajo que ruge como un animal que sabe que intentan encerrarlo, con los tambores como banda sonora. Parecen dos boxeadores midiéndose, corcoveando hasta que uno pestañea. Cuando las cuerdas se relajan el piano siente la debilidad y va. En treinta segundos el campo de batalla que es el centro sonoro de esta pieza ha sido reclamado por ochenta y ocho teclas, cincuenta y dos blancas —que hacen la mayor parte del trabajo— y treinta y seis negras que, como el jab, aciertan a cansar al contrabajo cuando sigue atacando. Hay tiempo para un último, rabioso, intento. El final es una cuerda repitiendo una nota, llevándola más allá del límite. Una y otra y otra y otra vez. Pero el piano va arriando al bajo, apartándolo como un amigo piadoso a la salida de un bar. Ambos terminan exhaustos, ahogándose de aire a bocanadas, y la cosa se desintegra, abrupta, torpe.

Quizás un poco incrédulo, Alan Douglas le dice al ingeniero Bill Schwartau que corte la grabación. Nadie ve, o nadie quiere ver, a Charlie inclinarse y decirle algo a Max. Nadie ve la sonrisa de Max, el brillo de su mirada a través de los anteojos. Nadie lo escucha tampoco. Pero nadie puede dejar de ver a Charlie enfundando su contrabajo a las puteadas, poniéndose el saco. Se cruzan miradas, pero ninguno para al metro ochenta y a los ciento cuarenta kilos que enfilan para la puerta. Es otoño, y la tarde neoyorquina se oxida rápidamente. Sólo el sol oblicuo de septiembre ve a Charlie Mingus subir por la 57 hacia la Séptima —ahí en la esquina del Carnegie Hall— olvidando que una vez en la iglesia supo que tenía que tragarse su orgullo. Hasta que esa voz lo detiene. Dulce y sutil, como dedos sobre las teclas del piano. “Maestro, no tengo nada contra usted, es que no puedo tocar con ese tipo”, miente. Lleva más de diez años latiendo al mismo ritmo que Max Roach. Él no es el problema. Ayer Duke les dijo que quería tocar temas suyos, pero hoy no les dejó meter bocado. Charlie aprieta las hojas que se arrugan —y se mojan, se borronean con su sudor— en el bolsillo del saco y traga saliva cuando Duke, en vez de echarlo como en el ’53, le pide que vuelva al estudio así terminan, si se están divirtiendo, ¿no? Se seca la frente con el antebrazo —un ademán calculado, lento— y mira la manga húmeda del saco antes de resoplar que está bien. Después de todo ya hicieron lo más difícil: grabar la canción que va a titular el disco. No queda mucho. Pero Duke le tiene guardada otra sorpresa. Gracias, le dice. Ahora toquemos una baladita.

Atraviesa el humo del estudio y se sienta. Douglas le toca el brazo a Schwartau, como diciéndole que grabe. No importa que Mingus todavía no se haya acomodado o que Roach no salga de su asombro. Cada nota es un tiro al medio del alma. Max le sonríe a Charlie, Charlie le sonríe a Max. Después se meten, tentativos. Duke sube apenas la intensidad. Toca “Solitude”, un tema viejo, hermoso. Esto lo sabemos porque veinticinco años después de que United Artists editó Money Jungle —el disco que tenía aquel duelo como primera canción— Blue Note hizo algo muy arriesgado: restauró el orden de la sesión del 17 de septiembre de 1962. Así galvanizó el mito, la álgida materia de la que está hecha una colaboración. En la posibilidad latente del desencuentro, en la confluencia no siempre amable de creatividades, reside la magia de esta reunión. El trío arrancó con un medio tiempo compuesto por Duke para ese día, “Very Special”. Cuenta Roach que cuando llegó se encontró a Ellington escribiendo. Les pasó los elementos básicos —melodía, armonía— y describió una imagen para cada pieza. Así, “Fleurette Africaine” es la flor que nace en el medio de la jungla y sólo dios ve. Mingus la embellece con unas figuras flotantes, misteriosas. No está claro cuando todo empezó a pudrirse, pero a medida que los temas van subiendo en intensidad también lo hacen en disonancia. Quizás la decisión de Duke de tocar su clásico “Caravan” haya tenido que ver. La escribió con Tizol, el de la pelea con Charlie, y es justo decir que la deconstrucción que hacen de ella es más una destrucción. Después vino “Money Jungle”: “en la calle andan serpientes con sus cabezas en alto, son esos tipos que explotan a los músicos”, les dijo.

Se suponía que Money Jungle iba a funcionar como un ritual de transición. A sus sesenta y tres años, Ellington cedía el manto y reconocía en Mingus, de cuarenta, y Roach, de treinta y ocho, a sus sucesores. Quizás Charlie sintió que a Duke le faltaba arriesgarse, que toda su vida había pisado sobre seguro con sus orquestas tocando melodías para blancos. Lo idolatraba, y como lo idolatraba, quería matarlo. Hay algo de cierto ahí, porque esa tarde Duke sonó como nunca: áspero, agresivo, con salidas angulares y trucos —repetir la melodía en “Wig Wise”, por ejemplo, pero empezando siempre por un punto distinto— que muestran su propensión a redoblar el desafío. Después de todo, había llegado a esa sesión aceptando que sus compañeros no quisieran ensayar, para ver qué pasaba. También aceptó que no quisieran reunirse. De hecho, pese al impacto instantáneo y universal de lo que hicieron, no volvieron a verse las caras. Charlie pareció olvidarse rápido de ese encuentro —al año siguiente compuso y grabó su obra maestra, The Black Saint And The Sinner Lady— pero lo que sintió se quedó con él para siempre. Pasaría el resto de su vida orgulloso de su intransigencia, del poder de sus ideas para cambiar el mundo. Nada de eso hubiera sido posible sin aquella tarde de septiembre en la que arrastró su contrabajo, y su corazón, bajo el sol del otoño de Manhattan.

voten por miles

Todo se resuelve en los primeros minutos. Una línea de bajo hipnótica, un pulso repetitivo, insistente. Por detrás, delante y a los lados de la mezcla, una batahola percusiva, un colchón demente que seduce con su reiteración. Dibujando figuras sobre este enjambre de sonidos, una guitarra distorsionada y los quejidos de un saxofón compiten por la atención del oyente. Pero lo que persiste es el ritmo. Lo que sea que pasa arriba no importa tanto como ese groove entrecortado y potente, la destilación de un concepto y, también, el final de un recorrido. Estás escuchando a Miles Davis, pero en realidad ya no lo estás escuchando a él. El hombre de mil versiones —el fino trompetista de los arreglos suntuosos, el tipo que reinventó el bebop sólo para romperlo, la superestrella del jazz— ya no tiene más que demostrarle a nadie. Quizás por eso quiere romper con todo.

Habían pasado apenas tres años desde su última mutación, cuando abandonó las convenciones del estilo al que había ayudado a definir para ir hacia un sonido híbrido, moderno. Quería acercarse a las multitudes que se habían enamorado de la expresividad desprolija de la psicodelia. In A Silent Way fue la primera versión de esa idea que lo consumiría: crear una música sin forma, que pudiera sostenerse a partir de su fuerte impronta rítmica. Teo Macero, su cómplice, le mostró el arma que lo cambiaría todo: una simple navaja. Macero cortaba —y luego pegaba a mano— los interminables fragmentos de improvisación que Miles le hacía tocar a sus ensambles cada vez más grandes, a menudo con una instrucción intencionalmente difusa: tocá rojo, decía, acá un poco más violento. Así, componía algo nuevo, irrepetible fuera del estudio. Mientras, un Davis cada vez más consumido por sus demonios buscaba un último acto de magia: desaparecer dentro de su propia música. Crear un groove tan potente que ya no importaría ni su trompeta asordinada, porque todo —el sonido, el público, los críticos, el dolor— estaría allí dentro, envuelto, sin salida.

Los historiadores del género caracterizan a esta época como la decadencia de Miles. Es fácil, dicen, la ecuación es así: es el momento en que dejó de “inventar” para empezar a “imitar”. A Jimi Hendrix, al que envidiaba sin tapujos. A James Brown y sus larguísimos y concéntricos temas. A Sly Stone y su desprejuicio multirracial y protestón. Pero por sobre todo, al poder que estas figuras de la música negra tenían para convocar a la juventud. Cuentan que miraba aquellos grandes festivales y se enojaba al pensar que él también merecía estar en esos escenarios, frente a cientos de miles de pibes con los ojos desorbitados y la conciencia elevada. Pero en su lugar tenía que tocar para los mismos cincuenta idiotas de traje que le hablaban encima. Así que tomó una decisión. Si el jazz ya no tenía nada para darle, él no tenía nada más que darle al jazz. Miles abrió una puerta, como siempre: nunca algo vinculado al jazz sería más popular que en la primera parte de los ’70, con el nacimiento de la llamada fusión. Pero su inmolación tuvo un costo. Sería criticado como nunca antes, iniciando una espiral descendente en la que renunciaría a todos sus bronces en pos de un sueño final. Ser, él mismo, el groove.

Dejó la sastrería y se envolvió en telas de colores. Se empapó de misticismo, se rodeó de músicos jóvenes y fue permeable a ideas ajenas más que nunca. En vez de buscar la toma perfecta, invocó al error y abrazó el exceso. Se imaginó como un chamán, una especie de alquimista que manipulaba una sustancia peligrosa. Esta impronta intoxicó también su vida personal, que tomaba un pulso cada vez más tanático. En octubre del ’69 lo tirotearon en su auto. Salió ileso y se sintió omnipotente: de esa experiencia nacería la opus magnum de este periodo, el insondable Bitches Brew. En el rol de director de una orquesta de precoces talentos —Wayne Shorter, Joe Zawinul, Chick Corea, John McLaughlin, Lenny White, Airto Moreira: todos ellos tendrían sus propias y muy exitosas bandas de fusión después de esta experiencia— Miles lograría, como lo dice el título de uno de sus temas, recorrer el vudú. Pero lo que hoy parece un éxito no lo fue entonces. Tocar junto a bandas de rock llevó a que la prensa afroamericana lo tachara de genuflexo, y la de jazz de vendido. El público, para colmo, tampoco entendía bien su nuevo sonido. Columbia, que siempre lo había acompañado, no sabía qué hacer con él, pero su contrato —le pagaban algo así como seiscientos mil dólares anuales— los obligaba a seguirle el paso casi a cualquier costo.

En 1970 fue a ver a Stevie Wonder al Copacabana neoyorquino. Lo obsesionaba entender a los jóvenes, y quiso ver cómo reaccionaban al pop delicado y melódico de uno de los grandes hitmakers de la época. Pero lo que lo impresionó no fue el dominio escénico de Stevie sino el tipo que estaba a un costado, sosteniéndolo todo. Se llamaba —se llama— Michael Henderson. Terminado el concierto, Miles fue al backstage. De su boca sólo salió una frase: «me llevo a tu bajista». Nacía la que es posiblemente la última alianza creativa fructífera de su carrera. Estimulado por el compás de Henderson, empezó a estudiar los trabajos de Karlheinz Stockhausen. Descubrió que no había mucho más que hacer en términos melódicos. Quitó de las formaciones de sus grupos los instrumentos de viento —su propia trompeta tuvo cada vez menos protagonismo— y sumó variantes percusivas como la tabla hindú y la guitarra eléctrica con distorsión funk. Instó a sus músicos a tocar, cada vez, una sola y extensa improvisación rítmica con la idea de que esa marcha infecciosa, casi robótica, sostuviera cualquier cosa que pasara encima.

alt text

Esta postura encontraría su más extrema expresión en las tres sesiones —dos en junio y una en julio— de 1972 en las que el estudio E de Columbia en New York se transformó en el laboratorio del que saldría la obra más rupturista de la carrera de Miles. «El disco más odiado de la historia del jazz» fue también el último de su periodo más creativo. Se llamó On The Corner. Apenas tres años más tarde, Miles decidiría retirarse; exangüe, adicto, perdido en su propia entropía, harto de que nadie lo comprendiera. No viviría para ver a On The Corner revalorizado como uno de los manifiestos más avanzados de esa creatividad adelantada a su tiempo, que exponía sus flancos a los malos entendidos. Pagaría cada uno de ellos con su propio cuerpo. Pareciera ser el precio de la genialidad: llegar donde nadie pensó que se podía ir sólo para darte cuenta de que nadie, tampoco, quiso acompañarte. El resentimiento que alimentó sus años finales nace aquí. En el ritmo que lo envolvió todo, pero que no lo hizo invulnerable. Más bien lo contrario.

Cuatro composiciones, dos breves —una de cinco minutos, otra de seis— y dos más extensas, de veinte y veintitrés minutos. Una lista interminable de músicos que incluía cinco bateristas, cuatro tecladistas, tres vientistas, tres guitarristas, dos sitares, un cello y una tabla, además del bajo de Henderson y la trompeta, casi ausente, de Miles. Una tapa amarilla, ilustrada con émulos de aquel público —joven, bello, hipster— al que estaba dirigido el álbum pero sin información sobre su contenido, abstracción que obligaba a apoyar la púa y escuchar sin prejuicios. Pero los prejuicios llegaron, y con qué intensidad. Repetitivo, caótico, deforme, insultante, aburrido, impenetrable, arrogante, desafinado, inservible, grotesco. Diez palabras de las muchas que se dijeron sobre él. Lo cierto es que On The Corner es el vehículo de una música que escapa a las caracterizaciones, porque como con el ritmo, lo importante es sentirla. Y vaya si se sienten cosas. El lugar común tour de force se queda corto, porque lo que hay en estas composiciones es movimiento, más que fuerza.

Se trata de una serie de improvisaciones mejoradas por el cut-and-paste burroughsiano, pero que guardan entre sí un patrón común: el que desprenden las cuatro cuerdas eléctricas de Henderson, titán que sostiene en sus hombros la estructura infernal de ese mundo de significantes y permanece firme de cara al caos. No sorprende que el disco confundiera a los que estaban acostumbrados a lo estático, a lo melódico, a lo armónico, a lo bello. On The Corner parece atacar a voluntad esos conceptos en busca de lo que existe más allá. Miles apuntaba directo a las mentes jóvenes, abiertas, eclécticas. «No me importa cómo se llame lo que hago, quiero que me escuchen los chicos; así quiero que me recuerden: como alguien que hacía música para chicos negros», decía entonces, enfrentado de manera tajante con los críticos que favorecían los avances del free jazz. Para ellos, había pasado de ícono a pobre diablo, uno más de los caídos en la desgracia de su propia intransigencia.

Entraría en un periodo extraño, escapándole a los estudios para dedicarse a tocar con una formación en la que preponderaban Henderson y el tecladista Lonnie Liston Smith. El resto de los instrumentistas, sin embargo, eran de otros palos. Necesitaba que lo ayudaran a realizar su visión texturada y rítmica, alejada de los convencionalismos del jazz. Otra vez su vida espejaría al riesgo que tomaba su carrera: en octubre del ’72, poco antes de la salida oficial del álbum, se rompió los dos tobillos en un accidente de auto. Fue entonces cuando entraron a su vida los analgésicos, que se sumaron a sus habituales consumos de cocaína y alcohol para formar un cóctel en el que, según él mismo contó en su biografía, «todo empezó a disolverse». Sus presentaciones en vivo se volvieron cada vez más erráticas, y sin más novedades discográficas que algunas grabaciones en directo rapiñadas por Columbia, Miles empezó a encerrarse en sí mismo hasta abrazar la desaparición como consuelo para ese fuego interno que ardía sin descanso.

On The Corner sobrevive como el último manifiesto de la genialidad y el arrojo de un tipo que se pasó la parte final de su carrera buscando retazos de aquella magia perdida, enojado y triste por la injusticia de ser un incomprendido. Décadas transcurrirían hasta que este álbum maldito fuera reconocido como digno de su creador, un auténtico visionario. Hoy es considerado una obra maestra: predijo la hibridación de géneros que caracterizaría a la música popular del siglo XX, y ayudó a pensar en el uso de los ritmos de una forma cuyo impacto en la cultura afroamericana —y popular— se siente hasta nuestros días. En apenas unos minutos, Miles Davis arrancó una revolución. Pero se quedó solo, enredado en el ritmo, para luego esconderse en el silencio. Volviendo a escucharlo, cincuenta años más tarde, todavía se puede capturar ese instante en el que pensó que era posible perderse y ser música.

la cosa y el sonido

Corría 1960. Los otrora aliados en la Segunda Guerra Mundial —la Unión Soviética por un lado, Estados Unidos por el otro— llevaban quince años provocándose con maniobras de inteligencia, buscando muescas en las cortinas de hierro que se imponían con mutuo desdén. Cada ventaja mínima era un triunfo en favor ya no de un sistema de gobierno, sino de un modo de vida. Pero ese año, un incidente puso en contexto una rivalidad que parecía haber llegado demasiado lejos. Estados Unidos envió un avión U-2 al espacio aéreo enemigo, y al derribo de la aeronave por parte de la Unión Soviética le siguió una denuncia de espionaje al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La reunión estaba pautada para el 22 de mayo, y los enviados estadounidenses se estaban guardando lo mejor para el final.

Al cuarto día parecía claro que no habría acuerdo. Fue entonces cuando el embajador de Estados Unidos ante las Naciones Unidas Henry Cabot Lodge sacó su enorme carta ganadora, literalmente, de abajo de la mesa. Posándola entre su banco y el de Argentina, contiguo al suyo, Cabot Lodge mostró una reproducción tallada en madera del Great Seal, aquel redondo escudo nacional. Esta, dijo, es la prueba de que el espionaje no es sólo cosa nuestra, sino que ellos —afirmó, aplicando una fórmula que conocemos desde niños— también son culpables. Para ilustrar su punto, separó las partes de la obra por una hendidura imperceptible, y mostró La Cosa de la discordia. El nombre no es un capricho. Así la llamaron los servicios secretos: La Cosa.

Ocho años antes, en 1952, Joseph Bezjian —del equipo de seguridad del Departamento de Estado— se hizo registrar como huésped en la residencia del embajador de Estados Unidos en la Unión Soviética, la Spaso House. Su objetivo era desorientar a quienes, pensaba él, desconectarían sus aparatos de espionaje si se sabía que visitaba el lugar en una misión oficial. La sospecha no era infundada: un año atrás, un oficial creía haber interceptado en su radio una charla entre el embajador y otra persona. Aseguraba que las voces venían de la Spaso House. Pero cuando Bezjian llegó a Moscú a investigar, no encontró ningún micrófono. Esta vez, le pidió al embajador George Kennan que leyera un texto en voz alta mientras recorría la residencia armado con un artefacto que emitiría feedback si había un transmisor en la habitación.

Entonces, el momento Arquímedes en la bañera. En el estudio, detrás de un escritorio, una pared revestida en madera era la fuente. Kennan sospechaba de unos obreros soviéticos que habían sido contratados para arreglar el lugar, pero la ubicación precisa del ruido develó una verdad más antigua. Oculto dentro de la reproducción del Great Seal, un sofisticado dispositivo —que consistía en un micrófono con una delgada membrana por delante, unido a una antena— sugería que el espionaje venía de 1945. Ese año, la Organización de Pioneros Vladimir Lenin le había obsequiado la obra al entonces embajador W. Averell Harriman. Tres gestiones y siete años después, el caballo de Troya era desmantelado. Esa noche, Bezjian durmió con el aparato bajo su almohada. Él no lo sabía, pero sólo una persona era capaz de inventar semejante Cosa.

alt text

Un mayo hace cien años, alguien montó un show para Lenin en medio del Kremlin. En el escenario, apenas un hombre y una especie de podio con una antena vertical que sobresalía de uno de los extremos. Era la última revolución sonora: un instrumento que se podía tocar sin usar las manos, y no necesitaba que el ejecutante supiera de música. Aunque el líder sufría por su fragilidad, aún buscaba enterarse de las novedades. Por eso convocó al responsable de semejante invención, que consideró un honor brindarle un concierto privado. Su nombre —fiel a la tradición científica de la que, como físico, formaba parte— era igual al de su instrumento. Esa noche, Lenin conoció a Leon Theremin.

Si no escuchaste nunca el sonido de un theremin, la primera impresión es la de una película de terror. Su oscilar misterioso resulta del encuentro accidental de Theremin con el fenómeno conocido como heterodinación —la combinación de dos o más frecuencias para crear una nueva— mientras trabajaba para el gobierno en el desarrollo de sensores de proximidad. Cuenta la leyenda que un día se acercó a uno sosteniendo un oscilador en la mano, y se sorprendió al escuchar cómo el sonido que emitía cambiaba con sus movimientos. Ese asombro cambiaría la historia: nacía el primer instrumento electrónico de uso masivo.

De la noche a la mañana, Theremin se convirtió en —¿el primer?— rockstar. El rumor, o mejor dicho el ulular, de su invención se había esparcido por toda Europa. La Unión Soviética decidió aprovechar su fama enviándolo a las principales capitales culturales del mundo. Su primera parada fue la feria musical de Frankfurt, donde reafirmó lo que había mostrado en la Sala Filarmónica de Leningrado: que ese sonido futurista y misterioso no salía de las manos, sino del movimiento. Que el aire y la tecnología se unían para crear algo de la nada. Su gira triunfal siguió por Berlín, Dresden, Münich, Hamburgo, el Gaveau Hall y la Grand Opera de París, el Albert Hall londinense. Leon se codeaba con personalidades y científicos que querían conocer a la última innovación y su creador. Su próxima parada, cruzando el Atlántico, sería la última por un tiempo. Allí se desarrollaría, además, la otra parte del mito.

En diciembre de 1927 aterrizó en Estados Unidos para presentarse con la Filarmónica de New York. El espectáculo fue tan bien recibido que decidió quedarse y patentar su invención. Cuando la crisis del ’29 amenazó con quitarle su medio de vida, reapareció la Unión Soviética. Le propusieron un trato: espiaría para ellos los desarrollos industriales de las compañías a las que tenía acceso privilegiado, y a cambio financiarían su laboratorio sonoro en la 54 Oeste neoyorquina. Sin embargo, Theremin usó el generoso estipendio que le daban por sus servicios para codearse con la alta sociedad. En 1938 dejó a su mujer soviética, Katia, y se casó con una bailarina del American Negro Ballet, Lavinia Williams. La notoriedad de su romance con una joven afroamericana fue demasiado para el gobierno de su país. Le exigieron que volviera y lo condenaron a seis años de trabajos forzados en las minas de Magadan, con la compañía del sonido trepidante y continuo del viento ártico.

alt text

En 1968, Aleksandr Solzhenitsyn publicó The First Circle. Los críticos fueron veloces en ver al protagonista de la novela, Gleb Nerzhin, como una suerte de retrato del autor, y a su trama —que describía los campos de trabajo científico que eran parte del gulag— como una especie de biografía. Estos sitios, llamados sharashka, se dedicaban a investigar nuevas formas de espionaje y armamento, y fueron mantenidos en secreto por el régimen. No era para menos. Varios de sus presos más reconocidos fueron a parar allí, incluido el pobre Leon, que tuvo la discutible suerte de que Lavrenty Beria —director de la policía secreta soviética— lo descubriera en Magadan y lo mandara al centro atómico de Moscú. Según contó luego Solzhenitsyn en su larga investigación The Gulag Archipielago, los sharashka eran «islas del paraíso». En ellas, el desgraciado Theremin volvería a brillar.

En 1947, posiblemente como resultado de su trabajo en La Cosa, Leon recibió un Premio Stalin al valor. El líder decidió que se le entregara el doble de la suma acordada —unos veinte mil dólares de la época— junto a un departamento amueblado. Theremin fue liberado y se convirtió en un ermitaño, lejos del esplendor del que había gozado veinte años antes. Tal vez aprendiera la lección, tal vez sólo hubiera elegido vivir en paz. Lo cierto es que cuando el inventor desapareció, sus invenciones brillaban. Una, sin que él lo supiera —¿o quizás sí?— muy cerca de su casa, en la Spaso House. La otra, alrededor del mundo.

Durante la era dorada del cine, en los ’40, el theremin fue usado por Hitchcock en Spellbound, apareció en The Day The Earth Stood Still y en The Red House. Hacia los ’60, llegó a ser incluido por los Beach Boys en “Good Vibrations”. Para entonces, su creador había sido rehabilitado —una forma de perdón oficial usada tras la muerte de Stalin— y trabajaba en el Conservatorio de Moscú. En 1967 fue descubierto allí por Harold Schoenberg, crítico musical del New York Times. Sorprendido, Schoenberg le dijo a Theremin que creía que lo habían ejecutado, que su fama había reverdecido en su ausencia y que de seguro otros como él querrían verlo. Pasarían veinte años más hasta que le permitieran volver a salir de la Unión Soviética.

Una actuación triunfal en el festival de música experimental de la UNESCO en Bourges, Francia, en 1989 fue su reaparición pública. Dos años más tarde volvía a Estados Unidos, donde dictó un seminario a sala llena en Stanford. Como las figuras que se trazaban al manipular su invento, la vida de Theremin estaba alcanzando el final de su círculo. Poco antes de su regreso a los escenarios, en una especie de broma cruel —o quizás una última venganza del régimen— el Moscow News publicó una investigación que lo revelaba todo: su rol como espía, el premio Stalin, La Cosa. A nadie pareció importarle. El mundo ya no era el mismo, y Leon sabía que bastaba el movimiento de una mano para cambiarlo todo para siempre.

una cadena de recuerdos

«Si pensara en lo cruel que es este mundo, probablemente me suicidaría después de un tiempo. Si pusiera mi energía en pensar en eso, no tendría fuerzas para hacer música.»

John Frusciante, en Funky Monks (1992)

Está muerto. El Chateau Marmont es —como para otros antes: ese lugar de excesos, falso glamour y perdición— su tumba. A diferencia de él, que parece no entender su estado terminal, nosotros lo sabemos. Porque hay un testigo. El tipo se llama Robert Wilonsky. Escribe para un diario de Los Angeles. Se termina 1996. Pasaron cuatro años y medio desde que una noche, a nueve mil kilómetros, John le dijo a sus compañeros que se volvía a California para morir. ¿Viste la famosa cima del mundo? Bueno, él se bajó ni bien sintió que el aire se ponía más delgado arriba. Y las voces. Las voces que le decían que no iba a poder, que se tenía que ir. Las voces lo persuadieron de que su vida había terminado. Las voces, todo el tiempo, en su cabeza. Para acallarlas, John se inyecta. El ritual de la aguja lo tranquiliza, la inminencia del mullido confort vacío, del viaje. Primero el polvo, después el fuego, al final el líquido. Todo para adentro, para que adentro no haya nada. John Frusciante tiene veintiséis años, y su trayecto de la cúspide al cajón está por completarse.

Pero antes está Wilonsky, que ve esto: «sus dientes superiores han desaparecido, reemplazados por esquirlas blancas que asoman entre encías podridas. Los de abajo, amarronados y transparentes, parecen listos para caerse si tose fuerte. Sus labios están pálidos y secos, cubiertos con saliva espesa como dentífrico. El pelo está pegado a su cráneo y las uñas, o los espacios donde deberían estar, ennegrecidas por la sangre. Sus pies, tobillos y piernas están llenos de quemaduras de cigarrillo. En la piel se ven moretones, cicatrices y costras». Dice cosas como «“un día decidí: ‘voy a ser un drogadicto’ y ahora soy feliz”» y cosas como «“los que me conocen saben que cuando no me drogo estoy vacío, pierdo la chispa, mi personalidad”». En una semana lo echarán del Marmont. La semana siguiente pasará lo mismo en un hotel vecino, el Mondrian. Nadie sabrá dónde fue a parar. Lo darán por muerto. John, apunta Wilonsky, también tenía reservada una opinión para las pocas personas que aún se preocupaban por él. «“Ellos son los que le temen a la muerte, pero yo no. A mí no me importa si vivo o muero”»1.

Una parte la vimos todos, y si no la vimos todavía podemos verla. En 1993, poco después de tomar la decisión de abandonar el mundo que conocía, dos amigos de Frusciante (el actor Johnny Depp y el cantante de los Butthole Surfers Gibby Haynes) filmaron su estilo de vida en un “documental” que llamaron Stuff. Las guitarras miran a las paredes y las paredes, pintarrajeadas con lemas perturbadores, miran a la cámara. John está tirado en un sillón, desvanecido, desvaneciendo. El lugar es, era, su casa en las colinas de Hollywood. Hay basura por todas partes, y casi puede sentirse el hedor de la muerte en los recorridos de la cámara por los pasillos, el baño, la cocina. Todos los ambientes convertidos en uno desprolijo, sucio, triste y final. Pero su cuerpo aguantó tres años más. De lo que pasó en el medio no fuimos testigos, aunque servirá como intento de explicación. La cuestión es que John Frusciante no murió: sólo se transfiguró. Descubrirlo le costaría mucho, quizás demasiado.

Primero fue la muerte. En octubre del ’93, John tocó en el Viper Room, uno de sus antros favoritos, con su amigo River Phoenix. Se habían conocido gracias a la promiscua vida de Hollywood, que —como el viento— suele amontonar a los que tienen hábitos parecidos en un remolino descontrolado. 2 River llevaba tres meses sobrio. Pasó por la casa de John a visitarlo y terminó quedándose. Varios días en vela después, cuando apareció en el boliche, estaba irreconocible. Al terminar su show, y mientras una banda formada por habitués del Viper (entre ellos Depp, dueño del lugar, y Haynes) hacía lo suyo, River se sintió mal. Lo sacaron del lugar, pero sólo llegó a la vereda, donde convulsionó hasta que su cuerpo no dio más. Tenía veintitrés años. Mientras su amigo se moría en plena Sunset Strip, mientras todos lo buscaban, John no aparecía por ningún lado. Lo encontraron al rato, escondido en su casa, ese aguantadero infame. Nunca contó dónde estaba en ese momento. No volvería a subirse a un escenario por un buen tiempo.

Después fue el fuego. Hacía unos meses que John se había quedado, ahora sí, solo. Sin las voces, pero también sin Toni, su musa. Se habían conocido antes del despegue de los Red Hot Chili Peppers, la banda gracias a la que su vida se transformó en la de John Frusciante, estrella de rock. Toni lo ayudó a atravesar ese cambio. John exigía que ella lo acompañara en las giras, en abierta violación a una regla establecida por el grupo. Se encerraban en su cuarto de hotel a pintar, improvisar (él tocaba el clarinete, ella la flauta) y escribir. Pero esa noche en Japón —esa noche en la que soltó amarras— también nació un vacío al que John colmó con drogas. Toni aguantó lo que pudo. Verlo así le dolía demasiado. Cuando se mudó a New York, «“la casa estaba perfectamente normal, ordenada”»3. En cuestión de semanas John destrozó todo. La única actividad que lo sosegaba era pintar, pero se volvería su perdición. Un día cualquiera, el cuarto donde dejaba los óleos y aerosoles se incendió. Hubo una explosión, que despertó al dueño de casa justo a tiempo para salvar su vida. Al día siguiente, huyó a New York a reunirse con Toni. Sus guitarras quedaron entre los restos; se las robaron. No le importó demasiado.

alt text

Sin embargo, hubo música. Grabados en su nueva casa de Venice Beach, Niandra LaDes And Usually Just A T-Shirt de 1994 y Smile From The Streets You Hold, de 1997 documentaron su estado mental. En el ’94, para promover su álbum debut, John fue entrevistado por la señal holandesa VPRO. Habían pasado dos años sin señales de él. Pelilargo, cadavérico, no recuerda al guitarrista de los Peppers: es un Syd Barrett desaliñado. Ambas cosas parecen intencionales. [La heroína] es una manera de ponerte en contacto con lo bello en vez de dejar que la maldad del mundo corrompa tu alma”, afirma, dejando a su entrevistador en silencio. Estaba a punto de tocar fondo cuando supo que había expiado sus fantasmas y desapareció una vez más. No hay moraleja, sólo esto: en la clínica psiquiátrica Las Encinas, de Pasadena, John se limpió. Su cuerpo, palimpsesto de sus abusos, era la víctima principal. Sus brazos —llenos de abscesos— fueron reconstruidos. Las astillas en su boca reemplazadas. Fortalecido el exterior, el interior despertó a una nueva claridad. Tenía veintiocho años y había sido un drogadicto los últimos tres. Quizás era tiempo de dar vuelta los términos. Tiempo de escuchar otras voces.

En 1998, los Red Hot Chili Peppers atravesaban su propia crisis de identidad. Los años en los que Dave Navarro reemplazó a Frusciante fueron oscuros y depresivos, lejos del clima de amistad que caracterizó al cuarteto desde el principio. La parábola del rock star se había completado: de la lujuria a la euforia a la miseria, el grupo volvía a quedarse sin guitarrista. Entonces Flea —la única razón por la que John había resistido un año antes de irse de los Peppers— visitó a su amigo, que había salido de la clínica débil, pero rehabilitado. Le llevó una guitarra de regalo y le pidió que se les uniera. Sus lágrimas prefiguraron que la reinvención espiritual de John Frusciante acababa de comenzar. Ya no esperaba morir en el Chateau Marmont. Estaba vivo, volviendo a conectarse con un mundo al que había rechazado para aprender cosas que no podían enseñarse de otro modo. Pasaría un año escribiendo un disco (Californication: una meditación sobre los efectos de la fama en las personas, una autobiografía a ocho manos) y dos de gira por el mundo para presentarlo. Todas esas cosas que antes odiaba se volvían su alimento. Mientras, él escuchaba, y aprendía. Y seguía creando.

Diez días limpiando tu cuerpo para volverlo susceptible a la voz que viene del más allá. Para John no había dios, pero sí espíritus. Los mismos, quizás, que habitaban las voces que lo atormentaban de joven, ahora reaparecidos como portadores de enseñanza e inspiración. No hay secreto ni contradicción en creer que algo pueda repetirse, pero cambiar: los que cambiamos somos nosotros, y entonces nuestra percepción se aclara, se vuelve canal. «“Tiene que ver con llegar a un estado de apertura […] de forma tal de encontrar una pureza que no tiene que ver con esta dimensión”», dirá4 tratando de explicar el peso filosófico y espiritual de To Record Only Water For Ten Days, su tercer disco solista de 2001. Grabado en los momentos en los que la agenda de los Red Hot Chili Peppers se lo permitió —en su casa o en cuartos de hotel— funciona como una especie de espacio de meditación, una línea directa a esas voces que antes le decían que debía escaparse o morir y hoy le cantaban pidiéndole que se purgara para seguir adelante. “No desperdiciás tu tiempo yendo hacia adentro”, canta en “Going Inside”. “Aprendés a entender quién te está mirando, y quién reside en tu cuerpo además de vos”5.

Como álbum es cambiante: por momentos melancólico, por otros misterioso, a veces radiante. Como manifiesto, sin embargo, es directo, claro. John parece estar llevando su corazón a la cinta. Canta bien cerca del micrófono. Es, a la vez, delicado y firme. En el falsete de “Fallout” (“fui llevado lejos y solo por este camino donde los días se adhieren a lo que está mal”6), en el eco fantasmal de “Invisible Movement”, hay muchas voces que son una sola, la de un tipo que ha vuelto a encontrarse: “tiempo extra cuando pensás que todo se terminó, viviendo la vida cuando te arrastraste a morir”7. En To Record Only Water For Ten Days convive un compendio de enseñanzas, reflexiones de alguien que vio —quizás aún ve— ambos lados y transparenta lo que sabe mirar. Solo en un cuarto, con sus guitarras y su voz, canaliza sus infiernos privados. Esos que le mostraron que lo que más importa está de este lado, aunque nunca le temiera al otro. O en sus palabras, “mostrame miedos desenfocados disfrazados, que eso me demuestra que debo vivir para morir”8. Convertido en un asceta, un misterio para los buitres del show business que solían verlo en todas las fiestas de Los Angeles, John se entregó a su arte. Eso, claro, incluía rozarse con el jet set hollywoodense (como cuando Vincent Gallo dirigió videos de los quince temas del disco) pero él estaba en otro plano, sin importar quiénes quisieran seguirlo.

Es fácil decir que John Frusciante se convirtió en un místico cuyas excentricidades reemplazaron a sus excesos. Quizás sea el camino que muchos empleen al intentar explicar el arco en el que encerró su carrera. Pero eso anularía el tiempo transcurrido, y en ese acto se llevaría puesta una búsqueda artística que pervivió incluso los peores momentos de su escarceo con las drogas. A través de toda esa (auto)destrucción, John siempre intentó crear, pero no como un escape o un subterfugio. Intentó crear porque es lo único que le sale, lo único que lo conduce a través de cualquier laberinto que le toque atravesar —la mayor parte de ellos, como nos pasa a todos, creados por uno mismo— y lo único que importa. Una vida consagrada a responder la más difícil de las preguntas: ¿qué es el arte? Si tomáramos To Record Only Water For Ten Days como guía a lo que piensa su creador, el arte y la vida serían, en esencia, lo mismo. Uno vive para crear, y crea para vivir. En el medio experimenta, y todo lo que pasa informa y nutre esa búsqueda de manera tal que aunque nadie lo entienda (o lo quiera entender) las pistas para saberlo todo están ahí, en lo único que queda de nosotros después de que nos vamos de este mundo.

Dejarle una celda a mi mente solitaria
seguir fluyendo en un simulacro
Sigo aferrándome a mí mismo
Sé humilde, hacelo lentamente
como yo lo soy en público
aún aferrándome
a la celda de espacio que me contiene9

  1. Blood On The Tracks”, Robert Wilonsky, New Times LA [hoy Phoenix New Times], 12/12/1996. Esta y todas las traducciones son propias. 

  2. Lo que sigue lo contó Bob Forrest en su biografía Running With Monsters (Penguin), de 2013. Nadie disputó esta versión. 

  3. Este textual —y todo lo que cuento en este párrafo— está en una gran nota de Tuomas Karemo a Toni Oswald para el site yle.fi del 1/10/2018. 

  4. Water Music” en Rock Sound #21, 2/2001. 

  5. «You don’t throw your time away going inside; You get to know who’s watching you; and who besides you resides in your body»

  6. «Carried thru this road so far alone; Days glue themselves to what is wrong»

  7. «Extra time when you think it’s all over; Live a life when you’ve rolled over and died»

  8. «Show me unfocused fears in disguise; It shows me I must live to die», “In Rime”. 

  9. «Leave my lonely mind a cell; keep flowing on a drill; I keep holding on to myself; Be humble, take it the slow way; as I’m aloud; even holding on my cell of space that holds me», “The First Season”. 

muchacho punk

My life has been the poem I would have writ,
But I could not both live and utter it.1

Henry David Thoreau, A Week On The Concord And Merrimack Rivers (1849)

La interestatal 10 es la cuarta autopista más extensa de las que cruzan los Estados Unidos, y la que está más al sur. A lo largo de sus casi cuatro mil kilómetros –que unen las costas de California y Florida– el paisaje es en ocasiones desolador. Las vastas extensiones desérticas pueden volverse monótonas en el vaho que desprende el pavimento tras horas de andar sin ver más que alguna estación de servicio perdida a los lados de la ruta. Una robusta Dodge B rompe el silencio cerca de Quartzsite, en Arizona. La Dodge ‘79 es confiable y cansina, con un interior amplio y una dirección firme. Como en la mayoría de estos modelos, el motor está en el habitáculo, tan cerca como para oírlo quejarse aún con las ventanillas abiertas por el calor. Adentro de la camioneta, surcando el desierto raleado por pastos secos, tres personas van rumbo a sus vacaciones de fin de año en Nuevo México. Termina 1985, que al menos para uno de ellos ha sido un año de particular agitación. Tanto que no está disfrutando del viaje: en la parte de atrás de la Dodge, tirado sobre una manta, el más famoso de sus ocupantes trata de cuidar su fiebre, o quizás su resaca. Hace nueve días se sentía en la cima del mundo y ahora no se puede levantar del piso sucio de su camioneta. Pero los recuerdos de North Carolina le duran. Es el comienzo de algo grandioso: una gira con R.E.M., tocando en escenarios repletos, con catering, hoteles y todas las lides de la fama. No más dormir en la Dodge entre shows en boliches húmedos para cien punks que te escupen y te tiran cerveza. ¿Eso era lo que buscaba? ¿No será venderse?

De pronto, algo perturba la marcha de la camioneta. Un ruido fuerte y el andar se pone enclenque en la parte de atrás, más precisamente del lado izquierdo. Linda se dice a sí misma que al fin el viejo neumático trasero ha dado sus últimas loas, y empieza a bajar la velocidad para tirarse a la banquina, que en el centro de la autopista se deprime hasta crear un pequeño cañón. Está dándose vuelta para mirar a Jeanine mientras piensa que alguien tendrá que despertar a Dennes (y lidiar con su malhumor cuando se entere que tiene que cambiar la goma) pero la realidad no le dará tiempo: el ruido viene del eje trasero, que se parte dejando a la camioneta sin una rueda. Cuando la policía llegue al lugar les dirá que se quedó dormida, que el calor y la monotonía le jugaron una mala pasada y que tiene la culpa de todo. Pero años después (29 años, para ser más exacto) de ese 22 de diciembre que cambió la vida de los tres ocupantes de la Dodge B para siempre, Linda podrá recordar. Dirá que sintió que la camioneta volaba por los aires, y que agarró fuerte el volante y empezó a gritar. Dirá que se desvaneció, que cuando despertó la Dodge estaba sobre el lado del acompañante, y que ella y su tobillo destrozado por el carburador eran lo único que había dentro del habitáculo. Dirá que lo primero que le dijo a los que se detuvieron ante la dantesca escena es que aún le faltaba saber dónde estaban dos personas.

Su hermana Jeanine jamás podrá volver a caminar. Su prometido, Dennes, salió despedido por la puerta de atrás y murió instantáneamente. Tenía 27 años.

Semanas antes del fatídico viaje Dennes, al que le decían D. Boon, y su banda se presentaron en la televisión pública de Los Angeles. Era raro verlos en tele, y más en ese formato. A la derecha están George, su flequillo y un par de bongós. A su lado, de camisa leñadora, Mike. Su pierna izquierda, extendida cuán larga es, termina en una vieja All Star. No toca el bajo sino una guitarra acústica, y el brazo del micrófono le aparece de ninguna parte cuando se lanza a un pequeño manifiesto que será lo único que se dirá durante la presentación. “Nunca me importó el tipo que lee los parquímetros, hasta que fui el tipo que lee los parquímetros”. Atrás suyo está D., casi en posición de loto. Los pibes la descosen. Con una velocidad inusitada, pero sin agresión, se meten de lleno en las canciones. Las atraviesan de manera tal que para cuando la cosa termina uno no entiende bien qué acaba de ver, pero sabe que está en presencia de la genialidad. Está online, y si me tengo que quedar con un solo video de todos los que hay en YouTube, elijo ese. Me saca de cualquier tristeza. Si te estás preguntando qué son los Minutemen, te recomiendo verlo. Por más que le falte su sonido eléctrico y filoso, tiene de sobra todo lo demás que los hizo únicos: la camaradería, la diversión, la sensación de que cualquier cosa es posible. Y la poesía, por favor, la poesía.

El amor más puro, el tacto de una mujer
Una mente fuerte, un cuerpo duro
Todo lo que no podía tener
Todo lo que no podía ver
Hombrecito con un arma en la mano2

Esa canción se llama “Little Man With A Gun In His Hand”. Es la última del acústico, y también la última del sexto disco de los Minutemen, Buzz Or Howl Under The Influence Of Heat. Tiene ocho temas y dura quince minutos. El anterior, What Makes A Man Start Fires?, tiene 18, dura veintiséis y te impone una duda: ¿qué lleva a un tipo a iniciar un incendio? La música de Minutemen es así. De tan breve te confunde, y de tan impactante te hace pensar. Me acuerdo cuando leí esta letra por primera vez y mi cerebro explotó.

Digamos que tengo un arma en la mano
Seis balas, seis puntos de vista
Materialismo
Digamos que tengo un libro en la mano
Cincuenta mil palabras, cincuenta mil traducciones
Idealismo
Destruye tus diccionarios3

Mike Watt tenía veintidós años cuando escribió eso. Yo tendría poco más de quince cuando lo descubrí. Ambos empezábamos nuestra carrera en el punk, sólo que con dos décadas de diferencia. Por supuesto, él cambió el estilo para siempre y yo lo abandoné ni bien me hice –eso que llaman– adulto, pero nunca podría dejar a los Minutemen. A sus discos, pero sobre todo a su filosofía. Su profundo rechazo a cualquier tipo de taxonomía fue un acto de resistencia que nació como necesidad y se volvió principio ético. Portaban un descuidado estilo surfer en el tiempo en que el hardcore decía que tenías que pelarte y usar borceguíes, se animaban a covers de Creedence y Blue Öyster Cult entre punks rabiosos y se llamaban como yanquis de derecha4 aunque eran todo lo contrario. No había provocación, sólo la lengua de dos pibes cuyas vidas se habían yuxtapuesto de tal manera que su ideología y su humor eran uno solo. Se conocieron en un parque de San Pedro, California. Tenían trece años. La mamá de D., que murió poco después, les enseñó a tocar y los dejó ensayar en su casa. En ese ámbito de cuidado y contención desarrollaron un andamiaje único. No es casual que ocurriera a contrapelo del mito fundante del punk como desclasado y huérfano: las mejores revoluciones prescinden de la cáscara y se concentran en el contenido. En junio de 1980 convencieron a uno de los chicos populares del colegio, George Hurley, de que tocara con ellos. George era más del jazz, pero pensó que ensayar le serviría para afinar su estilo autodidacta y salvaje. Después de unos meses de duda les dijo que sí. Nacía Minutemen.

alt text

La primera vez que tocaron fue antes de Black Flag, por entonces la banda emblema del movimiento. Los habían ido a ver a Los Angeles y le dijeron a Greg Ginn, el cantante, que tenían un grupo. Ahí mismo, Ginn los invitó a ser su acto de apertura en un recital que darían la semana siguiente en San Pedro; al fin y al cabo, no conocía otros grupos de la localidad. Lo que para cualquiera podría haber sido una sentencia de muerte fue la consagración de Minutemen: su breve y voraz show fue tan bueno que ni bien terminaron Ginn les dijo si querían grabar algo para su sello. El primer disco de Minutemen Paranoid Time fue el segundo de SST, nombre que se convertiría en sinónimo del punk de los ‘80. Lo hicieron en una noche y les salió 300 dólares. Esta economía de recursos, a la que llamaron we jam econo5, fue fundamental para su carrera. También su idiosincrática mezcla a la hora de grabar: la batería en el medio y un oído para cada instrumento, con el bajo bien grave y la guitarra chirriando de aguda como si el metal del que están hechas sus cuerdas fuera a rasgarse. Distribución democrática del sonido, le decían. Paranoid Time es uno de las álbumes más importantes de la historia del rock.6 Los punks de zona norte también peregrinábamos a zonas de influencia más allá de nuestras calles, y una tarde de sábado vi por primera vez una copia del disco en Parque Rivadavia. Era grande como un libro de cuentos y caro como una guitarra eléctrica. Lo examiné despacio, sin sacarlo de su sobre translúcido, y se lo devolví al vendedor. Las canciones se quedaron conmigo.

Por supuesto, ninguna obra de Minutemen fue tan mentada como su octavo álbum. A fines de 1983, tenían material como para un nuevo larga duración. Cuando se enteraron que sus colegas de SST, los mucho más serios Hüsker Dü, editarían un disco doble conceptual llamado Zen Arcade, se lanzaron a una especie de competencia. En abril de 1984 grabaron una docena de composiciones más e idearon un concepto derivado de su amor por los autos y –en otro gesto iconoclasta– su admiración por Ummagumma, disco de Pink Floyd de 1969. Cada uno eligió los suficientes temas para llenar una cara de cada vinilo, y a la cuarta y última le pusieron lado basura.7 Los lados empiezan con el ruido del motor del auto de su correspondiente integrante y la tapa del disco, al que llamaron Double Nickels On The Dime, se guarda un par de guiños. Ese año, el ex Van Halen Sammy Hagar había tenido un hit llamado “I Can’t Drive 55” en el que se quejaba del límite de velocidad de las autopistas, banal rebeldía que despertó el lado más ácido del humor de Boon y Watt. En la foto, los ojos de Mike sonríen a través del espejo retrovisor de su Escarabajo, el velocímetro clavado en 55 millas, double nickels (o dos monedas de cinco centavos) mientras vuelve a San Pedro por la interestatal 10, o en argot de camionero, the dime. El disco salió en julio de 1984. Un año y medio después, esa larga ruta vería morir al mismo D. que abre este, su manifiesto con una metáfora demoledora: “serio como un ataque al corazón”. A lo largo de los cuatro lados del vinilo hay 45 canciones, por lo que sería agotador citarlas una a una. Alcanza con decir que tiene posiblemente la mejor canción de protesta sobre la guerra que marcó a Estados Unidos para siempre. Se llama, apenas, “Viet Nam”.

Digamos que tengo un número, ese número es cincuenta mil
Eso es el diez por ciento de quinientos mil
¡Aquí estamos, en la Indochina francesa!8

Más allá de la crítica retrospectiva al conflicto bélico más impopular de la historia, D. estaba igual de preocupado por el momento en que vivía. Double Nickels es producto de la paranoia de la guerra fría y el corrosivo republicanismo de Reagan, filtrados por un género que empezaba a dejar atrás ataduras estilísticas que se difuminaban. En el único videoclip de la historia del grupo, grabado en esos días, se imaginan bombardeados por el presidente mientras cantan sobre “perder el amor propio por un tipo que decide mi destino”.9 La expansiva propuesta de Minutemen es una intransigente respuesta tanto a la simplificación con que la política catalogaba a la juventud de la época como a las férreas limitaciones de una escena a la que habían superado. Apenas meses después de su gran proyecto, abrazaron la necesidad de hacer canciones más accesibles en el irónicamente titulado Project: Mersh (Proyecto: Comercial), que los puso en la escena del rock “alternativo”. Habían cortado lazos con su público de siempre, y debían pensar cómo seguir. La gira con R.E.M. suponía la última serie de presentaciones en un tiempo. Tras cinco años intensos y reveladores, lo único en lo que pensaba D. Boon era en casarse, descansar y después ver qué hacer con su futuro. No llegó a hacer ninguna de las tres. Los Minutemen se terminaron aquel 22 de diciembre de 1985.

Cuando explico por qué me gusta tanto Minutemen, no pierdo tiempo describiendo su música. A esa parte es mejor –y mucho más efectivo– experimentarla. En su lugar dedico un rato a contar qué clase de pibe era cuando los descubrí y cuántas cosas me enseñaron sin saberlo. Tampoco me sentía a gusto con lo que me decían que tenía que ser un punk. La anarquía se me hacía escapista, y rechazar cualquier cosa que no fuera parte de un canon caprichoso y ortodoxo era cansador. Yo escuchaba los discos que me gustaban en mi casa y miraba los recitales desde la parte de atrás mientras me reía de lo estúpidos que eran los que escupían a los músicos.

Casi al final del acústico en la tele de Los Angeles, D. canta un clásico de la banda, “History Lesson - Part II”. Ese tema, en el que admiten que “el punk rock cambió nuestras vidas”, es una biografía de Minutemen hecha canción. Al final, un verso dice “Mike Watt y yo tocando la guitarra”. Seguramente por la calidad de los instrumentos que les prestaron, tira “tocando guitarras de mierda”. Mike se echa a reír: dijo mierda en televisión. Una vez a D. Boon le preguntaron qué era el punk. “Punk es lo que sea que hicimos con él”, respondió.

Vivo sudor pero sueño años luz
Soy la marea, el ascenso y la caída
El soldado de lo real, el niño que ríe
El uno de muchos, el niño en llamas
El que lleva el tiempo, el que mide el espacio10

  1. «Mi vida ha sido el poema que hubiera escrito; pero no podría haberlo vivido y compuesto a la vez» 

  2. «Highest love, a woman’s touch; A strong mind, a strong body; All the things he couldn’t have; All the things he couldn’t see; Little man with a gun in his hand». Todas las traducciones son propias. 

  3. «Let’s say I got a gun in my hand; six slugs, six points of view: materialism; Let’s say I got a book in my hand; fifty thousand words, fifty thousand translations: idealism; Tear up your dictionaries». “Definitions”, de Paranoid Time (1980) 

  4. Los Minutemen (hombres del minuto) fueron una milicia de la guerra revolucionaria estadounidense. En los ‘60, una organización anti-comunista tomó el nombre e inspiró a Boon y Watt a usarlo como ironía. 

  5. Se podría traducir como “lo hacemos barato” y es el nombre del recomendable documental sobre la banda. 

  6. Igual que su tapa: la dibujó Raymond Pettibon, hermano de Ginn, y hoy es parte de la colección permanente del Museo de Arte Moderno de New York. 

  7. El segundo disco de Ummagumma contiene composiciones solistas de los cuatro Pink Floyd. En el arte del álbum, Watt incluyó una graciosa dedicatoria a Hüsker Dü por darles la idea. 

  8. «Let’s say I got a number - That number’s fifty thousand; that’s ten percent of five hundred thousand; Here we are, in French Indochina!». Estados Unidos sufrió poco más de 50 mil bajas en una guerra en la que se estima que murieron 500 mil vietnamitas. 

  9. «Losing my self-respect for a man who presides over me». “This Ain’t No Picnic”, de Double Nickels On The Dime (1984). Notable (e intraducible) juego de palabras con el verbo preside

  10. «I live sweat but dream light years; I am the tide, the rise and the fall; The reality soldier, the laugh child; The one of many, the flame child; The time monitor, the space measurer». “The Glory Of Man”, de Double Nickels On The Dime (1984) 

tres pesquisas

En 1978, el periodista del New Jersey Monthly Steven Levy recorrió dos mil kilómetros hasta la planicie de Wichita, en el estado de Kansas. Iba en busca de un misterio: el cerebro de Einstein. Su pesquisa lo había llevado a recorrer un derrotero estrambótico. Y ahora ahí estaba, en la puerta de la casa en la que se escondía un tal Thomas Stoltz Harvey, preguntándole por el cerebro del hombre más brillante de la historia. No era casual que tocara ese timbre: sus averiguaciones le habían contado todo el resto. En abril de 1955 el ilustre físico había ingresado a la terapia del hospital de la universidad de Princeton, donde un aneurisma aórtico terminó con su vida a la una y cuarto de la madrugada del lunes 18. Menos de siete horas después, en una improvisada autopsia hecha sin permiso de la familia de Einstein, Thomas Harvey se tomaba la atribución de quitarle al cadáver (que iba a ser cremado) su masa encefálica para cortarla en pequeños pedacitos destinados a la posteridad. En total distribuyó 170 fragmentos de cerebro entre patólogos como él. En su afiebrada teoría, el experimento que le costaría su carrera y su matrimonio iba a responder una de las grandes incógnitas de la humanidad: ¿se puede saber cómo se ve la genialidad?

También en 1978, pero a unos siete mil kilómetros de Wichita, un grupo de jóvenes de la ciudad de Düsseldorf llegaba a la estación más lograda de su propia –y ciertamente peculiar– búsqueda. Ralf Hütter y Florian Schneider-Esleben se habían conocido en el conservatorio Robert Schumann de su ciudad y, como muchos contemporáneos, confluían en el interés por desarrollar un lenguaje propio. La sombra de la guerra fría se erguía sobre Alemania y su representación más acabada era la invasión cultural. Los códigos de Occidente, implantados por las ondas de la televisión y la radio, les traían pobres imitaciones de vetusto rock and roll como única alternativa al espantoso schlager que era la herencia musical de sus padres. Fieles al espíritu de su volk, necesitaban encontrar un idioma nuevo. Ralf y Florian pasaron por la versión alemana del mayo francés, el 68er-Bewegung, y no volvieron a ser los mismos. Formaron un grupo, Organisation Zur Verwirklichung Gemeinsamer Musikkonzepte (Organización Para La Realización De Un Concepto Musical Compartido), y después otro al que llamaron Kraftwerk, central eléctrica. Parecía un nombre apropiado: transmitía potencia, avance, innovación. Bien alemán. Ralf se especializaba en los teclados y tempranos sintetizadores analógicos mientras que el instrumento predilecto de Florian era la flauta. Juntos grabaron un trío de álbumes a los que años más tarde desconocerían como juvenilia, vehículos necesarios para alcanzar la destilación de un estilo minimalista con dos protagonistas destacados: ellos mismos y su aparataje electrónico.

Su idea era tan simple como efectiva: canalizar los sonidos de la ciudad. Pero no a la manera de los trovadores y su sign o’ the times, sino poniendo de relieve todo lo que hace a los grandes centros urbanos, su movimiento y su inexorable avance. Le dedicaron canciones a las autopistas y los automóviles, a la radio y las telecomunicaciones, a las estrellas y a las unidades de medición de energía, a las centrales nucleares y a los transistores. La precisión cablegráfica de las baterías electrónicas se unía a líneas melódicas repetitivas y voces distorsionadas, metálicas, que declamaban breves epigramas a modo de letras. En estas composiciones, Kraftwerk creó un sistema de valores propio, cerrado en lo conceptual y abierto en lo humano. Despojadas de cualquier valor emocional, sus canciones eran cartas de amor a la modernidad en las que se evidencian tanto un asombro infantil ante el funcionamiento de las cosas como una reivindicación del progreso como principio aglutinante de la vida en sociedad. Lo que sus letras pregonaban, su música lo construía: para mediados de la década del ‘70, el grupo vivía y trabajaba en su propio estudio (al que llamaron Kling Klang) poniendo manos a la obra en el armado tanto de canciones como de instrumentos con los que interpretarlas. Además, habían afinado su propuesta estética hasta subvertir los desgastados códigos del star system de la época.

En 1976, Iggy Pop y David Bowie, que pasaban por su periodo berlinés, quisieron conocer al grupo al que usaban de banda de sonido. Iggy contó años después que, lejos del reviente, un atildado Schneider lo llevó a comprar espárragos al mercado de Düsseldorf. Toda una declaración de principios: la revolución come sus verduras. La espartana simpleza de la tapa de Trans Europa Express, su sexto álbum –en el que homenajean al tren del mismo nombre– sirvió de contraste para el despliegue hedonista que venía desde las márgenes del Atlántico: al glam, Kraftwerk le oponía al gris de sus integrantes trajeados cual oficinistas. En la no menos icónica foto de Emil Schult que sirve de sobre interno del disco, el prendedor de Florian, único resabio musical de la imagen, da otra señal de la naturaleza irónica que era un atributo fundamental de la personalidad del grupo. Si las críticas los acusaban de ser menos que maniquíes, allá iban ellos a darles el gusto. El primer simple de su obra maestra de 1978 Die Mensch-Maschine, “Die Roboter” (“Los Robots”) admite sin dudar su naturaleza tecnócrata. Para su presentación en la TV alemana, los Kraftwerk se maquillaron hasta confundirse con androides, táctica revolucionaria que cementó su lugar en la vanguardia estética de su tiempo (y de los tiempos por venir). Al minuto, la cámara llega a Florian. En sus manos, como anacrónico recuerdo de otro tiempo, queda muda una flauta traversa.

alt text

A unos siete mil kilómetros de Düsseldorf, bastante más cerca de Wichita (unas diez horas manejando por la ruta 60, que une las costas de Estados Unidos) otra periodista, esta vez del Washington Post, se encontraba de frente con una leyenda que ya no quería serlo. Nashville era el final de su propia pesquisa, pero dejaba más interrogantes que respuestas. Veinte años después de tomar el mundo por asalto, el hombre que la recibía en esa oficina afirmaba haber tenido suficiente: quería dedicarse a adorar a su dios. Era la aparente conclusión de una relación sinuosa entre dos ethos antagónicos, el rock and roll y la religión, en los que se refugiaba alternativamente. La primera vez había sido en 1957. Recién salido de una serie de éxitos que modificaron el panorama cultural de su época, alzó su frente al cielo de Australia –donde estaba de gira– y una gigantesca bola de fuego le recordó haber mirado por la ventana del vuelo que lo puso ahí para ver cómo los motores del avión se recalentaban hasta enrojecer. Pensó que su dios le advertía fatalidades por venir y decidió abandonar la música secular. Aquel cuerpo celeste, dicen, era el Sputnik-1. No importa, porque ni esa maravilla de la era espacial había cambiado tantas vidas como el hombre que por primera vez decía haber tenido suficiente.

Volvió al ruedo un lustro después, acuciado por las deudas y con la promesa de una gira europea. Se había convertido en un espectáculo de satisfacción garantizada, sus éxitos recreados en versiones cada vez más gastadas, sus nuevas canciones una gota intrascendente en el océano de la novedad. Descubrió que las generaciones jóvenes lo veían como un sabio. En Inglaterra, rescató del fracaso a un grupo londinense que acababa de sacar su primer disco; en Alemania, le enseñó a unos chicos de Liverpool a gritar como él; de vuelta en Nashville, contrató a un guitarrista zurdo que lo hizo enojar por sus desplantes. A lo largo del camino, la tragedia parecía perseguirlo. De chico había sido agredido por atreverse a ser afeminado, y ahora la discriminación racial le negaba las riquezas de los astros blancos que cantaban sus canciones. Justo a él, que había sido un pionero de la integración: sus recitales convocaban a pibes de todos los estratos a bailar sin tapujos ni ataduras. Pero debía seguir ganándose el mango. Recurrió a las drogas, aunque no pudo escaparle a sus demonios. En 1977, la muerte de su hermano y la inminencia de la propia lo llevaron a abandonar nuevamente el rock & roll. La religión había sido el manto de piedad de su crianza, y el gospel su primer acercamiento al milagro de la música. Nunca pudo despojarse de la dualidad que lo perseguía: como símbolo de una era marcada por el desenfreno, su sexualidad ambigua había sido clave para destrabar los tabúes de una sociedad a la que el rock partió en dos, pero dentro suyo aún habitaba un niño cohibido por sus mayores que encontraba en las reuniones de la iglesia el lugar para brillar.

Quizás por haberse topado con la fórmula por accidente, nunca pudo recrearla. El tiempo, inexorable en su avance, había dejado atrás lo que en sus manos y su garganta era pura novedad. La virulencia con la que golpeaba el piano con la derecha, casi un galope. El asombroso caudal de su voz, criada entre los armónicos de la iglesia, lista para aullar y detener el mundo a su alrededor. La intencional confusión que despertaba su vestuario, a mitad de camino entre el burlesque y el travestismo, todo brillo y libertinaje. Sin quererlo, pero buscándolo, se volvió modelo de rebelión. Enfrentaba a una sociedad segregada, con el conformismo del american dream como paradigma. Quiso llevárselos puestos a todos desde que descubrió, a pura onomatopeya, cómo decir sin decir: a-wop-bop-a-loo-bop a-wop-bam-boom fue su grito de guerra contra los que lo discriminaban, los que le mentían, los que pensaban que no llegaría a ser lo que lo (auto)definía. El Arquitecto del Rock & Roll. Pero ahora, nada de eso le servía. Al convertirlo en leyenda, el rock and roll al que ayudó a crear lo volvió una estatua. Atrás quedaban su arrojo juvenil y la energía desembozada de sus frenéticos rocanroles. Era pasado, ese que le gustaba recrear para vestirse en sus recuerdos y bañarse en la vieja gloria. Su futuro estaba con dios. Mientras, el mundo iría perdiendo el recuerdo de esa vez que un chico de Georgia, que debió llamarse Ricardo pero al que le decían Little Richard, encontró la fórmula y la tuvo en sus manos hasta que se esfumó en una bola de fuego.

En una caja que había sido de sidra, apilada entre otras igual de anónimas, y debajo de una heladerita de plástico de las que se llevan de camping. Así guardaba Thomas Harvey la razón de su vida: un trozo de un material gris y cubierto de líneas con la consistencia de una esponja, y un conjunto de tiras rosáceas que parecían hilo dental hinchado. Su búsqueda terminó perdida en un desorden de cartones y papeles, amontonándose en un rincón de su oficina. Sin embargo, no fue el final de su obsesión: años después, le dio un pedazo del cerebro a un profesor japonés que lo visitó para un documental, y terminó devolviéndole otra parte a la familia de Einstein como parte de un libro. No había ninguna señal de que Harvey tuviera en su posesión aquel secreto que tanto había buscado. Quizás, gracias a su malograda pesquisa, haya aprendido que la genialidad puede verse, incluso tocarse, pero es imposible aferrarse a ella más allá de lo inexorable.

mirando un viejo video en youtube

Está ahí. Podés verlo por vos mismo si querés, a un click de distancia. Para el momento en que la cámara llega a su cara, lleva unos segundos dándole pisotones al suelo que marcan el ritmo que respeta, altiva, su guitarra. Barba candado, prolijo afro, remera de un fosforecente anaranjado envolviendo un cuerpo de llamativas y trabajadas líneas. Detrás suyo, en un semicírculo que lo rodea, la banda espera el sutil instante de intervenir. Un golpeteo delicado de la batería es lo primero que salta al oído, seguido bien de cerca por la puntuación de un bajo eléctrico y el bailoteo de un rhodes. De repente, como si el tiempo se frenara por un segundo y se fracturara, lo que sucede desafía toda lógica: una frase, quizás un poema de dos términos, que se repite tantas veces como parece humanamente posible, hasta el paroxismo. Cuando la canción resume su cansino y suave andar, tan relajado como la actitud parsimoniosa de sus intérpretes, ya no quedan dudas de estar en la presencia de un talento idiosincrático como pocos en su era o, mejor dicho, en cualquier era. Son apenas poco más de dos minutos. Tres estrofas, cincuenta y una palabras —incluidas aquellas dos— que le alcanzaron a William Harrison Withers Junior, Bill, para clavarse en la conciencia colectiva para siempre.

La ocasión es un concierto en la BBC londinense en 1973. Para ese entonces Withers estaba atravesando lo que definió como el ajuste más grande de su vida: tenía 35 años y en los últimos tres había pasado de mendigo a millonario con una velocidad inusitada. Esta metamorfosis, hollywoodense en más de un sentido, tuvo la característica particular de nunca llegar a afectar el núcleo vital que hizo a Bill quien era, como se encargó de aclarar durante las décadas que se sucedieron, más a través de sus ausencias que de sus intenciones. Pero en ese momento, en los célebres estudios de la BBC en Piccadilly 1 todo era presente, para Withers uno totalmente auspicioso. “Si sos de un pueblo chico como yo, a veces estar en las grandes ciudades te hace sentir raro. Pero cuando llegás a un lugar así, te das cuenta de que quizás es mejor vivir donde conocés a tus 800 vecinos que en un lugar donde no sabés quién es ninguna de sus ocho millones de personas”. La introducción que Bill hace de “Lonely Town, Lonely Street” es polisémica: por un lado, condensa el eje temático de la canción de groove imposiblemente ajustado que encabeza su segundo disco Still Bill (para entonces un recién nacido, habiendo aparecido en mayo de 1972) pero también es una suerte de somera biografía de su intérprete. Nacido en el pequeño pueblo carbonero de Slab Fork, en West Virginia, Bill fue el sexto hijo de los seis que tuvo una familia de clase un poco menos que trabajadora que se ganaba la vida en las minas. Si no le tocó bajar a los pozos fue por un precoz diagnóstico de asma que a su vez influyó en la principal característica de su infancia, una tartamudez que lo volvió un niño retraído y dócil. Cuando tenía 13 años murió su padre y lo mandaron a unos 16 kilómetros de Slab Fork, a la ciudad de Beckley, donde prosiguió su educación sentimental, espiritual y formal de la mano de su abuela.

“A veces se nos traba la lengua y no podemos decir lo que queremos, así que voy a intentar de nuevo”, se afirma Bill tras un falso comienzo en el que deja notar secuelas de su pertinaz tartamudez, un ejercicio involuntario de sinceridad ante las cámaras de televisión. “Aprendí a amar no por una chica bonita, sino gracias a una señora muy bondadosa que usó sus manos para ayudarme cuando realmente lo necesitaba. Años después me di cuenta que lo que más me gusta de todo lo que he escrito se lo compuse a esta mujer”. “Grandma’s Hands” es probablemente la mejor canción de Bill Withers, es cierto. Concebida como una elegía a su abuela Lula, hace referencia tanto a su crianza religiosa como a la sobreprotección en la que sólo puede envolvernos alguien que realmente nos ama. Se trata de un sentimiento tan extrapolable que cuando en 1974 Barbra Streisand grabó su particular versión a nadie le preocupó que no hablara de Billy sino de Nettie. Sin embargo, un adolescente Withers casi no pudo esperar a cumplir la mayoría de edad para escaparse de West Virginia (y de la estrechez evangelista de su infancia) y comenzar el capítulo más increíble y caleidoscópico de su vida. Ni bien terminó el secundario voló a Florida y se alistó en la Armada, donde desde 1956 se entrenó como mecánico aéreo en medio de la timorata iniciativa de Harry Truman por terminar con la segregación de los cuerpos militares. “Todos los días debía probarle a la gente que no era genéticamente inferior, que sabía cómo drenar el aceite del motor de un avión”, le dijo a un periodista 60 años más tarde, ya convertido él mismo en un abuelo. Fue durante este periplo cuando descubrió que tenía un don. Mientras se encontraba destinado en una base en Guam, Euterpe bajó del Olimpo y le tocó el hombro. Bill siguió las dulces melodías de la flauta de la deidad donde lo llevaran, y la respuesta fue clara: nueve años después de su primer viaje lo esperaba otro que lo depositaría entre las luces de California.

También en Still Bill, probablemente el punto más alto de la producción discográfica de Withers, se encuentra “Use Me”. Nuevamente es la mano derecha sobre las cuerdas de la guitarra la que nos conduce hacia una cadencia irresistible, pero esta vez el clavinet de Raymond Jackson y la poderosa base rítmica de James Gadson y Melvin Dunlap son los que construyen un groove impenetrable pero apocado, que no alcanza a desbocarse cabalgando en un límite muy fino: donde parece a punto de romperse se estira sin dificultad, relajado e intoxicante. Hay aire entre los instrumentos, que entablan un diálogo de engañosa simplicidad llamando a la contradicción: ¿puede la tranquilidad ser intensa? En la vida y en la música de Bill Withers conviven sin dificultad ambas sensaciones. De otro modo sería difícil explicar que en medio de su rutinario trabajo ensamblando inodoros de avión para la Weber Aircraft afinara su habilidad compositiva a punto tal que su demo (que había financiado dólar a dólar con las ganancias de su tarea diaria) cayera en manos de alguien que pudo sentir en sus canciones aquel fulgor. Ese hombre era Clarence Avant, pujante empresario discográfico que por esos días probaba suerte al mando de Sussex Records. Empezaba así la relación más duradera y contradictoria de Bill, la que tuvo con la industria discográfica. Como en casi cualquier historia, el comienzo fue idílico. Avant contrató a Booker T. Jones y sus célebres M.G.’s para que produjeran el disco y cuando Withers, recién salido de su turno en la fábrica, llegó al estudio creyó que la sesión era para otro cantante. Pero doce horas (y varios meses) después nacía una colección eterna de canciones. Se llamó Just As I Am: tal como soy. Bill posó para la tapa durante un recreo de su trabajo, y hasta sus compañeros pensaron que todo era una broma. Pero el 3 de noviembre de 1971, recién despedido de Weber, Withers tocó “Ain’t No Sunshine” en The Tonight Show. Poco antes era un autodidacta que escribía entre inodoro e inodoro y tocaba por monedas en bares de mala muerte. Ahora nacía una estrella a la que el mercado usaría hasta que usó todo lo que (él) podía.

alt text

De 1971 en adelante, Bill Withers se convertiría en una presencia ubicua en la conciencia musical de la época, de manera tal que sería imposible no dejarlo entrar en la vida de quienes transitaron aquellos tiempos. “Ain’t No Sunshine” se llevó un Grammy, “Grandma’s Hands” se convirtió en un himno a las abuelas alrededor del globo y su segundo disco lo catapultó a la estratosfera. En el medio, Bill nunca cambió su idiosincrasia, aquella que hizo que no renunciara a su trabajo aún cuando ya tenía una carrera como cantante. Conformó una sólida banda a partir de los colaboradores con los que había trabajado en Still Bill: Jackson, Gadson y Dunlap, junto con el guitarrista Benorce Blackmon (reemplazado en Londres por Snuffy Walden) se escindieron de la Watts 103rd Street Rhythm Band en la que pernoctaban para amalgamarse con la música de Withers pero sobre todo con la manera en que esta debía ser transmitida. En sus manos, el groove se transformó en sentimiento y las canciones tomaron el cariz que las hizo distintivas. Si en su encarnación original eran ecos de sensaciones universales como el amor, el desamor, el dolor y la felicidad, con la ayuda de este quinteto —que completaba la percusionista Bobbye Hall, que tampoco aparece en la sesión en la BBC— trascienden hacia lo físico. Se vuelven bailables, rítmicas, contagiosas, crecen y se amplifican. Apoyándose en la solidez de su grupo, Withers encaró una incansable ronda de conciertos que terminó de forma legendaria en su disco en vivo Live At Carnegie Hall, que se grabó a fines de 1972 y salió al año siguiente. Se trata de la consolidación total de su propuesta musical, y la aprovechó para dejar un crudo testimonio de su visión política: “I Can’t Write Left Handed”, composición hasta allí inédita en la que relata la historia de un soldado que perdió su brazo en Vietnam, es el reflejo de la profundidad que podía alcanzar su poesía cuando iba más allá de las canciones de amor. Esta faceta politizada sería aún más evidente en 1974, cuando fue uno de los intérpretes que amenizaron la histórica pelea Rumble In The Jungle entre George Foreman y Muhammad Ali en el festival Zaire 74. En ese momento Bill se encontraba en un impasse con Sussex por la falta de pago de sus regalías, lo que le impedía grabar nuevas canciones. Además, el peso de la fama había caído sobre su vida romántica: un breve y turbulento matrimonio con la actriz Denise Nicholas terminó en escándalo, con acusaciones de violencia de género y un Withers que afirmó haberse casado “para mostrarle a todos en casa que podía estar con alguien de Hollywood”. Las sacudidas de este remolino darían lugar a dos eventos, cada uno de ellos clave a su manera. Sussex terminó por fundirse en 1975, y el contrato discográfico de Bill pasó a CBS. Pero antes dejó un ignorado y eterno testamento, el duro cuadro de situación que fue su cuarto álbum +’Justments. En su portada es retratado escribiendo una especie de manifiesto: «en ciertas situaciones haremos el bien, en otras actuaremos mal. Ayudaremos a algunas personas y lastimaremos a otras. En el camino, tendremos que hacer algunos ajustes». Por primera vez Bill interpreta una canción escrita por otra persona: “Can We Pretend” —un llamado a la reconciliación en medio de la tormenta— lleva la firma de Denise Nicholas.

Tal como había aprendido a tocar el piano para escribir la bellísima “Lean On Me” que sería eternizada por generaciones, Withers debió aprender a vivir con una nueva faceta de su fama: la presión de las discográficas. Si en Sussex lo dejaban hacer lo que quería, CBS fue mucho menos complaciente. La idea que tenía el sello para él era profundizar en su potencial radiable, romántico y pop, y es lo que puede verse en su siguiente álbum Making Music (1975). Una tapa inexpresiva —hasta allí Withers se encargaba de la estética de sus álbumes como una suerte de cantante-compositor-manager— que envuelve una colección de canciones entre las que aún sobreviven algunas escritas con su grupo anterior (como la funky “The Best You Can”, en cuyos arreglos plásticos se esconden resabios de la autenticidad de otrora) pero donde también empiezan a aparecer los compromisos artísticos que marcarían el tortuoso paso de Bill por las grandes ligas. Pasaron tres discos en la misma cantidad de años hasta el primer éxito de esta alianza, que estaba condenada desde el principio: “Lovely Day”, que abre Menagerie, de 1977, parece la última vuelta de un cantautor que se subsume a ser intérprete de las ideas de otros. Años después Withers los llamaría despectivamente blaxperts, enojado porque una serie de tipos de traje anónimos y (sobre todo) blancos le quisieran enseñar a él, un pibe de un pueblito minero del sur segregado, lo que era ser negro. “¿Me vas a venir a contar la historia del blues? ¡Yo soy el blues!” le dijo a un entrevistador en 2005, la misma bronca sostenida por treinta años de discriminación disfrazada de malentendido. Era fácil para él identificar la hipocresía, el artificio. Como alguna vez se autodefinió, había aprendido a vivir antes que a cantar. Años en la pobreza profunda, creciendo en el Estados Unidos del más acendrado racismo, engullido por el vientre mismo de la máquina en sus milicias y sus trabajos mal pagos, lo habían dotado de una coraza impenetrable hecha de firmes principios. Con el tiempo fue dándose cuenta de que se había traicionado a sí mismo escuchando a millonarios de inteligencia dudosa que le pedían que hiciera un cover de Elvis Presley para recuperar algo del lugar que había perdido en el terreno insólito de los charts de popularidad. Entonces volvió a ser aquel muchacho circunspecto y retraído. Se refugió de nuevo, ahora en su casa de las montañas californianas, donde lo único que cambió fue el contexto. Su personalidad siguió siendo la misma, auténtica y transparente en su intransigencia. Junto a su segunda esposa Marcia se encargaron de poner en orden sus cuentas y su familia. Tuvieron dos hijos y para la época en que Withers finalmente decidió cumplir, a regañadientes, su contrato con la CBS dándoles un último álbum (el alicaído Watching You Watching Me de 1985) ya estaban listos para pasar a lo próximo o, mejor dicho, para volver al principio y recuperar lo que el sistema les quitó, pero haciendo usufructo de lo que el talento de Bill les había legado: una existencia cómoda, sin exigencias ni mandatos ajenos. Sólo el placer del devenir como guía. Nunca más trabajar para vivir, ni vivir para trabajar. Sólo vivir.

Withers pasó la mayor parte de los últimos 35 años de su vida en la privacidad de su hogar, rodeado de su familia y sin demasiado interés en volver al mundo musical al que tanto le había dejado, pero que se había llevado también tanto de él. Su carrera en la industria se extendió por una década y media y prohijó una serie de canciones que se clavaron en el inconsciente colectivo de modo tal que fueron replicadas por versiones, películas, series y comerciales de televisión de forma incesante. Todo esto le importó poco a Bill, ya que apenas sirvió para abultarle la chequera que le permitió vivir en el anonimato voluntario. En algún sentido, volvió a ser el pibe sureño del campo, con la diferencia de que caminando por las calles de Beverly Hills se sentía tan anónimo como cualquiera. Renuente a los tributos a su figura, reapareció sin embargo en 2015 para una memorable inducción al Salón de la Fama del Rock & Roll durante la que no rompió su hiato escénico más que para dar un discurso tan hilarante y cáustico como descarnadamente honesto. Cada aparición pública despertaba la misma pregunta: ¿volvería a tocar alguna vez? En el que es quizás el relato definitivo sobre su vida, el documental Still Bill de 2009, había respondido a esa pregunta de manera casi definitiva. “Estoy tratando de encontrar una razón. No es que sea vago, pero estoy esperando la oportunidad de sentirme motivado, aunque más no sea por el hecho de ponerme a hacer algo”. La música había aparecido para él como un deseo súbito y subrepticio, una inspiración atronadora que tomó su vida por asalto y lo devolvió converso. Entonces llegó la maquinaria industrial y ese ansia se transformó en un engranaje más de un sistema infausto que deglute a las almas sensibles para exprimirles hasta la última gota de autenticidad, conformándolos a medirse en una matriz en la que muchos otros han sido envasados antes. Bill Withers supo muy tempranamente que él y sus canciones habían roto cualquier molde, porque había volcado su corazón y —sobre todo— sus vivencias en ellas. No muchos pueden decir que han atravesado más de una vida en la misma existencia, y muchos menos que pudieron hacerlo como quisieron, retirándose en sus propios términos. Con él se fue uno de los últimos de una casta cada vez menos común: la de los hombres auténticos, criados a pesar de carencias de todo tipo (económicas, emocionales, educativas, de información) y que supieron salir adelante porque una fuerza de voluntad inusitada y arrasadora los asistió en su viaje por la vida. En su oscilante camino, Bill se llevó consigo aprendizajes diversos, que fueron el equipaje con el que se pertrechó en el ansia de domar lo inasible y comprender el misterio mismo de la existencia. La respuesta a esa incógnita eterna quedará con él para siempre, pero los que lo escuchamos alguna vez pudimos atisbar partes de ella a través del poder sincero y sabio de sus canciones.

cosas que hago en vez de un libro

Me encuentro en lo que podría describirse como el proceso de preparación para un libro que puede que escriba (o no). Como no tengo ni idea de qué entraña semejante misión -jamás me acerqué a la idea de escribir un libro más que en mi febril imaginación, donde además el proceso sólo aparecía en su faceta terminada, un logro sin desarrollo, una corona sin espinas, un trofeo sin campeón- decidí que la primera parte de ese proceso teórico sería la de la documentación. Pero no hablo de una documentación estricta, como la que podría encontrarse en una investigación, sino de en cierto modo documentarse para saber cómo se llevan a cabo las distintas maneras de narrar, las modalidades de explicar una cuestión, los núcleos a partir de los cuales se cuenta una historia. En especial para la misión que tengo estúpidamente decidido acometer: la de una biografía. ¡Maldita (y bendita) la hora en que para sacar algo de adentro mío decidí contar la historia de alguien más!

Como buen germinado de periodista, portador sano del virus que arruinó toda una generación, siempre me vi atraído hacia las biografías, las historias reales, aquello que parece demasiado bueno para ser cierto (o no) y que a partir del relato cobra un cariz épico, casi histórico, algo que quizás el recuento de los acontecimientos de forma lineal no podría tener por sí mismo. Hay algo mágico en ese proceso, un contagio que atraviesa a quien escribe esas palabras y que consiste, esencialmente, en una manera de expresar las obsesiones. Por supuesto, esta manía por saberlo todo acerca de un tema es compartida por el o los lectores (o al menos esto es lo deseable) de manera tal que hay quien se compromete a atravesar una jungla de datos en apariencia irrelevantes, testimonios de época de dudosa verificabilidad, montañas de documentación y artículos de prensa, granuladas fotos de valor apenas efímero, lo que fuera para echar un poco más de luz a aquella gran verdad: la de la propia existencia y su continuidad como historia, lo que salvaguarda a cualquier vida del inexorable olvido.

Tras haberme volcado durante un tiempo, con diverso éxito, a las biografías más entendidas como un formato clásico donde el autor es el receptáculo y el intérprete de diversas fuentes, en los últimos días me encontré curioseando el amplio mundo de una tradición que ha vuelto a cobrar relevancia en nuestros días, tal vez como antídoto a la feroz editorialización de la vida cotidiana: la historia oral. Se trata de un título confuso, cuyo concepto no podría ser más simple. La narración de los hechos ya no le pertenece a un escritor, quien toma la decisión de hacer un libro no se vuelve automáticamente el albacea de la información allí contenida; el escritor es más que nada un editor cuya intervención consiste esencialmente en recopilar y desgrabar testimonios para construir con ellos una especie de manto entretejido que cuente por sí mismo la historia. No estoy diciendo con esto que mi demorado y teórico libro vaya a agrandar el acervo de esta vieja y a la vez novedosa tradición, pero sí que no puedo dejar de admirarme por su particular factura.

En este sentido, This Searing Light, The Sun And Everything Else, la historia oral de Joy Division que fuera casi unánimemente ungida como uno de los mejores libros del año pasado, fue para mí una experiencia interesante. La historia la conocemos (casi) todos: grupo de rock de veinteañeros de una ciudad olvidada del norte trabajador británico (Manchester) aparece de forma fulgurante en el panorama de la época a caballo de una música tan hosca y oscura como existencialista y sensible; su cantante, el atildado Ian Curtis, padece los vericuetos de la fama, la duplicidad amorosa y una febril epilepsia y termina previsiblemente suicidado a los veintitrés años de edad, su legado eterno y a la vez dotado de cierta oscuridad inherente a las circunstancias de su fallecimiento. El escritor Jon Savage es un experimentado relator musical británico, que se encargó por ejemplo de la historia (no menos importante) de los inefables Sex Pistols y también del que se considera el documental definitivo sobre Joy Division, titulado como la banda. Pero su aporte narrativo es absolutamente nulo: se encarga de recopilar entrevistas (muchas de ellas copiadas textualmente de las que hizo para la película) y fuentes bibliográficas en la búsqueda de construir un relato al que organiza de forma lineal delimitándolo a través de los pocos meses (algo más de treinta y seis) que duró el grupo en su voluble existencia. También toma párrafos del que hasta ahora era el único testimonio presencial hecho libro de Joy Division, el sensacionalista Touching From A Distance que escribió Deborah, la abnegada y luego decepcionada esposa de Curtis, y los convierte en citas textuales que le quitan al volumen original toda esa tirria y cotillón innecesarios que hasta ahora opacaban lo que en verdad debía ser la historia: el paso del grupo como símbolo de una pequeña y en última instancia olvidable revolución musical, la entrega casi ritual a una experiencia como la de la “estrella de rock”, la sensación de finitud como tesis permanente de aquellas vidas que no esperaban la trascendencia. Tampoco esperaría trascendencia de This Searing Light…, que es más bien la traducción bibliográfica del documental que Savage había hecho casi trece años antes. Pero lo que sí es interesante es enmarcar la existencia de Joy Division en un contexto un poco más abarcativo, para intentar que el lector entienda que a veces puede haber mucho más en juego que una simple banda de rock.

Algo similar me pasó mirando el tercer episodio de los cuatro que tiene la última temporada hasta la fecha del (perdón la hipérbole) fundamental documental Hip-Hop Evolution que arrancó siendo un proyecto de la división canadiense de HBO para ser absorbido -en buena hora- por el interminable mundo de Netflix. Hablo puntualmente de este capítulo y no de todos los otros (son dieciséis) porque es el primero en el que la serie opta por dejar de contar historias de intérpretes y pasa a pintar el retrato de personalidades que en el género sobre el que discurre suelen ser tan importantes como (o más importantes que) el artista en sí: los productores. Por supuesto, algún episodio anterior recorrió la vida de algún beatmaker, o de ciertos tipos cuyo sonido alteró de alguna manera el siempre cambiante panorama de esta rama de la música negra, pero en el caso de este capítulo -cuyo marco temporal podemos definir en la primera década de los 2000- el viraje temático no es casual: nunca antes como en el tiempo que intenta reflejar los hacedores de sonidos fueron tan importantes, su arquitectura un molde en el que podían encajarse las voces más variadas. En particular, se pasa buena parte de sus cuarenta y pico de minutos hablando justificadamente de uno de estos personajes que pasaron a la destacada pero selecta eternidad del mundo del hip-hop, James Dewitt Yancey, conocido como Jay Dee y luego y de forma más definitiva como J Dilla. Yancey nació un 6 de febrero y murió un 10 de febrero, con 32 años separando esas dos fechas. En el medio se las arregló para él solito, encerrado en su cuarto, revolucionar -pero esta vez de verdad, con un tinte definitivo- la historia del género que trasuntaba y también la manera de hacer y entender la música (popular, contemporánea, negra) que lo circundaba. Las claves del trabajo de Dilla fueron un amor inveterado por la tradición y una pasión casi invencible por romper con sus convenciones. Quizás esta sea la verdadera fórmula para hacer algo trascendental: conocer los límites y romperlos (o moldearlos) a conciencia. El caso es que a diferencia de muchos malogrados jóvenes, Jay no se convirtió en estrella por haber muerto. La muerte simplemente privó al mundo de su genialidad y su talento, y solidificó la idea de que quienes habían podido disfrutar de él habían estado en presencia de una suerte de estrella fugaz. Apareció, brilló y se extinguió sin estridencias, con apenas su fulgor.

La muerte puede ser toda una experiencia cuando no llegás a vivirla del todo. Hace unos meses, tuve la oportunidad de verla tan de lejos como de cerca, insólitamente. De lejos, porque en realidad el colectivo que me impactó me dejó con un saldo menor (unas costillas rotas, un par de golpes fuertes, un par de días de internación) y de cerca, porque uno no puede evitar pensar en las diferencias milimétricas entre contarla y no contarla, entre estar y no estar, entre habitar la propia conciencia desde el momento mismo en que sentís el golpe y dejar de sentir en el segundo mismo en el que aquello pasa. Pienso hoy en aquello porque me veo obligado: cuando sos peatón y te choca un colectivo, media una demanda judicial, y ahí es donde las lesiones se transforman -merced a la avaricia que habita en todos los estamentos de esta sociedad que decidimos formar- en ansia de dinero, y a su vez también la experiencia que quizás quisieras olvidar para seguir adelante se vuelve un arrastre casi infinito a través de los años, los trámites, los estudios, las reuniones, los llamados telefónicos, los números y todo lo que no tiene absolutamente nada que ver con tu salud, tus secuelas, tus vivencias, tus miedos y tus alegrías. La experiencia de la muerte reducida a una chequera futura: eso es un accidente con suerte en la vía pública. Fin de la propia biografía.

Hay quienes para contar una historia toman las palabras de alguien más, como en una historia oral, y hay quienes además optan por transformarlas. Hace unos diez años, el pionero de la militancia afro-americana Gil Scott-Heron sacaba de manera inesperada el que a la postre sería su último disco, titulado con su típica ironía I’m New Here. La vida de Scott-Heron (que contó en una biografía que, por supuesto, me gustaría conseguir y leer) era apropiadamente fascinante antes de este destemplado regreso de las tinieblas. Sindicado como feroz activista de los derechos de su población en los ‘70, desde muy joven fue perseguido por su música y sus actitudes: tenía una relación íntima con la droga y ésta lo dominaría por completo entrados los fatídicos años ‘80. En una de sus frecuentes correrías con la ley caería preso y -ya en la cárcel- contraería HIV, lo que por supuesto comprometió el resto de su frágil existencia. Hacia los 2000, fuera de prisión, fue contactado por el fundador de la seminal discográfica británica XL Richard Russell, que con contrita admiración le sugirió grabar un último disco. Para entonces, el ex todo (músico, activista, escritor) era sólo un enfermo adicto al crack de sesenta años que aceptó casi sin chistar pese a que -dijo en una increíble entrevista con la revista New Yorker- este no era su disco sino el sueño que estaba ayudando a Russell a cumplir. Poco más de un año más tarde, Scott-Heron estaba muerto. Tras la salida de I’m New Here, su carrera se había visto revitalizada, incluso realzada en retrospectiva. Pero su vida se estaba terminando, y él la dejó terminar. Así, las canciones de este último disco (que escucho en este momento) suenan ominosas, confesionales, imposiblemente biográficas. La crudeza de las letras que Scott-Heron escribió y los dispersos, sensibles arreglos que Russell les puso arriba (y abajo, y a los costados) delatan una intención que sólo uno de ellos sabía que tenían. Pasó una década desde la aparición de I’m New Here, y hace unos días apareció un documento que le dio vida nueva a la historia de Scott-Heron transformándola, de algún modo, en su propia historia.

Makaya McCraven es un baterista de jazz que está cerca de los cuarenta años, pero cuya vida parece contener muchas más, en particular la de sus padres, el también baterista Stephen y la cantante húngara Agnes Zsigmondi. El caso es que a McCraven le fue encargada una tarea titánica: tomar las voces que Scott-Heron grabó para I’m New Here y componer nuevos arreglos, incluso nuevas canciones. El resultado se llama We’re New Again y su título es por demás profético: si nunca escuchaste el disco original, no sabrías que existió, pero a la vez su existencia es inextricable del resultado final de las exploraciones de McCraven. El sufrimiento, el dolor, la súplica, la historia, todo está allí. Pero el tratamiento toma una nueva luz cuando Makaya le añade elementos de su propia vida, de la música de sus padres (vía sampler) y las músicas en las que se crió y con las que decidió volver a vestir la inmensa figura de Scott-Heron. En el proceso, We’re New Again cuenta varias historias sin darle preponderancia a ninguna voz. Es simplemente la combinación de todas la que logra el mágico efecto deseado.

Lo mismo me está pasando con 78, el elefantiásico proyecto de Matías Bauso en el que acabo de meterme con brutal énfasis. Se trata, de nuevo, de una especie de historia oral sobre el Mundial de fútbol que se realizó en Argentina en 1978. Y digo “una especie” porque el propio Bauso se encarga de desmitificar el formato primero, y luego de subvertirlo aportándole bastante de su propia y muy lograda narración a las muchas fuentes -textuales, documentales y presenciales- en las que abreva para construir un monumental ensayo de casi 900 páginas en el que recorre mucho más que lo futbolístico, y ciertamente mucho más que lo que concierne a la dictadura militar (hasta aquí, el tropo más conocido con el que se ha relacionado la conquista del campeonato del mundo) adentrándose en el proyecto de selecciones de Menotti, la reacción del público, la organización como parábola del caos, el mentado rol de los medios y una cantidad de cuestiones conexas que es muy difícil describir someramente en un solo espacio. Sobre todo porque no están ordenadas según una jerarquía arbitraria sino que -y esto favorece enormemente a la narración- van apareciendo, yuxtaponiéndose, sacando al lector de una zona de confort para pasearlo por una digresión y luego traerlo a otra parte del relato. Se trata de un paseo muy delectable que logra además mostrar que sin ser preeminente, el autor puede ser también fundamental en una historia, en este caso, oral: como organizador de un relato, como interventor narrativo según lo juzgue necesario, como una suerte de titiritero del lector al no optar por las salidas fáciles ni dejar (esto es especialmente importante dada la sensibilidad del tema) nada, ninguna voz, ningún testimonio o documento, por fuera de su amplia visión. Quizás ese sea el secreto: no hay que buscar contar una historia, aunque se parta de una pregunta fundamental. Hay que poner en juego todo lo que se sabe, entremezclarlo, reformular. Quizás en algún momento de esa búsqueda aparezca la respuesta a aquella pregunta primigenia, quizás no. De cualquier manera, vale la pena intentarlo.

hombre de mala sangre

Michael Peterson está muerto y no lo sabe. Su vida terminó una noche hace quince años, cuando según su relato entró a su mansión de Durham, North Carolina tras haber retozado por un rato fumando su pipa cerca de la piscina y encontró a su mujer Kathleen al pie de la escalera circular que llevaba al primer piso. La rodeaba un gigantesco charco de sangre que había oscurecido con sus salpicaduras las paredes beige y terminaba en el recoveco donde su cuerpo, apenas vivo, respiraba sus últimos alientos. Desesperado, Peterson llamó al 911 y a duras penas pudo reproducir la horrenda escena que estaba presenciando: la mujer que amaba más que a nada en el mundo se desangraba, su cabeza destrozada, exhalando pesadamente a medida que su vida y la de toda su familia entraban en un vórtice del que no saldrían nunca más. Shakespeare, poeta al que Peterson -él mismo un escritor millonario, aunque de dudoso talento- gustaba citar de memoria, palabra por palabra, escribió alguna vez que en nuestra existencia «yacen escondidas más de mil muertes»1. Es justo decir que esa madrugada de 2001, Michael Peterson empezaba a batallar con una comprensión superior de las proféticas palabras del Bardo, lucha que le valdría vivir muchas muertes, vaya paradoja, dentro de una sola vida.

La confusa y expansiva historia del tornado que arrasó la vida de los Peterson puede repasarse en toda su ignominia en la brillante serie documental francesa Soupçons, cuyo título original se traduce como “sospechas” pero que recibió a su retransmisión por la BBC el nombre con el que se la conoce más popularmente, The Staircase. Dirigida por el documentalista gersois Jean-Xavier de Lestrade, The Staircase empezó a filmarse ni bien Peterson fue acusado del homicidio de su mujer, y su realización original abarcó al juicio que la oficina de fiscales del condado de Durham decidió proseguir contra él. Durante todo el proceso, Peterson afirmó que lo que había sido una noche de verano típica de dos exitosos profesionales de mediana edad (una película, un par de botellas de buen vino, horas de conversación al borde de la pileta) había terminado en tragedia cuando Kathleen -afectada por el alcohol y el Valium que tomaba para dormir- resbaló en la angosta curva de la escalera y se precipitó, su cuerpo alcoholizado sin resistencia y a merced de la impiadosa gravedad, contra la pared que envolvía a los peldaños en su peculiar arco. Tanto la escalera como la casa eran habitual motivo de conversación de la comunidad de Durham, que veía a los Peterson como el ejemplo perfecto de una pareja feliz: él un politólogo graduado en Duke que había logrado amalgamar su capacidad intelectual con sus experiencias en la guerra de Vietnam en varios libros de ficción semi biográfica de considerable éxito, y ella la primera ingeniera civil en ser aceptada en la misma Duke, transformándose en una exitosa ejecutiva en el mundo ebullente de las telecomunicaciones. Su familia ensamblada también parecía sacada de un cuento: aunque Michael y Kathleen no habían tenido hijos, bajo el techo de la inmensa mansión convivían en plena generosidad y entendimiento junto a Caitlin, fruto del primer matrimonio de ella, los hijos de él, Clayton y Todd, y Margaret y Martha, a quienes Michael había adoptado en 1985 después de la trágica muerte de Elizabeth Ratliff, amiga de la familia Peterson de los tiempos en que vivían en una base aérea al noroeste de Alemania.

Pero, por supuesto, no todos pensaban en el edén cuando veían a los Peterson. Las ácidas pesquisas de las autoridades empezaron a poco de que Kathleen muriera, y sus hallazgos pretendieron echar algo de luz a los secretos de esta aparente familia perfecta. Comenzaba la segunda muerte de Michael Peterson. El proceso se conoce en la siempre lodosa política estadounidense como character assassination, y vaya si Michael tenía flancos donde apuntar los golpes. En los años subsiguientes a su instalación en North Carolina, se había transformado en una de las voces críticas más fuertes del condado, sus frecuentes dardos (que lanzaba como columnista político del Herald-Sun de Durham) apuntados a la justicia, la policía y el sistema de representación bajo cuyo paragüas se hallaban sus conciudadanos. Tanto conocimiento lo había llevado, también, a la arena eleccionaria, donde fallidas pero controversiales campañas para alcalde y diputado habían elevado aún más su ya considerable perfil. Fue durante una de ellas que cometió una de sus primeras gaffes, al afirmar que tenía dos corazones púrpura por sus heridas sirviendo al país, que lo dejaron incapacitado. Nada de esto era cierto: Peterson no se había lastimado peleando, sino que lo habían mandado a casa tras un accidente de auto. Qué credibilidad puede tener un hombre que ha basado su vida en una mentira, se preguntaba entonces el duro fiscal James Hardin al tiempo que le mostraba otra evidencia al jurado, una tan amarilla que su atractivo era imposible de negar. Durante todo su matrimonio con Kathleen, Michael había mantenido encuentros sexuales pagos con taxi boys a los que les pedía que se vistieran -de qué otra cosa si no- de conscriptos. Ese no es el comportamiento de una familia feliz, pontificaba la asistente del fiscal Freda Black en su marcado drawl texano, y paulatinamente las conciencias de los doce tipos que dictaminarían la vida y el futuro de Michael Peterson cambiaban para siempre, irradiadas sobre ellas las miserias más íntimas de un hombre no tan común.

alt text

Sin embargo, a lo largo de este extenso proceso de demolición de su persona pública y privada Peterson se veía calmado y seguro de sí mismo. Gran parte de su aplomo se desprendía, sin dudas, de la confianza depositada en él por su prole, que profesaba una fe ciega en las acciones de su pater familias. Algo de eso puede rastrearse también en los personajes principales de las series con las que The Staircase ha sido inevitablemente emparentada, Steven Avery de Making A Murderer y Adnan Syed, el recientemente exonerado protagonista de la primera temporada del podcast Serial. Después de todo, la familia es tradicionalmente la última frontera: perder su apoyo significaría haber dejado de pisar tierra firme, dirigirse sin rumbo a lo desconocido. De hecho -y tal como le pasara a Avery unos años después- las voces de disidencia más relevantes respecto a la historia de Michael que se elevaron durante su proceso legal partieron del núcleo mismo de su grupo familiar. Tanto la hermana de Kathleen, Candace, como su hija Caitlin (otrora vocera de su padre adoptivo) son las únicas personas cercanas a Peterson que sostienen que quizás hay algo más detrás de lo que se atreve a contar, algo mucho más oscuro y que tiene que ver con uno o varios de los secretos que el escritor le mantuvo bien guardados a los miembros de su hogar extendido. Las similitudes con Serial y, especialmente, con Making A Murderer no se detienen allí, por supuesto. El principal eje al que los realizadores de los tres documentales apuntaron con precisión y dureza se mantiene impávido, tan centenario como la propia democracia que lo ampara. El sistema legal estadounidense, con sus decisiones tan cuestionables como aparentemente arbitrarias, demuestra que el dinero (factor clave de diferenciación entre Avery/Syed y Peterson) no suele ser óbice para que cesen las persecuciones sino más bien el lubricante y combustible que alimenta las inequidades y la connivencia.

La primera parte de The Staircase culmina con un apéndice desgarrador: el fallo a través del cual doce jurados condenan a Michael Peterson a pasar el resto de sus días en prisión sin la posibilidad de solicitar una salida anticipada. Las principales razones que los llevaron a proferir semejante castigo fueron, a prima facie, factuales: las múltiples laceraciones en la parte trasera del cráneo de la fallecida, la cantidad de sangre en la escena y el patrón irregular de sus salpicaduras fueron considerados por el jurado como datos incompatibles con la escena descripta originalmente por el acusado. Comenzaba así una nueva muerte para Peterson, la del lento y paulatino peregrinar por los tribunales buscando una nueva oportunidad para declamar y comprobar su inocencia. El sistema en el que todos los yanquis confían, con su inversión de la carga de la prueba, supuso para él una culpabilidad que luego se encargó de cuadrar mediante una manipulación antojadiza de la evidencia disponible, pero de eso nos enteraremos recién durante The Last Chance, subtítulo de la secuela de The Staircase, rodada durante las audiencias que le permitieron a Michael respirar de nuevo el aire de la libertad que le había sido negada por la impericia del estado que debió haberlo protegido. Duane Deaver, supuesto experto en criminalística y testigo estrella de la fiscalía, fue acusado en 2010 de manipular pruebas de sangrado para cuadrarlas con los casos que perseguía el condado de Durham. Esta primera muestra de la incapacidad (o animosidad) manifiesta2 por parte del grupo de fiscales que llevó la causa contra Peterson fue lo que posibilitó que -aún con todas las instancias de apelación denegadas- ocho años después de su encarcelamiento original Michael pudiera volver a North Carolina, arresto domiciliario mediante, y esperar por un nuevo juicio que determinara su potencial responsabilidad en la muerte de su esposa, ocurrida ya una década antes. Nadie podrá devolverle nada de lo perdido, ni la vida de Kathleen ni esos años a la sombra. Es justo preguntarse si en este punto la inocencia -principio primero y último del derecho- podrá valer de algo para Peterson, un hombre que ha sido despojado de todas sus libertades y, en el proceso, de buena parte de su fuerza vital.

En 2014, un juez levantó la restricción del arresto domiciliario a Michael, de setenta años. Para entonces había cumplido meticulosamente con cada uno de los requerimientos de su libertad vigilada por más de treinta meses, inmerso en un purgatorio legal que suponía que su vida no era tanto suya como de los policías y empleados judiciales que debían monitorearlo periódicamente. Hasta donde se sabe, continúa viviendo en Durham, en la misma casa inmensa en la que su esposa encontró la muerte en circunstancias tan poco claras que es posible que nunca se descubran realmente. El nuevo proceso legal que dará la palabra final sobre su culpabilidad en el fallecimiento de Kathleen viene demorándose, aunque se supone que comenzará en noviembre de este año, con de Lestrade una vez más detrás de las cámaras -y las personas- registrándolo todo para el episodio final de The Staircase. Pocos días después, exactamente el 9 de diciembre, se cumplirán quince años desde que una escalera se transformó en el centro de una disputa interminable, que se llevó consigo las vidas de todos los que alguna vez la recorrieron. La de Kathleen fue la primera y más trágica de muchas muertes, pero nadie sabe mejor que Michael Peterson lo que es morir no una sino muchas veces. Me recuerda a la reflexión final de “El Que Se Llora”, uno de los mejores cuentos de Saer: la existencia de Michael Peterson se ha transformado al mismo tiempo en recuerdo y anticipación. Parado en la gran llanura de su pena, sus pensamientos recorrerán durante el resto de sus días el espacio circular, vacío y monótono de lo que le queda de vida.


  1. «What’s yet in this, that bears the name of life? Yet in this life lie hid more thousand deaths: yet death we fear, that makes these odds all even.» Measure For Measure (1603), acto III, escena 1. 

  2. Un googleo superficial de los actores involucrados sugiere que esta trama puede expandirse: así lo demuestran las historias de los ex asistentes del fiscal Freda Black y Michael Nifong [PDF] y de Tracey Cline, fiscal en las audiencias de 2011. 

dénsela a messi

Desde anoche me encuentro recordando una cita de Brecht que me gusta bastante, y que me hace pensar en la relación que tenemos los argentinos con Messi. Está en la obrita sobre la vida de Galileo, Leben Des Galilei. En un momento el tipo discute con uno de sus discípulos y le sostiene el argumento de que el trabajo de los científicos es lo opuesto al conocimiento y que no hay nada especialmente destacable en eso; que la idea de la labor del científico no es el descubrimiento como si saliera de un repollo sino más bien la eliminación -por la vía del socavamiento paulatino que supone el trabajo constante en una materia determinada- del margen de error. Herido en su orgullo de proto-prohombre, el discípulo le espeta un ácido «¡pobre del país que no tiene héroes!». Galileo (o Brecht en la piel de éste) le responde, somero y sagaz, «No. Pobre del país que necesita héroes.»

Expiar las frustraciones en los destinos y maledicencias de los muchachos que corren tras los gajos de cuero es, en realidad, el gran deporte argentino. En derredor de esta práctica nos gusta construir mitos, rivalidades, ficciones; el famoso “folclore” representado en lo absurdo de un amor que jamás podrá ser correspondido pues es el amor a lo inasible, a eso que no podemos controlar. ¿Cómo enamorarse de los vericuetos del destino? Supongo que todo empezó con la familiaridad que supone la relación de ciertos equipos con los lugares en los que nacieron (ser de un cuadro era, a veces todavía es, ser del barrio) y luego esta mística se trasladó a la camiseta celeste y blanca: un principio aglutinante, un lugar donde todos podemos alentar a los mismos tipos sin importar qué blasones vistamos domingo a domingo, incluso sin importar si alentamos a blasón alguno. Paradójicamente, o quizás no, el amor por la selección argentina nació en el peor momento moral de la nación: el mundial del ‘78 y su gesta patriótica, Menotti y su lirismo que armó el andamiaje de lo que se convertiría en una constante a lo largo de los años y las frecuentes decepciones puntuadas por las esporádicas gestas épicas. Quiso el destino ese al que el argentino mistifica que entre eso que fuimos y esto que somos apareciera la supernova futbolística que combinó en él lo apolíneo y lo dionisíaco, que rompió el molde del ser argentino y nos ancló en un imposible. Nunca más pudimos abandonar el triunfalismo maradoniano, por y a pesar del propio Diego. Ahí estaba nuestro héroe, la historia magnífica y casi de ficción. Lo tuvimos a él, el tipo que redefinió el fútbol y nos imprimió en la historia para siempre, y para siempre volvimos a buscar esa historia que nunca dejó de ser esquiva.

El último y más ilustre depositario de semejantes expectativas es (quizás fue) Messi. Pasó los primeros años de su carrera en la selección tratando de despegarse de todo ese bagaje, aumentado en su caso por la lupa dual de no haber jugado nunca en nuestras canchas y ser parte del mejor equipo de la era moderna en un tiempo en que es más fácil mirar al Barcelona por tevé que ir, digamos, a Villa Maipú a ver a Chacarita jugando de local. Es cierto que en esos días de juvenilia parecía sobrepasado y hasta cansado de la “responsabilidad” de vestir la camiseta argentina. No es para menos: desde el inicio de su periplo nacional, la norma fue una esperanza desmedida en sus capacidades que chocaba invariablemente con el impasible paredón de la realidad, la crítica despiadada apuntando sus cañones ya no a la incapacidad de los entrenadores o dirigentes sino a la culpa del supuesto astro, el fenómeno teórico, en el más reciente fracaso. Su tira y afloja con el equipo no lo ayudó públicamente, claro, pero con el tiempo -calculo que la madurez y la paternidad ayudan a ganar perspectiva- Messi mismo se dio cuenta de que lo que le faltaba era levantar el último y esquivo trofeo con la camiseta argentina, como un Rosebud inverso: si Charlie Kane pasó su vida extrañando un trineo que tenía cuando niño y que fue lo único que su fortuna no pudo darle, Lionel se dio cuenta de que su vida (pública y tal vez privada) no estaría completa hasta que pudiera tocar el metal del que están hechos los sueños de la mayoría de los que alguna vez patearon una pelota. La fama, la fortuna y los logros no son nada sin un sueño, y Messi fue a por ese sueño, aunque no fuera necesariamente el suyo. Fue una vez, dos veces, tres veces. Siempre le tocó sufrir, como al Ulises de Tennyson, y siempre quiso mostrar el temple del héroe que el país necesitaba que él fuera.

alt text

Tanta construcción heroica en derredor de la figura de Messi evitó que se colara en el discurso acerca de su rendimiento en el seleccionado una realidad: la generación a la que le ha tocado nutrirlo, primero, y acompañarlo después ha fracasado de maneras mucho peores a la suya; tanto es así que el panorama post Messi se antoja, para la camiseta y para el fútbol argentinos, bastante penumbroso. Esta Copa América del Centenario, un invento que corrió riesgo de no realizarse y que fue legitimado por la FIFA sólo a partir de los millones de dólares aportados por Estados Unidos -y de la intervención de sus agencias de seguridad e investigación en el descalabro organizacional de la entidad- no pudo llegar en un peor momento para la AFA, que se enfrenta a los coletazos del escándalo financiero de su organización madre que suponen el blanqueo de manejos espurios con el dinero que el Estado argentino aportó por las televisaciones del torneo local. En este ánimo de acefalía e incertidumbre, el equipo dirigido por Martino fue hasta Estados Unidos para terminar con una historia de frustraciones e hizo exactamente lo contrario. Mucho tuvo que ver en este ánimo el propio entrenador, apenas uno más en la peligrosamente larga lista de tipos que dirigieron a Messi y no supieron cómo rodearlo sin caer en el facilismo de convocar a sus amigos para hacerlo sentir cómodo. Tal vez en ese extenso repaso apenas se resguarden del escarnio el breve ciclo de Sabella y el convulsionado mundial de Sudáfrica con -vaya paradoja- Maradona al mando; si el primero logró hacerlo llegar a una final del mundo fue porque el segundo lo había convencido de que podía ser, tal como Diego alguna vez, el diez y capitán campeón con la selección. Pero aún así ninguno pudo fabricar del todo la red de contención emocional y futbolística que Messi necesita, al parecer, para brillar. El Messi de Sudáfrica apareció, hacia el trágico final, desbordado; el de Brasil ni siquiera se vio, perdido en la soledad de ser la opción de desequilibrio por excelencia en un equipo pensado desde la solidez.

Así y todo, Martino consiguió construir algo que se parecía bastante a lo que el astro necesitaba para desplegarse por completo. Lo curioso es que esta idea lo dejaba en un rol casi secundario, que es tal vez aquel en el que se siente más cómodo: lejos de las heroicas apiladas, más cerca de los últimos treinta metros de definición certera y del pase punzante, Messi jugó en Estados Unidos el mejor torneo que le recuerde desde que está en la selección. Encontró en Banega -quien a su vez se encontró a sí mismo- el socio ideal en la conducción, en el discutido Higuaín al centrodelantero que finalizara las pocas que no le quedaban y en Rojo al lateral izquierdo punzante que tanto le gusta tener en Can Barça. Hablamos de un equipo que incluso pudo sobreponerse a las lesiones de jugadores otrora fundamentales (Pastore, Biglia, Di María). Sin embargo, es la eclosión de esto último en una final a la que varios jugadores llegaron en inferioridad de condiciones lo que cuestiona la cualidad de seleccionador de Martino. En una final áspera y muy física no supo, o no pudo, encontrar en el banco de suplentes las alternativas para un once titular por debajo de su rendimiento atlético ideal; muchos de los allí sentados tampoco estaban al ciento por ciento. La consecuencia fue otra vez un Messi aislado, enfrentándose a los molinos de viento de la defensa chilena con setenta metros por recorrer, vapuleado por las ausencias de un elenco soporte que lo había ayudado de manera capital en las instancias anteriores. El héroe que portaba orgulloso la bandera terminó volviéndose un solitario kamikaze. Enfrentado a la tarea titánica de portar en sus espaldas la ilusión de millones, chocó una y otra vez, sacrificó su físico y su capacidad, fue herido y supo levantarse. La historia dirá, sin embargo, que sucumbió al peso de su responsabilidad, que erró cuando no debía, y olvidará cruel como es todas las demás instancias.

Un día antes del partido Messi hizo una distinción discursiva interesante: le dijo a un periodista que perder la final no sería un fracaso, aunque sí una decepción. Su actitud después de errar el penal fue profética, el peso aquel desmoronándose sobre su espalda, cubriéndolo con el velo fatal de la tragedia que parece perseguirlo cada vez que se calza la diez a bastones celestes y blancos. Viéndolo en cuclillas, derrotado aún antes de perder como intuyendo que la nube negra se erguiría una vez más sobre su figura, no pude evitar pensar en aquello que dijera el Galileo parafraseado (o inventado) por Brecht. Me dio la sensación de que lo que le duele a Messi no es haber perdido sino saber que de nuevo el pueblo al que representa le daría la espalda, ignorando todo lo que intentó en su búsqueda de gloria por permanecer fijado a ese amor desmesurado por lo intangible que nos hace desear que todavía existan los héroes en un tiempo en que lo verdaderamente heroico es caerse y seguir intentando levantarse, aún con todas las chances en contra. Por el bien de esa construcción mística, esperemos que Lionel quiera volver a ponerse de pie, aunque nadie podría culparlo si -a diferencia de Ulises- eligiera no hacerlo.

One equal temper of heroic hearts,
made weak by time and fate,
but strong in will
to strive, to seek, to find,
and not to yield.

Ulysses”, Alfred Lord Tennyson (1842)

a sonic shoulder

Una de mis pasiones secretas es descubrir el origen de las palabras. Desde muy chico me recuerdo buscándolas en el diccionario, amplificando mi curiosidad por el lenguaje y sus vericuetos a través de lo que se conoce como etimología. Desconozco el origen de esta tendencia, pero supongo que se inició por inquietud y prosiguió a lo largo de los años a partir de la fascinación que ciertas historias me despertaron (y todavía me despiertan). Una de las más geniales que recuerdo es patrimonio de un vocablo que es también uno de los más originales y únicos de la lengua inglesa, tan difícil de traducir que aunque ha sido adaptado a varios idiomas ninguna de sus definiciones le hace demasiada justicia. La palabra en cuestión, serendipity, refiere a una ocurrencia beneficiosa que deviene de una situación accidental o casual, y que se diferencia de la mera casualidad justamente por esa capacidad satisfactoria. Cuentan los libros que la invención de este vocablo corre por parte de un tal Horace Walpole, arquetípico homme de lettres de la aristocracia británica en tiempos georgianos que en 1754 le escribió al diplomático Horace Mann, también inglés él, y lo usó para describir un descubrimiento inesperado igualando aquella situación a la descripta en la fábula originalmente conocida como Peregrinaggio Di Tre Giovani Figliuoli Del Re Di Serendippo, y que circulaba en la Inglaterra de aquellos días como The Three Princes Of Serendip1. En ella, el rey Giaffer de Serendippo (hoy Sri Lanka) exilia a sus tres hijos al desierto por negarse a tomar su trono. Allí, el trío sorprende a un mercader que ha perdido su camello describiéndoselo con precisión. Azorado, el hombre los acusa de habérselo robado y los acusa ante el emperador Beramo. Cuando se enfrentan a él, los hermanos son capaces de demostrar que han descripto al animal por pura deducción, a partir de los elementos circundantes. En ese momento, un viajante entra a la corte del emperador diciendo que ha encontrado al camello perdido, vagando en el desierto.

Toda esta reflexión parte de un episodio de serendipia (tal la inflexión aceptada en nuestro idioma) que me pasó en estos días, cuando la confirmación de la esperada primera visita a nuestro país de Wilco me sorprendió inmerso en una de esas obsesiones habituales, en este caso abriéndome paso a través de los muchos brazos que tiene la obra de Tweedy y los suyos. Me da la sensación de que (al menos para los que vivimos en esta parte del mundo) la música de Wilco es un gusto que se va adquiriendo -y adhiriendo- con el paso de los años. Después de todo, aparecieron cuando éramos adolescentes, pero en aquel momento nada hacía presagiar que se transformarían en una de las bandas fundamentales para la época de transición hacia la modernidad que vivimos hoy, uno de los pocos bastiones de tradicionalismo no retrógrada (o retro-rock) que nos queda a los que crecimos escuchando música en la radio, grabando cassettes, intercambiando CDs y abrochando fanzines. Nacieron como un desprendimiento -llamarlos continuidad es una injusticia- de Uncle Tupelo, que era una banda más bien clásica, respetuosa de la amplia tradición de la americana y que tenía sus reservas a la hora de prenderse en lo que estaba pasando con el rock de los ‘90: esta iconoclastia se puede rastrear en su último disco Anodyne (1993), una colección de canciones acústicas en medio del furor de lo que se conocía entonces como “rock alternativo”, categoría en la que muchos querían meter -con fórceps- a los Tupelo. Hay en ese fundamentalismo un trasfondo adolescente (o post-adolescente): los pibes que se niegan a crecer, a dejar atrás lo que conocieron. Los dos primeros discos de Wilco después de echar a Jay Farrar (que hizo Son Volt y siguió con el rendidor sonido country) y encolumnarse tras la figura de Tweedy también vienen por ahí, sobre todo A.M., pero en un movimiento que parece concertado entre el crecimiento de la gente que los iba a ver y compraba sus discos y el suyo propio, Wilco empezó a escuchar su propia voz y dejar al costado (nunca atrás) la de la tradición.

Probablemente por eso le tengo tanto afecto a una rama en especial del árbol del que hablaba antes. I Am Trying To Break Your Heart es un documental que cronica el dificultoso devenir que dio luz a Yankee Hotel Foxtrot, probablemente la obra cumbre de Wilco pero por sobre todo el momento de quiebre en la historia del grupo. A su manera, el film es también un acto de serendipia: un realizador se le acercó a Tweedy proponiéndole registrar el particular proceso de grabación del álbum, que estaban llevando a cabo en su flamante casa-estudio The Loft en Chicago, y se encontró sin quererlo con uno de los reflejos más memorables de la compleja relación que los espíritus creativos pueden tener entre sí y (en especial) con la pata comercial de la cuestión. Buena parte de la película se encarga de contar en primera persona los detalles tragicómicos del conflicto entre el grupo y Warner Bros., que en una historia conocida viró de darles libertad creativa absoluta a pagarles por irse del sello y -en un final entre absurdo y salomónico- volver a comprarles el disco terminado una vez que la banda demostró la valía de las canciones que habían grabado. Pero lo mejor del documental, más allá de lo que haya quedado en la historia, no está ahí sino en el relato de las obvias tensiones que se cuecen al calor de un periodo de reclusión y experimentación tan extenso como el que prohijó Yankee Hotel Foxtrot. Por eso lamento que el director Sam Jones haya elegido no hacer hincapié en Loose Fur, el proyecto con el que Tweedy desató los nudos de su creatividad. Pero es entendible: demasiado tenía ya en su plato con lo que pasaba puertas adentro de Wilco, un grupo humano que estaba experimentando los dolores propios de crecer y las dificultades que surgen del desafío de dar un salto al vacío. Cuando -casi dos años después de iniciadas las sesiones de grabación- Yankee Hotel Foxtrot fue finalmente editado sólo quedaban tres miembros de aquel quinteto que entró al Loft. En I Am Trying To Break Your Heart no se ve la salida del baterista Ken Coomer, pero sí hace su última y funesta aparición Jay Bennett, coautor de la mayoría de las músicas del álbum a quien le darían la providencial patada en el culo a poco de terminarlo. Bennett murió solo, pobre y olvidado ocho años después; a esa altura, Wilco ya era una banda reconocida a nivel mundial. No hay metáfora ahí, sino la más dura y absurda realidad: para crecer también hay que saber despedirse, y aunque seguramente no sea sin dolor, la clave está en tomar carrera y animarse a saltar pese a todo.

alt text

Toda la tensión que deja entrever la historia de Yankee Hotel Foxtrot se refleja de manera nada tangencial en su contenido. Las canciones resuenan con un aire familiar, casi pastoral, pero hay en ellas una naturaleza inquietante. Como si fuera poco con todo lo que les había costado -humana y financieramente- editarlo, la fecha de salida que habían programado para el disco fue profética: 11 de septiembre de 2001. Para entonces ya los habían echado de Reprise, sello con el que tenían una larga historia de conflictos2, y el grupo respondió a la filtración de los temas que componían su nuevo álbum con un movimiento que los introdujo de primera mano en la modernidad a la que también apuntaba su nueva paleta sonora: lo pusieron en streaming en su sitio web, una idea remanida en nuestros días pero virtualmente inédita hace quince años. Recuerdo haberlo escuchado en la casa de un amigo, con la tristeza del dial-up como cómplice y enemigo; las canciones llegándonos entrecortadas pero su sentimiento completo. Para complementar la aguda situación sociopolítica global, Argentina no pasaba precisamente por un buen momento económico: los humos funestos de diciembre ya empezaban a respirarse en un humor social mezcla de desesperanza y desconsuelo. Algo de todo eso había también en Yankee Hotel Foxtrot, un disco que habla de la pérdida de la inocencia con una voz muy elocuente, transmitiendo un trasfondo de optimismo entre la confusión. Los entuertos del amor vistos desde la perspectiva de una primera persona tan analítica como desconcertada eran casi un guiño al adolescente que era en aquel momento, pero resonarían con mucha más fuerza en los años venideros. Wilco había encontrado la forma material y emocional de atravesar el zeitgeist de una época desoladora sin romperlo, sino simplemente reflejándose en él para brillar. Quince años después, todavía nos gusta Yankee Hotel Foxtrot, todavía recurrimos a él, todavía nos reconocemos en sus desventuras y también en sus alegrías.

Tal vez porque esa fuerza emotiva es inimitable, o tal vez porque simplemente fue el combustible perfecto para seguir jugándose plenos en la ruleta de la vida, Wilco nunca repitió la fórmula que los llevó a una obra memorable como Yankee Hotel Foxtrot. A Ghost Is Born, su continuador casi inmediato, trae consigo algunos de los yeites experimentales aprendidos en esa larga estadía en el Loft, pero nada -o muy poco- de su cancionística; de seguro algo tiene que ver con la ida de Bennett (que le ponía música a los delirios de Tweedy) pero más que nada hay en su desenfocada ambición una búsqueda necesaria, como meter la punta del pie en el agua para ver a qué temperatura nos gusta más. También eso es parte de madurar: una vez que uno está cómodo con quien es no hace falta andar pensando en el qué dirán. Esto fue precisamente lo que pareció pasarle a Tweedy y Wilco en los años venideros. Entre gira y gira fueron perfeccionando un sonido en el que el experimento está al servicio de la composición -y no al revés- contentándose con el logro nada menor de construir una gran canción. Por supuesto, esto no le gustó a la prensa “especializada”. En su crítica a Sky Blue Sky, los ñoños de Pitchfork notaron la prevalencia de lo que llamaron «el gen dad-rock» de Wilco. Fue peyorativamente: para la intelligentsia era impensable que un grupo que había hallado su eje en el riesgo absoluto fuera capaz de cederle ese espacio a algo tan «soso» como hacer canciones. Sky Blue Sky, sin embargo, contiene varias de las mejores composiciones de Wilco: “Impossible Germany”, “Hate It Here”, “Shake It Off”, todas ellas ejemplos perfectos de lo que es saber crecer, tomar las mejores lecciones de las muchas que se aprenden en la vida y sintetizarlas en una existencia equilibrada, sustanciosa y sensible. Como si fuera poco, en su manía rutera presagiaron la necesidad cada vez más creciente de salir a tocar como modo de subsistencia y relevancia. Esta es otra lección aprendida de los Dylan, los Young, los McCartney y que durante mucho tiempo fue renegada por buena parte de la escena, que prefería la facilidad de los discos a la dificultad de tocar noche tras noche. No es el caso de Wilco: es en el vivo donde todo lo que son cataliza, crece, se desarrolla, toma intensidad y se hace evidente.

Por eso, y por todas las razones que cada uno quiera buscarle, es importante que podamos ver alguna vez a Wilco en este suelo tan particular y tan nuestro. Dicen los libros que la serendipia es un «hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual», esto es, la felicidad de darnos cuenta de que hasta los hechos más pequeños del universo a veces conspiran para brindarnos una felicidad inesperada. No es este un momento en el que sea fácil expresar alegría, sobre todo cuando la palabra misma ha sido tomada y subvertida, transformada en su preciso opuesto. Entonces, pienso, quizás muchos encuentren en su visita la serendipia de una circunstancia menor que haga que enfrenten la vida con la garra necesaria como para seguir creciendo. Sólo recuerden: Wilco will love you, baby.


  1. La fábula en sí tiene una historia tan interesante como la palabra: no se sabe quién la tradujo al inglés (aunque se supone que fue a partir de la versión francesa), tiene que ver con Las Mil Y Una Noches, es versionada en el Talmud y aparece en Zadig de Voltaire, una de las primeras novelas de detectives. 

  2. Todo empezó con Being There, el segundo disco de Wilco, al que querían lanzar como álbum doble. Reprise aceptó, pero se quedó con las regalías que le correspondían a la banda, que se perdió de embolsarse unos 600 mil dólares. 

honestismo brutal

Entre marzo de 1997 y marzo de 1998 se publicaron por primera vez en Argentina los tres tomos que compusieron La Voluntad: Una Historia De La Militancia Revolucionaria En Argentina. Escrito como una suerte de novela de no-ficción, este racconto a través de los pormenores de las distintas izquierdas (y sus facciones armadas) y su lugar dentro de la triste historia del país en los años posteriores a la caída y proscripción del peronismo y después, durante el último gobierno de Perón y la dictadura militar que se inició en 1976, se convirtió rápida y quizás sorpresivamente en uno de los libros fundamentales de la historiografía argentina. Había sido escrito en conjunto por dos autores, cada uno de ellos de particular vínculo con las temáticas abordadas: Eduardo Anguita, cuadro del ERP que estuvo preso más de diez años y fue amnistiado por Alfonsín, y Martín Caparrós, que se exilió en París después del golpe del ‘76. Criticado por la escolástica, que lo acusó de demasiado simplista y enfocado en los grandes números de venta (que alcanzó con bastante facilidad), La Voluntad se las arregló, sin embargo, para ser un libro pionero en el intento de reconstrucción histórica de las muchas narrativas que se dieron cita en una época caracterizada por bruscos cambios sociopolíticos que hicieron eclosión en años de cruenta oscuridad. Parte del atractivo de La Voluntad radicaba en la manera en que se estructuraba su discurso, elaborado cuidadosamente para parecer y ser verosímil; más que un material académico, Anguita y Caparrós (especialmente Caparrós) parecían buscar recrear en las muchas páginas de su elefantiásico volumen aquella “novela imposible” que fuera el sueño inconcluso de Rodolfo Walsh. Había en La Voluntad (que se reeditó en 2006, esta vez en cinco volúmenes) una manera tangible de recrear una era bastante difícil de imaginar, devenida sin lugar a dudas de la sutil y necesaria combinación de un hombre de acción como Anguita con un observador nato y de filoso sentido de la realidad como Caparrós.

Más de una década después, convertido a la sazón en uno de los analistas políticos de referencia para la intelligentsia del país, Caparrós editaría un libro que poco y nada tenía que ver con La Voluntad (aunque, a decir verdad, casi nada de su obra posterior tiene demasiado parentesco con éste) pero que a su manera también buscaba ser una suerte de diagnóstico sobre el momento político de su país de origen; un ensayo veloz y urgente de respuesta a una situación social tan encendida como necesitada de explicaciones. El libro en cuestión, Argentinismos, nace en principio como una reacción de Caparrós a la repetición y amplificación mediática del término “destituyente”, que en aquellos tiempos de 2011 se usaba en relación a las centrales agropecuarias y su insistencia reaccionaria en debilitar al gobierno de entonces en pos de hacer caer la resolución 125/2008, que establecía un sistema de retenciones impositivas móviles para los grandes monocultivos. Empezando desde este -un término de los varios que le legó al habla de los argentinos la florida terminología filoperonista de los momentos más épicos del discurso kirchnerista- Caparrós se aviene a elaborar una especie de diccionario (que en realidad no termina conteniendo tantos términos, tal su afán crítico, más que enciclopédico) de las palabras más oídas en el habla de sus compatriotas, en especial durante esos días de ácidos cruces dialécticos que subiendo desde las calles (y las rutas) terminaron permeando duras jornadas de debate legislativo. A diferencia de La Voluntad, que se volvió parte de un canon, Argentinismos pasó rápidamente al olvido, sumergido en partes iguales por la marejada de la realidad y el énfasis que el propio autor le puso a la difusión de su otra obra de aquel entonces, la novela ganadora del premio Herralde Los Living. Sin embargo, una de sus definiciones (la más astuta, quizás) llegó sin quererlo a permanecer relevante. Se trata del neologismo honestismo, una manera interesante de hacer referencia al discurso -muy presente en los medios de comunicación y el habla política- centrado en las denuncias de corrupción y su efecto en la sociedad. Advierte Caparrós que «la corrupción existe y hace daño. Pero también existe y hace daño esta tendencia general a atribuirle todos los males».

Por supuesto, este análisis fenomenológico no es exclusivo de la época en que Caparrós se enfoca para elaborarlo; él mismo aclara que el momento de mayor influencia del honestismo en la esfera de la opinión pública se dio hacia 1999, cuando la funesta alianza entre la UCR y el Frepaso se convocó en torno a las no menos tristes premisas de Agulla & Baccetti quienes conscientes de la imagen de corrupción descontrolada de la administración menemista (y su consiguiente descrédito popular) se propusieron erigir a su candidato en una oposición diametral; esto es, en una demostración de lo probo y frugal entre tanto despilfarro y desvergüenza. «Muchas campañas políticas se basan en el honestismo, muchos políticos aprovechan su arraigo popular para centrar sus discursos en la denuncia de la corrupción y dejar de lado definiciones políticas, sociales, económicas. El honestismo es la tristeza más insistente de la democracia argentina, la idea de que cualquier análisis debe basarse en la pregunta criminal: quiénes roban, quiénes no roban. Como si no pudiéramos pensar más allá», escribió entonces y es imposible resistirse a la tentación de extrapolar sus palabras -tal como lo hiciera él entre aquellos finales de los ‘90 y el preocupante 2011- con el momento político actual del país. Es en particular relevante hacerlo a la luz de los acontecimientos que este enfoque puede y sabe ocultar, un manejo discursivo hábil y escrupuloso (en nuestros días por acción del think tank político-publicitario que da combustible a una nueva alianza) que busca ocultar en el fragor de la pregunta criminal los virajes políticos y económicos de una gestión. Desde 2013 no lo leemos a Caparrós hablar de honestismo, pero el término que acuñó ha sido retomado con insistencia por muchos analistas políticos que ven en él y en su definición e implicancias un barómetro de lo que está pasando a nivel mediático en la Argentina de hoy. Ante un hervidero de conflictividad social, alimentado por decisiones gubernamentales que benefician a sectores empresariales, la comunicación es clara: todo lo que ocurra, toda medida que se imponga es apenas una respuesta “dolorosa” a aquel despilfarro que, como a fines de los ‘90, se antoja como la raíz misma de todos los males. Una vez más la corrupción asoma su infausta cabeza y es su látigo el que nos sume a todos, por la vía de la deshonestidad, en el fárrago de la miseria. Nuestros gobernantes, cual mártires, apenas pueden atinar a buscar a tientas la salida de este círculo vicioso en el que los procederes deshonestos anulan por sí mismos toda discusión sobre lo político, pues plantean la extinción del principio moral que rige toda sociedad, el de la solidaridad con el que menos tiene.

alt text

En el nuevo documental sobre su figura -último, según promete su speech de venta- Requiem For The American Dream el linguista Noam Chomsky postula varias de sus visiones sobre la situación socioeconómica contemporánea, entre ellas justamente la de la desaparición del principio de solidaridad y muchas otras que podrían extrapolarse fácilmente a la sociedad argentina1, si bien el epicentro de las reflexiones de Chomsky es obviamente la política estadounidense en la que vive y de la que ha sido ferviente deconstructor desde los ‘60 que lo vieron nacer como activista por los derechos civiles. Pensar Requiem For The American Dream (que se puede encontrar en Netflix) como argentino debe ser casi tan interesante como analizarla como yanqui que se prepara para las elecciones, ya sea porque las situaciones descriptas no varían tanto (supongo que no lo hacen para casi ninguna sociedad de políticas liberales) o porque de manera creciente y determinada la concepción económica que domina hoy Argentina ha virado hacia un enfoque mucho más deudo de los Estados Unidos, su poder financiero y sus reglas de mercado. Es allí donde Chomsky hace pie, y se nota que es donde mejor se siente parado: en la crítica precisa y descarnada al sistema financiero que regula el mundo contemporáneo, y a la manera en que ha logrado desplazar del centro de la escena al mundo de la producción y el trabajo mientras consiguió también una concentración de la riqueza escandalosa, mucho mayor a cualquiera que hayamos visto en la historia; el famoso one percent que es el que decide los rumbos económicos del mundo a partir de una acumulación de capital irrisoria. Postula Chomsky que allí yace también la causa principal de la desigualdad y la pobreza, y uno no puede más que concordar. Más allá de las características y los caracteres específicos de las distintas sociedades, queda bastante claro que el problema no son los pobres que roban, sino los ricos que buscan tener más de lo que tienen.

Viendo el film, que se estructura como una suerte de decálogo para la acumulación de riqueza donde Chomsky expone lo que para él son los ejes que hacen que esta se vuelva cada vez más obscena e indetenible, me queda poca duda de que si se pusiera a pensar en lo que pasa en Argentina añadiría a alguno de estos puntos la definición de honestismo, o al menos alguna de sus características. No estoy igualando a dos pensadores muy disímiles en casi todos los sentidos, pero donde en Argentinismos Caparrós expone algo como «si hay tantos pobres –y se los cuida tan poco y tan mal– la causa se ve menos en el reparto de las riquezas y el abandono de las obligaciones del Estado que en el desvío de ciertos fondos menores. […] La discusión política es el tema que el show de la corrupción supo evitar» Chomsky insiste en señalar que el objetivo del capitalismo (quizás del liberalismo, si actualizáramos un poco su construcción del discurso tan setentista) es dividir a las poblaciones a partir de enfrentamientos tan vanos y vacíos como el que reaparece periódicamente en la esfera mediática local si sus gobernantes se enfundan en la bandera de luchadores contra la corrupción y se calzan los galones de prohombres honestos. La fórmula es clara, más que nada por su reaparición ex profeso en los discursos de quienes quieren hacerle lugar a los mismos poderes que, tras retirarse hace tiempo, regresan hoy a por los mismos propósitos. En el caso de nuestro país, estas fuerzas son representadas por los grandes grupos financieros, que sometieron a nuestra economía a sus empréstitos condicionados y estafaron al erario público sin purgar por ello condena alguna. Pocas existencias corporizan más la encrucijada del honestismo que la del ministro de Hacienda Alfonso de Prat-Gay, quien celebrara el acuerdo con los fondos buitre (holdouts en el argot financiero, más amigable para con sus prácticas) hace pocas semanas, años después de haber sido uno de los responsables indirectos de la peor estafa al tesoro de la Nación como representante de la banca transnacional J.P. Morgan2. Luego, el mismo Prat-Gay se encargó, ya como parte del BCRA, de esconder el consecuente vaciamiento de las cuentas del Estado fraguando sus balances. En ese momento ya había pasado el que parece ser el umbral mismo del honestismo, el de la esfera privada contra la cosa pública, pero ya era tarde: el daño estaba hecho.

Por supuesto, la corrupción es uno de los grandes males de todo proceso económico. El subterfugio de la aclaración se hace innecesario, sin embargo, cuando se piensa en todo eso que la idea misma de cargarle a este fenómeno la responsabilidad de las miserias de la humanidad esconde. La trama es no sólo falaz, sino cómplice. La brutalidad de la especulación financiera es tal que se las arregla para pasar desapercibida y trasladar la culpa a las sociedades que se ven presas de sus avatares, enfrentándolas en facciones para dividirlas y reinar con los dedos firmemente plantados al volante de la famosa mano invisible que domina el mercado. Lo que resta, suponiendo -sin resignación sino con visión de realidad- que la corrupción es un síntoma a combatir y no una causa sine qua non de los problemas estructurales que nos acucian como sociedad, es entender qué es lo que se pone en juego a la hora de un cambio de enfoque tan violento en sus modos como elocuente en sus fines. El análisis no puede ceñirse sólo a los casos de corrupción que son la vedette de las primeras planas mediáticas sino que debe ser parte de un cuadro de situación, como los ítems del ánalisis de Chomsky: si nos están contando que alguien se robó algo del Estado evidentemente algo mucho más reprochable está pasando puertas adentro, ahí donde la especulación de los privados con los fondos públicos blanquea su discurso entre apretones de manos, se limpia de contenido en despachos cerrados, se disfraza de salvación en conferencias de prensa y le escapa por un tiempo a la invariable realización de que el peor desfalco es el que viste de traje pero no compite en ninguna elección.


  1. Es interesante, por ejemplo, pensar la hipótesis de privatización del sistema de educación estatal de EE.UU. a la luz de los conflictos con el presupuesto universitario. 

  2. Federico Sturzenegger, hoy presidente del Banco Central, fue parte de la pata estatal del desfalco. 

el enigma de una muerte

En la cálida paz que emana de los últimos días de la primavera, cuando la lacerante caricia de los rayos del sol empieza a develarnos la inminencia del verano, un hombre y su esposa hacían su habitual caminata diaria por la plácida costanera que bordea a las playas de Somerton -un suburbio del balneario de Glenelg, en el sur de Australia- cuando una visión algo estrambótica los obligó a detener la mirada, antes perdida en la inmensidad del horizonte, por unos instantes. Sentado con la espalda apoyada en la pared del dique, justo donde el cemento se une con la arena, un hombre muy bien vestido parecía intentar dominar su propio cuerpo para prenderse un cigarrillo. Una, dos veces vieron John Bain Lyons (joyero de profesión, reconocido prohombre de Glenelg) y su mujer que este señor alzaba su mano derecha para acercársela a la boca, sólo para volver a dejarla caer hacia el lado de su cuerpo como preso de un estupor que lo imposibilitaba a ejecutar hasta la más sencilla de las acciones. No era raro, pensaron ambos, encontrarse con jóvenes durmiendo la mona en la playa tras extensas festividades -típicas tanto de la época primaveral como del carácter etílico del pueblo australiano- pero esto sí que era peculiar. El tipo parecía un hombre de bien, su traje bien prolijo y sus zapatos (esto les pareció lo más extraño) impecablemente pulidos. Quién baja a la arena con zapatos de punta, conversaron de manera casual los Lyons antes de seguir con su recorrido y olvidarse, no sin cierta sorpresa, de la existencia del pobre borracho. Un rato después, otra parejita pasó a pie, esta vez por cerca del hombre, en camino a las escaleras que los devolverían a la civilización alejándolos de la calma utópica que respiran las orillas del océano. Otra vez la misma escena: un tipo de traje y corbata, zapatos impecables, apoyado contra la pared con sus piernas extendidas, los pies cruzados uno sobre el otro. Sólo que esta vez no había en él intento alguno por disimular -o luchar contra- su estado. Se limitaba a estar ahí, como dormido, su cara invadida por los implacables mosquitos que son aliados estratégicos de los climas calurosos y húmedos. La pareja en cuestión, esta vez más joven que el señor y la señora Lyons, procedió a observarlo con la complicidad de quien ha vivido varias borracheras y siguió su camino rumbo al abrasador ritmo de la modernidad.

Corría 1948. La segunda guerra mundial había terminado, y la alianza prometía el fin de los actos barbáricos que la habían caracterizado con la creación de las Naciones Unidas. Sin embargo, para Gran Bretaña, no todo era esperanza. El racionamiento y las pocas oportunidades laborales habían hecho del otrora imperio un lugar áspero para vivir. Escaseaba la comida, escaseaban también las energías de un pueblo que había visto partir a muchos de los suyos para no volver. Las cosas no eran demasiado distintas para Australia, que había vivido de las dádivas de la corona británica y tenía que empezar a rebuscárselas para sobrevivir en un mundo que había dejado atrás los horrores de la guerra pero pasaría mucho tiempo intentando reconstruir el tejido social que había quedado devastado a partir de ella. Comenzaba un periodo que sería conocido por la ausencia de enfrentamientos armados, pero no de implicancias bélicas. En tal sentido, Australia se transformó en un importante recurso estratégico para los aliados: su posición en las costas del Pacífico, muy cerca del continente asiático en el que tenían bastante interés y a su vez a mitad de camino entre el europeo y el americano, hacía del país un sitio ideal para instalar potentes caballerizas listas para salir al abordaje en cuanto sonara el clarín del conflicto, en una estratagema de demostración de poder bélico que sería una de las marcas más características de la guerra fría. Hacia 1947, no muy lejos de las pacíficas playas de Somerton, se alzó en una extensa porción de tierra no explorada una de las bases militares más trágicamente célebres de las que se tenga memoria, el complejo que se conoció con el nombre de Woomera Park. Dentro de los 122 mil kilómetros cuadrados de extensión de la “ciudad” de Woomera, aparecía por entonces un cartel que sin demasiadas precisiones ordenaba a los automovilistas a no detenerse. Dicha advertencia tenía una razón bastante fundada: en ese límite comenzaba el campo de pruebas de Woomera Park, en el que a mediados de los años ‘50 el ejército británico ensayaría descargas nucleares en lo que fue conocido como las pruebas de Maralinga, por el nombre original de las tierras, a su vez devenido de las poblaciones autóctonas del lugar. Mantenidas en estricto secreto por décadas, pero reveladas a partir de las inquisiciones periodísticas típicas de los ‘70, las pruebas de Maralinga son una de las manchas más tétricas de la guerra fría, la comprobación misma de que el terror de la guerra nuclear siempre estuvo más cerca de lo que se creía. Además, ayudaron a echar un poco de luz sobre Woomera, una base militar cuya existencia había sido ultra secreta durante los años más espesos de la posguerra, y con una muy buena razón: nadie quiere pensar que muy cerca de donde se baña entre las olas se cuece un guiso mucho más espeso, y difícil de digerir.

Eso precisamente acababa de hacer nuestro amigo John Lyons en la mañana del primero de diciembre de 1948, cuando una visión vuelve a llamar su atención tal como en la tarde anterior. Hombre de prodigiosa memoria, dotado de un sentido de observación agudizado por los pormenores de su profesión, Lyons es sorprendido por la improvisada reunión de una serie heterogénea de personas en derredor de aquella pared donde la mañana anterior él y su señora hubieran divisado al beodo del prolijo vestir y el fino calzado. Picado de curiosidad, se acerca a la turba y divisa en medio de la herradura que han dibujado sin saberlo al mismo hombre, pero esta vez, algo en él le da a John Bain Lyons la última de todas las certidumbres: allí donde ayer había un simple borracho yace hoy algo mucho peor, más denso y final que la más pesada de las resacas. Comienza entonces otra historia, una en la que lo que faltará ante la más certera de las verdades, la de la muerte, será el resto de las respuestas al resto de las preguntas. El hombre cuyo cuerpo sin vida descansara recostado contra la pared, con un cigarrillo a medio consumir en la solapa de su camisa -quizás lograra, finalmente, encenderlo, pensó John Lyons- sería llevado al hospital. Allí situarían la hora estimada de su deceso entre las primeras de la madrugada, y se lo atribuirían a una falla en su corazón. Sin embargo, notarían los forenses, nada en el atlético cuerpo de este paciente de unos cuarenta años hacía suponer la posibilidad de una enfermedad cardíaca; más bien su hígado lleno de sangre y su bazo dilatado sugerían algo mucho peor. Con aquellos síntomas, la hipótesis del envenenamiento no parecía descabellada, pero no había en su organismo rastros de veneno alguno. De la misma manera, en sus prolijas ropas no se veía signo alguno que lo identificara. Todas las etiquetas de marca y de nombre de propietario -algo muy común en aquellos días- habían sido arrancadas y sus bolsillos estaban vacíos salvo por un peine, un paquete de chicles y dos boletos, uno de colectivo a Glenelg y otro de tren hacia Henley Beach, al sur. Los investigadores dirigieron su atención, entonces, a la estación de tren, donde tras unos días encontraron una valija sin reclamar que, entendieron, pertenecía al difunto. Dentro de esta, como en una absurda mamushka, más misterios: ropa sin identificaciones, un destornillador, un cuchillo pequeño, unas tijeras. Lo único que pudieron sacar de este hallazgo otrora prometedor fue el itinerario del hombre, que evidentemente había perdido su tren a Henley Beach y optado por tomarse un colectivo a Glenelg.

Pasarían meses hasta que en junio de 1949 un equipo de patólogos forenses hiciera un último y aterrador descubrimiento que es, a su vez, el último y desconcertante misterio en torno a la identidad del muerto. En un bolsillo (el clásico sitio que los pantalones tienen para los relojes de mano), cuidadosamente enrollado, se encontró un diminuto trozo de papel con una inscripción al mismo tiempo profética y enigmática: tamam shud. Los bibliotecarios consultados concluyeron que esa frase pertenecía al final de un libro fundamental de la cultura británica, el Rubaiyat del persa Omar Khayyám que fuera traducido al inglés en 1859 por Edward FitzGerald y a partir de allí se transformara en un fenómeno cultural de proporciones sorpresivas. El Rubaiyat, en realidad una serie de cuartetas -tal el significado de su título- recolectadas y ordenadas por FitzGerald, culminaba con la frase que se encontró en el bolsillo del muerto, y que quería decir, literalmente, terminado.

alt text

Una de las primeras traducciones del Rubaiyat al español (ciertamente la más célebre) data de una fecha incierta, cercana a la década del ‘20. Su autor es un tal Jorge Guillermo Borges, abogado y poeta de pocos versos que es más conocido por haberse convertido, en 1899, en padre nada menos que de Jorge Luis. Borges hijo heredó la pasión poética de su progenitor; es de hecho conocida aquella cita donde lo responsabiliza por haberle revelado que las palabras eran también “símbolos mágicos y música”. Pero fue particularmente el Rubaiyat el que se transformó en una obsesión tanto para el padre, como para el hijo. El primero sublimó en él, en su delicada poética y su prodigioso balance entre lo terreno y lo divino, sus propias y poco realizadas ambiciones artísticas. Su traducción, que aparentemente le habría llevado unos cuantos años, es -como la de FitzGerald antes de la suya- una interpretación, una versión libre (con omisiones y añadiduras) del particular espíritu del astrónomo Khayyám. En el caso del segundo, la búsqueda de su padre imprimió en él una fuerte evocación. Tal vez viera en los esquivos versos del Rubaiyat una analogía a la pertinaz vocación de su padre, que pese a venir de una familia prestigiosa y desarrollar una respetable carrera como abogado siempre buscó la poesía; fue él quien de hecho lo ayudó a publicar una versión incompleta de su trabajo en la revista Proa, que editaba. Sea cual fuera el caso, las cuartetas de Khayyám son una referencia reiterada entre las muchas que encierra su obra, de forma tal que hasta llegó a escribir un pequeño ensayo dedicado, justamente, a las vicisitudes que dieron vida a su traducción a las lenguas de Occidente. En las mismas páginas de Proa, Jorge Luis escribió que «en las Rubaiyat se lee que la historia universal es un espectáculo que Dios concibe, representa y contempla; esta especulación […] nos dejaría pensar que el inglés pudo recrear al persa porque ambos eran, esencialmente, Dios, o caras momentáneas de Dios.» En el ensayo, al que tituló “El Enigma De Edward FitzGerald”, Borges concluye con su habitual solemnidad que «toda colaboración es misteriosa».

Quiso el destino, amigo él de Borges hijo, que el Rubaiyat se transformara en protagonista de un misterio que le hubiera delectado. Poco después de hallado el trozo de papel en el bolsillo del hombre misterioso, la policía lanzó una convocatoria mediática en pos de dar con la edición precisa de la que este se había arrancado y, por ende, con algunas pistas sobre la identidad del muerto. Contra todas las probabilidades, el 23 de julio de 1949 un hombre se apareció en la comisaría de Adelaide con una copia del libro y una historia por demás extraña: en diciembre, poco después de la aparición del cuerpo trajeado en la playa, su cuñado lo había encontrado a los pies del asiento trasero de un auto que él mantenía estacionado a pocos metros de la playa, y que usaban esporádicamente para dar algún que otro paseo juntos. Sin entender bien, cada uno de ellos pensó que debía pertenecer al otro, y así el libro -lanzado en 1941 por una editorial neocelandesa- pasó seis meses en la guantera hasta que alertados por la repercusión mediática del caso lo abrieron y descubrieron que, de hecho, la parte final de la última página había sido arrancada. En la contratapa, la policía descubrió un número de teléfono, escrito en lápiz con una caligrafía mínima, que pertenecía a una casa que estaba también a pocas cuadras de donde el hombre había sido hallado. Los atendió una enfermera de veintitantos años que, para su sorpresa, les dijo que en efecto le había regalado una copia del Rubaiyat a un soldado durante la guerra. La chica le pidió a la policía mantener su nombre en reserva, y por ello durante décadas se la conoció, apenas, como Jestyn. Cuando los investigadores fueron a buscar al depositario de su presente, empero, se encontraron con que él -Alfred Boxall, teniente de la armada- no sólo estaba vivo sino que además conservaba el libro intacto, últimas palabras incluidas. Jestyn había afirmado no conocer al muerto, pero (cuentan las crónicas de la época) cuando se le mostró un molde de yeso de su rostro apartó la mirada y dio la impresión de estar a punto de desmayarse. Sin embargo, su absoluta reserva sobre el caso, derivada quizás de su reciente compromiso y posterior casamiento (y tal vez de una intención manifiesta de esconder sus correrías premaritales) hizo que la ambición de conocer la identidad del hombre del traje y los zapatos en la playa se transformara en uno de los misterios más grandes del siglo XX.

¿Qué es lo que nos atrae tanto de la muerte como para buscar, tantos años después, esclarecer este caso? Después de todo, el enigmático hombre de Somerton no había sido reclamado por ningún familiar. Nadie prendió una vela por él, y si lo hicieron, ciertamente su fulgor no llegó a las costas australianas. Hace un tiempo, el ingeniero y profesor de la universidad de Adelaide Derek Abbott, principal interesado en resolver el enigma1, afirmaba que el principio que lo mueve es casi un imperativo moral: preservar a esta persona de la “total deshumanización”, la de la pérdida de identidad. Es por eso que Abbott, junto con un grupo de entusiastas, brega porque se le permita inhumar el cadáver embalsamado del hombre en pos de encontrar cualquier huella de ADN -una tecnología no disponible en aquel tiempo- que permita resolver, o al menos acercarse a una resolución, de este auténtico arcano. Pero no puede negarse, menos en el tiempo en que vivimos, un rastro notorio de fascinación por el morbo, y por la inminencia misma y final de la muerte. Se trata, en definitiva, del último y más inasible de los misterios; añadirle a su propia naturaleza esquiva e indeterminada un rasgo tan marcado de incertidumbre es una receta irresistible que explica, y casi justifica, su inmanencia como tópico de conversación y debate. Tal vez hablar una y otra vez de las arenas australianas, del traje yanqui, de los zapatos lustrados y los boletos usados nos ayude a soñar con escapar de nuestra propia mortalidad; quizás la resolución de semejante incógnita sea un mísero subterfugio para pasar por el escollo de los días ocupando la mente en nimiedades en lugar de sufrir pensando que nosotros también, algún día, tendremos que enfrentarnos cara a cara con Caronte y dirimir con él el desenlace mismo de nuestro propio, y último, misterio.

En 2013, la televisión australiana -en particular el señero programa de investigación 60 Minutes, de origen estadounidense- consiguió un valioso testimonio: familiares de Jestyn dieron detalles de la relación entre la enfermera y el muerto misterioso. Según su hija Kate, Jestyn -cuyo nombre real era Jessica Thomsen, y que había muerto seis años antes- le había revelado que de hecho sí conocía al fallecido, y que le había mentido a la policía por temor a que sus jefes (a los que mencionó como “más importantes que la policía, y que el gobierno”) vinieran a buscarla. En la entrevista, Kate especula con que tanto su madre como el hombre pudieran ser espías rusos, ya que su madre sabía hablar ruso fluidamente, y se ocupaba de enseñarle inglés a inmigrantes. También menciona la posibilidad de que la muerte haya tenido que ver con un hijo ilegítimo que Jestyn hubiera dado a luz poco antes, al que identificaron como Robin, hermano mayor de Kate fallecido en 2009. Los responsables de esta última hipótesis son la mujer de Robin, Roma, y su hija Rachel, que a la sazón -y en un dato no menor- está casada con el profesor Abbott. Sea como fuere, todo cae en el terreno de la especulación, como para no dejar de alimentar ni el misterio ni el dínamo que hace andar las vidas de todos los que se ven involucrados en él. Mientras tanto, el cuerpo a través del que fluyen todas las energías, y todos los interrogantes, yace en una tumba sin nombre en el cementerio de West Terrace, en Adelaide, esperando por todas las respuestas menos por la última, que fuera la que desató todas las demás preguntas. Cada tanto, un ramo de flores aparece junto a su lápida. Nadie sabe quién lo puso ahí. Nadie, tampoco, se anima a preguntar.

For in and out, above, about, below,
‘tis nothing but a Magic Shadow-show,
play’d in a Box whose Candle is the Sun,
‘round which we Phantom Figures come and go.

Rubaiyat, Omar Khayyám, traducción por Edward FitzGerald (1859)


  1. Tanto como para abrir un tópico de Reddit, una petición de Change.org y hasta una campaña de recaudación para lograrlo. 

una cena en abilene

En la calurosa tarde de Coleman, típica de las zonas más profundas del centro mismo de Texas, una pareja visita a los padres de ella. Para refugiarse del sol, juegan plácidamente al dominó en el porche de la casa hasta que al padre se le ocurre una actividad para el resto del día: manejar hasta Abilene, a unos noventa kilómetros al norte de Coleman, y cenar allí. Su hija cree que es una buena idea y por ende su marido -pese a dudar de la empresa por la temperatura y la distancia a recorrer- acepta el convite, aunque se pregunta si su suegra querrá también hacer el viaje en cuestión. Ella es la última en acceder, pero lo hace sin problemas: no ha estado en Abilene en mucho tiempo, y le parece una propuesta interesante buscar un restaurante en la ciudad. Al emprender el recorrido, empero, el grupo choca de frente con la realidad. Sí, hace muchísimo calor; sí, la ruta a Abilene no es precisamente una autopista. Un tanto cansados, eligen un lugar apenas llegan al pueblo, pero al sentarse a comer descubren que sus platos no resultan para nada placenteros. Por el contrario, entre el hartazgo del viaje de ida y el simple pensar en el viaje de vuelta, los endebles sabores se hacen aún menos tolerables. Mientras el demorado regreso discurre en los caminos, uno a uno van mostrando su desaprobación hacia la aventura propuesta por el padre. Su mujer afirma que hubiera preferido quedarse en la casa, pero que no quería sonar aguafiestas; el yerno dice haber aceptado para satisfacer los humores de todos; su hija concluye que salir a la ruta con ese calor era cosa de locos, pero que accedió porque lo notaba entusiasmado. Sorprendido por la situación, el padre revela que la única razón por la que había sugerido el viaje era su percepción de que todos estaban aburridos, pero que si era por él, ir a Abilene tampoco le parecía una idea brillante. Durante el resto del trayecto a casa, los cuatro permanecen en el silencio del habitáculo, azorados de haber hecho algo que ninguno de ellos quería sólo por creer que los demás sí deseaban hacerlo.

Esta pequeña historia, conocida como la paradoja de Abilene [PDF], es usada en psicología cognitiva como ejemplo de las muchas dinámicas que puede tomar el pensamiento de grupo. En este caso, nos dice la teoría, las personas pueden sentir aversión a escaparle a actuar en contra de la que perciben como la opinión mayoritaria y, por tanto, socialmente aceptada. De algún modo hay similitudes con la falacia ad populum, sólo que en este caso la principal diferencia reside en que la percepción lleva a la acción, no sólo a la formación de opinión. Si nos trasladamos a la contemporaneidad, veremos numerosos ejemplos de la falacia de Abilene en acción, pero ninguno más elocuente que los festivales musicales masivos. Se trata de una costumbre que según algunos se encuentra en decadencia, pero que aún así es un buen reflejo de lo trascendental de la formación de opinión en el mundo del entretenimiento y de la conversión de este en un proveedor ya no de conocimiento o cultura, sino de momentos pasibles de transformarse, a su vez, en contenido personal a compartir como parte de una narrativa colectiva. En su génesis, los festivales “de rock” comportaban una postura tan ideológica como estética. No hace falta volver a los remanidos ejemplos que nos legó la generación hippie, inspiradora de la universalización del formato de festival, para entender que el concepto detrás de estos eventos no era meramente musical. Visto a través del prisma de aquella utopía, un festival permitía la reunión de un montón de espíritus afines en un ámbito abierto, libre de la persecución y las férreas reglas que la sociedad quería imponerles. Poco ha quedado hoy de aquello. Los festivales musicales, otrora apropiación de (e identificación con) un código común, se han vuelto una imposición, una manera imprescindible de ponerse al día con el zeitgeist contemporáneo a través de la asistencia a un evento imperdible.

Sin embargo la experiencia, replicada hasta el hartazgo, se ha convertido en una previsible parodia de sí misma. Hace no mucho, en una lúcida decisión editorial, el New York Times anunció que no enviaría cronistas a Coachella y Bonnaroo, dos de los eventos musicales más populares del verano yanqui1. Sus razones son tan atendibles como sintomáticas de la relación que se ha establecido entre la música y el público masivo y la manera en que estos dos factores intersectan en la figura de los festivales. En la nota que escribieron explicándose, los editores del Times apuntan directamente a la uniformidad de los actos que se presentan en cada evento, y la idea de que esta previsibilidad unida a la oferta cada vez más divagante y poco inspirada de grupos y festivales en sí nos expone a una circunstancia en la que la vuelta a las bases (lugares pequeños, eventos artesanales bien curados) se impone ante la mercantilización creciente de los conceptos que hasta hace no mucho movilizaron a la cultura popular. No es casualidad que este tipo de reacciones se den en la era del streaming, en la que el aluvión de contenido replicado en diversas plataformas obliga al escucha -convertido ad hoc en consumidor- a un proceso de decisión en el que los gustos personales, y no la imposición de la actualidad, vuelven a tomar el volante. Rápidos de reflejos (y atendiendo a la preponderancia cada vez mayor de los viejos conocidos por sobre los efímeros grupos nuevos en los servicios de streaming) los organizadores de Coachella anunciaron esta semana su nueva creación Desert Trip, un festival en el que se presentarán músicos como Bob Dylan, Paul McCartney y Neil Young: tipos que hasta no hace mucho eran los “dinosaurios” que evidenciaban el amor de la cultura por su propio pasado y representaban las funestas consecuencias de esta tendencia son vistos hoy como la mejor alternativa posible a la moribunda -y deficitaria de atención- escena del mainstream musical-comercial. De todos modos, lejos de aparecer como un renuncie, Desert Trip le da los editorialistas del Times material para indignarse un buen rato: además de los shows, ofrece una serie de “amenities” que más que reivindicar la experiencia de un festival de música y arte, la siguen volviendo un triste remedo de lo que alguna vez fue.

alt text

Irónicamente, una de las noticias musicales del año se dio en torno a uno de estos festivales. Se trata de una de las más honrosas excepciones en el amplio mundo de los eventos masivos; también de una de las mejores excepciones en el universo no menos inmenso de la música popular contemporánea. Uno de los principales motivos por el que Coachella, Bonnaroo y otros del estilo fueron tomando vuelo y popularidad fue que la gran mayoría de los artistas que decidían regresar al ruedo (otra enfermedad de nuestros tiempos) lo hacían en estos escenarios. Las razones eran varias, visibilidad y dinero las principales, pero también la posibilidad de coordinar su agenda entre el verano europeo y el estadounidense, saltando de festival en festival. No es que esta tendencia haya desaparecido, pero los regresos que en otro tiempo fueran noticia terminaron convirtiéndose -al igual que los eventos que los reciben- en un acontecimiento tan previsible como, a veces, indeseable. Sin embargo, en 2016, el Primavera Sound que se hace en el Parc del Fòrum barcelonés, pegadito al mar, logró agrupar dos vueltas de esas que todavía logran alzar una que otra ceja: la de The Avalanches (legendaria banda-de-un-disco) y, mejor aún, la de nada menos que Radiohead presentando las canciones de su prometido nuevo álbum, primero para ellos desde The King Of Limbs, de 2011. El regreso de Yorke, los hermanos Greenwood, Selway, Godrich y los demás (?) es siempre una buena nueva para el público y, también, para la industria: sus ambiciosos álbumes suelen transformarse en una combinación saludable de aventura a través de las facetas más experimentales de la composición popular y ambición por sacudir los paradigmas del contexto en que aparecen. Dicho de otro modo, cuando Radiohead siente que tiene algo para decir, no lo hace a la ligera; cada una de sus acciones comporta el peso de un grupo muy consciente de su lugar en el espectro de la música popular contemporánea, que se debate entre los escrúpulos que esta posición supone y sus deseos de (en palabras de Simon Reynolds) romper todo y empezar de nuevo.

La comunidad que recopila y publica noticias de música en internet es, además, bastante afín a las correrías de Radiohead. Por ende, cuando la semana pasada el grupo le envió un misterioso panfleto a los suscriptores de su lista de correo, el maremoto especulativo comenzó con su ristra de preguntas retóricas tendientes a dilucidar las motivaciones detrás de lo poco que se revelaba en esas palabras. El punto álgido de la estratagema del grupo, sin embargo, vino poco después: durante el fin de semana, las cuentas que tenían en redes sociales se pusieron literalmente en blanco borrando su contenido, aunque no desapareciendo. Pareció un acto dotado de clara intencionalidad: por un lado utilizar una suerte de reliquia moderna como el correo para el acto mismo de la comunicación mientras que por el otro se borraba el rastro del grupo en internet, quemando la bruja, por así decirlo, de lo superfluo. La relación ambigua de la banda con el ciberespacio es conocida, y de alguna forma es un desprendimiento de la manera en que sitúan su obra en el contexto posmoderno. Radiohead es otro grupo que se niega a aparecer en las plataformas de streaming aduciendo que estos sitios son empresas leoninas, cómplices circunstanciales de los sellos discográficos en el desfalco que son los derechos de autor, pero de ningún modo puede aducirse o verse allí una negativa a la actualización inevitable que propone la modernidad: después de todo son ellos los que probaron los límites de la apropiación de la propia obra en el contexto anárquico de la web con su ya legendaria (y fundacional) campaña de lanzamiento de In Rainbows. Lo que sí se ve es una distinción entre el recurso de internet y sus añadiduras descartables. Allá por 2007, le mostraron a cualquier banda que era posible ser dueño de sus creaciones y comercializarlas por motu proprio sin la intervención del mercado, y una década después parecían sugerir, esta vez dirigiéndose al público, que no era necesario estar todo el día atento a las redes sociales para recibir las noticias que son importantes de verdad. Hay aquí también un pequeño gesto de ironía para con los medios online, que hicieron noticiable un hecho trivial como el cambio de imagen de perfil de la cuenta de Twitter y Facebook de una banda cantando todos al unísono una tonta canción.

Ayer martes, con el lanzamiento de “Burn The Witch” (la canción a la que hacía referencia el panfleto), se develó la verdadera intención detrás de lo que terminó siendo una muy astuta movida de marketing o, más bien, un happening muy bien pensado. La idea misma del happening (que surge en los ‘50 como una derivación del performance-art improvisado) parte de la tríada que se establece entre la provocación al público, su participación y la improvisación colectiva; la catarata de teorías que se desprendió del vacío de las redes sociales de Radiohead bien podría formar parte de este último eje temático. De todas maneras, no puede dejar de hacerse hincapié en que el anuncio de la aparición del corto en cuestión -otro utensilio moderno, el videoclip- fue hecho a través de las propias redes sociales que habían sido hasta el minuto anterior el centro mismo del acto de rebeldía que desató las especulaciones y trajo el nombre de Radiohead a la atención de la comunidad de internet, ni que su regreso será justamente en un festival musical, esa figura a la que algunos se apuran a considerar como desfalleciente. Podría decirse que siempre que haya voluntades que no conozcan las infinitas posibilidades de la expresión, sus límites cada vez más difusos y su capacidad de reinventarse, los canales convencionales contemporáneos seguirán con su desarrollo y preeminencia por más malos presagios que pesen sobre sus cada vez más voluminosas espaldas; después de todo, por cada familia que desprecia el largo y caluroso viaje a Abilene en pos de un calmo descanso en la comodidad del hogar habrá otras muchas que cierren colectivamente sus bocas y sólo las abran para tragar un alimento que está lejos de satisfacerlos.


  1. Coachella es un festival ya clásico, que viene desarrollándose sin interrupción desde 2001 en un club de polo ubicado en Indio, en medio del desierto de California. Bonnaroo, entretanto, es el evento al aire libre más grande de EE.UU. Se hace desde 2002 en Manchester, al sureste de Nashville, Tennessee. 

pop life

Vivimos en una época propensa a matar, o hacer morir, a sus ídolos. Esto no refiere sólo a la exhalación final y a lo que sea que venga después, sino a la misma propensión que es el combustible de la posmodernidad: la deconstrucción y la desmitificación, la revelación de los hilos que sostienen a la sociedad tal como la conocemos. Es lógico que dentro de esta estructura de pensamiento los próceres y los ídolos sean carne de cañón. Después de todo, la serie de parámetros que conforman la mitología que se erige en derredor de estas figuras a menudo entendidas como sobrehumanas es una presa fácil para el descreimiento cínico y voraz que es característico del pensamiento de nuestros días. Estas idolatrías son objetos de otro tiempo, visiones de un pasado en el que era más fácil dejarse seducir por las historias que nos eran relatadas y así construir una manera propia de ver las cosas, una que a menudo se hallaba tañida con el inconfundible color de la inocencia. He allí el eje: el momento en que estamos no permite dejarse llevar por el sentimiento, sino que se empeña en detenerse a analizar los pormenores de cada una de sus variantes. Para el momento en que consideramos que está bien sentir, tal vez ya sea demasiado tarde. Claro que hoy nos vemos a través de este cristal, imposibilitados como estamos para ejercitar la mente en maneras que le escapen a su prisma, pero lo cierto es que todos nosotros en algún momento le rendimos absurda pleitesía a una figura terrenal transformándonos en sus apologistas más acérrimos, en sus últimos defensores. No hay nada malo en eso, desde ya. El pensamiento mágico es bello por lo prístino, pues no esconde tras de sí intención mayor que la de su propia existencia. Quizás si nos diéramos un poco más a este escepticismo -el de creer en la perfección como ejemplo, y no en la imperfección como norma- viviríamos un poco más tranquilos, menos pendientes, menos inmersos en la ilusión de la comunicación y más comunicados.

La sobredosis -y la sobreexposición- a la información es, en gran parte, la culpable del crepúsculo de los ídolos (con perdón de Nietzsche). Para confirmar que nuestro héroe es humano sólo hace falta una conexión a internet y un mínimo conocimiento de los múltiples sitios en los que podremos encontrarlo en sus poses más íntimas, develando detalles de su vida privada que serán tan inconducentes como innecesarios, en fotos arrancadas de su devenir diario sin su permiso, en videos breves que lo muestran en cada una de sus gaffes; viñetas que resaltan sus errores y esconden sus virtudes. La fagocitación diaria de terabytes de data nos convierte en máquinas procesadoras de imágenes y lectoras de títulos, con nula capacidad de retención. También nos hace propensos a desechar de plano y sin solución de continuidad aquella información que hemos adquirido momentos atrás, lo cual vuelve a nuestro conocimiento algo cada vez más etéreo, difícil de definir. No hay lugar en nuestros corazones para eso que se siente cuando jóvenes, brindando la totalidad de nuestros sentimientos a una idea: el idealismo es enemigo mortal de la modernidad. Aquella energía que nos movilizaba de pibes es hoy risible, una visión de la tontería pasmosa de la juvenilia y su desperdicio absurdo de tiempo en causas sin mérito alguno. Como encontrar la carpeta del colegio que llenábamos de recortes de revistas, así es hoy mirar hacia nuestro propio pasado y descubrir que aquello que admirábamos se va apagando de a poco, reemplazado de golpe por las preocupaciones de la contemporaneidad. Por supuesto que el hombre es tanto su ser como su devenir, pero el devenir que nos ha deparado el destino (¿el tiempo?) es tan veloz que no nos da ocasión de mirar aquello que fuimos más que para verlo con cierto arrepentimiento, con un elogio de la inocencia que parece a su vez apología de la tontería.

El rock, desde ya, es uno de los depositarios primeros de estas pulsiones primigenias. Gastamos tiempo, dinero, amor, saliva, sueño en nuestros artistas favoritos, los consideramos una flecha que acierta directo en lo más profundo de lo que somos. Nos dedicamos durante años a rastrear todo aquello que los hace ser quienes son, pues entendemos que de algún modo eso nos ayudará también a nosotros a entender quiénes somos. Con el tiempo, sin embargo, empezamos a preocuparnos por otras cosas y ese fanatismo juvenil queda inexorablemente atrás. Tal vez sea mejor (nadie quiere ser ese punk de sesenta años) pero es imposible no pensar en cuánta autenticidad se pierde en el camino, cuánta fuerza sensorial aplicada es dejada atrás en el ejercicio de esa construcción heroica y mítica que son las estrellas de rock, tal vez los mejores exponentes de los deseos ocultos en cada uno de nosotros; la irresponsabilidad que viene de la mano del talento y la excentricidad y descontrol que suponen las ideas (banales) comunes de lo que es un rockstar son la excusa perfecta para soñarse allí. En esa deificación se juega algo de nosotros. Extendemos nuestro amor pero también nuestra frustración, esa que expiamos en la música que amamos. Nos sentimos identificados, representados, comprendidos, abrigados. Nuestra era pretende demostrarnos que aquello no es más que una construcción mitológica. No hay salvoconductos para salirse de la realidad, pues la realidad es la única construcción que nos preexiste y nos define. Por eso hay que buscarse dentro de un contexto cada vez más aciago, empezando a descubrirse desde adentro y no hacia afuera, con el temor lógico de abrir las puertas para ver que no hay nada detrás. Cada tanto, empero, uno de esos tipos que forzó a la realidad a una mutación a través de su impacto cultural se encuentra con Caronte, y en su lionización nos damos cuenta de que todavía, en algún lado, somos ese adolescente que recortaba fotos para pegárselas a su carpeta.

alt text

El consenso parece dictaminar que Prince era un tipo difícil. Husmeando en internet sobran las anécdotas1, más o menos logradas, sobre lo complicado de trabajar con y para él. Pero también era, a voluntad propia, un artista más que dificultoso de definir. Durante los años que le sobrevinieron a su temprano éxito, se fue haciendo fama de cascarrabias y excéntrico, de tipo desembozadamente sexual y prolíficamente musical, de übermensch para quien nada era imposible. Es difícil contradecir la imagen que tenía de sí mismo si se piensa que su experiencia con el suceso comercial se dio tempranamente y de forma muy meticulosa. En este sentido, Prince era una reliquia de otro tiempo. Warner le firmó su primer contrato cuando apenas tenía dieciocho años, una decisión que él mismo lamentaría mucho después pero que le permitió producir sus discos, generando una mitología y un estilo tan personales como deseara. Para el momento en que su enfoque artístico se encontró con el éxito, había sido sometido a una depuración tal que sus canciones eran sinónimo de su personalidad extravagante, pulsional y muy diferente de las que pululaban en un mundillo del rock ya pervertido por las egolatrías y la autocomplacencia. Lo que resaltaba de Prince, justamente, era que en una época en la que lo común era editar álbumes de poca inspiración y mucho potencial comercial un joven estaba haciendo precisamente lo contrario; en el ínterin, reformularía la manera misma en que entendemos a la música negra contemporánea. No le interesaba hacer música pasatista, aunque sus discos eran muy buenos para pasar el rato. No apuntaba a ser combativo, pero en sus ritmos espesos y su conducta hipersexual se avizoran aguerridas resistencias al statu quo de la época. Tampoco buscaba la controversia, pero no podía evitarla. Lo que sí evitaba era la sobreexposición, consciente de que todo lo que podía decir lo decía en sus discos. ¿Cómo rechazar la construcción de un mito tan perfecto? Prince, siendo sólo fiel a sí mismo, nos exponía a la suspensión del pensamiento y los límites.

Con el tiempo, como es lógico, sus tendencias recrudecieron. Tal vez su más afamado affaire fuera el que sostuvo con la internet2 a la que primero miró con interés -le escribió canciones y dedicó artes de tapa completos- y luego declaró, con su habitual pompa, completamente muerta. Su reacción al auge de YouTube y sitios similares fue eliminar de ellos todo rastro suyo con agresiva convicción; de la misma forma, cuando la moda pasó a las plataformas de streaming, se encargó de denunciarlas como leoninas y asegurarse de que su música jamás estaría en ellas. Es habitual ver estas prácticas como fruto de un negacionismo atroz, una suerte de grito fatuo a las nubes de la modernidad, pero creo que en el caso de Prince lo que se avino fue una protección de su propio ser, de aquella mitología que con tanto cuidado había construido. Herido de muerte por sus conflictos con las compañías discográficas (aquel periodo del Artista fue tanto una conversión religiosa como comercial) se negó a seguir jugando su juego, prefiriendo encerrarse en sí mismo a dejarse llevar por fuerzas más allá de su control. En el medio, y con diversas formaciones de integración racial y de género (la última de ellas, 3rdeyegirl, tenía todas chicas, una de ellas danesa) nunca dejó de mostrarse como un performer tan exótico como preciso y delectable, uno de los mejores actos en vivo del panorama de la música popular contemporánea. Un show de Prince encapsulaba justamente todo lo que él era, pues en el calor del momento y la inmediatez de lo etéreo podían desarrollarse los paisajes más variopintos de una manera heterodoxa y homogénea. Entrar a ver a Prince -sin celulares ni ningún dispositivo de captura de imágenes, según sus reglas- implicaba espiar un mundo personal y único, el suyo. En un tiempo en que los artistas son cada vez más conscientes de que ni los discos ni el streaming les permitirán parar la olla, el ejemplo de Prince está lejos de ser uno de un tipo que se quedó atrás en la evolución. Él, con su predisposición especial a los cambios bruscos de paradigma, fue un microcosmos de la manera en que hay que evolucionar: sin miedo, y sin entregarse a ser alguien más.

Por supuesto, su ejemplo ya no estará; al menos no como una vida sino como un recuerdo, como los libros llenos de próceres cuyos impecables retratos nos miran impertérritos recordándonos una vida llena de logros, sin nunca hacer hincapié en los errores. Prince tuvo muchísimos errores (algunos incluso llegaron a ser discos) pero encapsuló todos sus aciertos en uno solo: su legado, inmenso y eterno. Resulta curioso, aunque esperable, que los mismos medios carroñeros que no pudieron enmugrecerlo cuando vivo se empeñen hoy en resaltar todos sus defectos. Para la generación del morbo y el cinismo, saber los pormenores privados y ocultos de la vida privada de aquellos que fueran idolatrados en la esfera pública es un requisito sine qua non; aparecer en las páginas del amarillismo más rácano significa, para Prince, haber vivido y haber hecho lo que quiso con su vida. Lo que también es previsible es que aquella negativa suya a soltar su legado en internet3 no sea respetada por sus herederos, más atentos a abultar sus propias cuentas bancarias cediéndole terreno a la inexorabilidad de la vida moderna que a sostener una determinación tan especial como identitaria. Cuando esto suceda, entonces, aquella idea revolucionaria y controvertida será apenas una nota más que agrande el mito que contaremos los que quedamos acá, viendo cómo se van yendo todos nuestros ídolos.


  1. Mi favorita, sin lugar a dudas, es la de Kevin Smith

  2. Aquí un excelente repaso de estas ya conocidas vicisitudes. 

  3. O su legado del todo: ¿qué será de la legendaria bóveda en la que guardaba cientos de horas de material inédito? 

mi chica de humo

Ver Girls como observador pasivo resultó, al menos en mi caso, una veloz autopista a la desmitificación de un programa entendido como rupturista y atrevido. Por supuesto, la teoría dirá que, como hombre, no soy parte del público objetivo de la serie. Se entiende desde su título -y se extiende a su temática- que Girls es un programa hecho por chicas para chicas y, como tal, se ocupa de las problemáticas de la mujer moderna en el mundo moderno. Suele citarse esta como una de las grandes razones por las que el show y su creadora Lena Dunham se han ganado el reconocimiento de la comunidad. Se supone que como programa de TV con excluyente foco en la visión femenina del mundo contemporáneo Girls plantea además una apropiación de la mujer en la relación con su entorno, mirada que permite derribar los estereotipos que el propio ambiente ha construido en torno a su rol en los contenidos televisivos. Resulta difícil, sin embargo, distinguir cuáles serían las problemáticas específicas de género en una serie cuya construcción es más bien homogénea, desarrollándose en torno a interrogantes que son bastante comunes a una visión posmoderna de las cosas. Amor, desamor, amistad, sexo, ambición, vínculos familiares, todas estas cosas van sucediéndose como temáticas conexas en la última temporada del programa, que ve además como su alma máter (la propia Dunham) es atravesada por un conflicto existencial arquetípico de la post adolescencia: una ruptura amorosa exacerbada por la pérdida del vínculo más cercano -su mejor amiga- en manos, justamente, del jovencito que le rompió el corazón.

Partiendo de esta base, Girls (al menos esta temporada) se estructura como una suerte de viaje de descubrimiento emocional del castigado personaje principal, Hannah, a través de la anhedonia que le sobreviene al reseteo forzado de su habilidad de amar. Se trata de una premisa remanida, aunque condimentada con la visión tópica de su protagonista, una chica con mucha capacidad para el sarcasmo (y poca para el autocontrol) que va rebotando de situación en situación con un desinterés tan posmo como estructural. Es entonces cuando uno no puede dejar de detenerse en la fundamental premisa socioeconómica que funciona como alfombra sobre la que toda trama se estructura. Ningún planteo argumental puede completarse sin dejar claras las relaciones de poder inherentes a su concepción, y la situación de clase es una de las más importantes maneras de generar (o no) empatía con los personajes y explicar -sin profundizar- sus motivaciones y su contexto. En Girls -como en casi toda producción de Judd Apatow- no se ven carencias ni preocupaciones económicas. Como si de una tropa de Cosmo Kramers se tratara, sus protagonistas flotan por New York, una de las metrópolis más caras del mundo, con el desentendido desparpajo de la independencia financiera. Relacionar esta visión con la crianza de la propia Dunham, una chica bien de la aristocracia artística neoyorkina -su papá pintor, su mamá fotógrafa- con la correspondiente estancia en un oneroso internado y el obligatorio título universitario, es casi una obviedad; cualquier conexión con las problemáticas de género la experimentó leyendo libros y no en el fragor de la calle. Resulta entendible, entonces, que haya pergeñado un show en el que habla de lo que conoce: blancos de clase media alta con problemas existenciales amplificados por un prisma que combina superficialidad, narcisismo y egolatría.

La construcción de los personajes de Girls, por ende, se encuentra atravesada por esta combinación poco grata. Sus inquietudes se desarrollan en un registro que al coquetear con el humor sin dejar de intentar hacer pie en el drama pierde toda importancia y atractivo: Hannah y sus amigas atraviesan sus desilusiones con una levedad que esconde tras de sí el desvinculado eje existencial de la clase de la que provienen. Tal vez Dunham busque representar al género femenino escapándole a estereotipos planteados por los formatos televisivos hace ya tiempo, pero lo cierto es que esta idea palidece ante otros arquetipos que acercan a sus protagonistas a lo que bien puede ser una visión machista de las realidades de la mujer: las módicas transgresiones del consumo social de drogas y la exploración de la libido, las habituales salidas de compras, los retiros espirituales, todo confluye en una construcción discursiva que no puede escaparle nunca al eje egocéntrico y trivial establecido por su creadora y guionista. Es ella misma la que pone a su personaje -de forma inteligente- como una exposición viviente de las muchas maledicencias de su estilo de vida. Podría pensarse como una buena manera de mostrar las contradicciones de tenerlo todo y no conformarse con nada (el mal del niño rico con tristeza) pero nuevamente la cuestión es abordada con la frivolidad que parece envolver la serie como una constrictora telaraña de la que resulta cada vez más complicado zafarse1. Dicho con simpleza: a través de sus múltiples desventuras y desilusiones, Hannah no aprende nada. O más bien, si uno se guía por el final de temporada, aprende algo. Lo triste del caso es que el aprendizaje que debería sintetizar su indagación se resuelve en una conclusión tan característica de su praxis como de su ethos: más allá de lo que pase con los demás, ella, al menos por una noche, zafó de sus responsabilidades.

alt text

¿Puede una serie con una bajada filosófica tan marcada representar a un colectivo tan heterogéneo? Resulta difícil imaginarse a ciertas variantes -tan abigarradas como iconoclastas- de la doctrina feminista identificándose con las desventuras de Hannah y sus amigas. Es una verdad de perogrullo, a esta altura, que lo primero que tiene que mostrar un personaje femenino para salir de la norma establecida por el machismo es una libertad sexual casi desvergonzada; aquí sí Girls cumple a la perfección con la premisa, pero lo que sugiere es una dosis poco saludable de pacatería. En un giro argumental que ya expresó con mucha más sensibilidad y respeto la impecable Transparent 2, el padre de Hannah se revela como homosexual. Su hija no repudia este descubrimiento, que pasa desapercibido hasta que hace eclosión en la indecisión de su madre acerca de la continuidad del vínculo que la une a su marido. Su renuencia a abandonarlo es recibida por Hannah con una mezcla de incredulidad y rechazo, que la lleva a evitar y agraviar a sus padres. Se combinan aquí dos factores que, en su consonancia, hacen de este un perfecto ejemplo de la vacuidad que reina en el show: la aversión de su protagonista por la idea del compromiso tras aquella ruptura tan dolorosa3 y un rechazo inexplicable a la identidad sexual de su padre. Inexplicable porque Hannah -en un episodio poco feliz- prueba ella también los límites de su heterosexualidad, sólo para descubrir que el ánimo general de su vida hasta entonces -una mezcla entre la abulia y la ironía- copa también sus ansias de exploración. Por supuesto, parece decirnos la serie, siendo ella una joven en busca de su camino, esta prueba es comprensible. Si lo mismo ocurriera (¡dios nos libre!) con nuestros viejos, entonces nuestro ejercicio de “aceptación” será tan sarcástico y carente de entusiasmo como nuestra posmodernidad nos permita.

Queda claro que un ejercicio de análisis como este no debería hacerse en el vacío, sobre todo cuando Girls acumula varios años construyendo una identidad propia para sí y sus personajes. Pero es cierto también que la sucesión de temporadas apunta justamente a que el armazón incremental de los capítulos vaya revelando conductas, cerrando incógnitas, desandando recorridos. La idea es que, como en la vida misma, el tiempo transcurrido vaya forjando el carácter de los protagonistas, y que los sucesos (felices o dolorosos) no sean en vano sino que apunten a profundizar su humanidad. Después de todo, se trata de personajes que pese a ser de ficción buscan representar un microclima de la sociedad. El domingo pasado fue el final de la quinta temporada de Girls. La idea de Dunham, aparentemente, es que haya una última y final tirada de diez episodios en la que todas las historias que quedan abiertas en el guión encuentren su cierre. Por supuesto, su talento como escritora le saldrá en auxilio a esta necesidad, y es probable que tal como las anteriores cinco, la sexta y última temporada de la serie sea un éxito de proporciones que ayude a cementar aún más el perfil de su creadora como una de las representantes más notorias de la visión femenina en los medios masivos de entretenimiento. De algún modo, los valores que Dunham y su show transmiten son típicamente estadounidenses (tal vez neoyorkinos) y dolorosamente contemporáneos: individualismo, superficialidad, etnocentrismo, endogamia, todos ellos confluyen en el ethos de un tiempo en el que el movimiento vertical de lo visible esconde significados oblicuos un tanto más preocupantes para la posteridad. Es válido, entonces, preguntarse si Girls será uno de esos productos que se pensarán y analizarán en un futuro como reflejo de una era y, sobre todo, qué era será esa: si la de la reivindicación de los valores de los muchos colectivos que conforman una sociedad, o la de su licuefacción circunstancial en manos de las elites que ostentan una posición dominante en la construcción del discurso.


  1. Lo mismo parece pasarle a la alguna vez simpática Unbreakable Kimmy Schmidt, atrapada irremediablemente en su humor ingenuo y exagerado. El salvoconducto, en este caso, es que estamos ante una sitcom y no un drama. 

  2. Por supuesto, no estoy comparando al personaje de Peter Scolari con el de Jeffrey Tambor, es una simple mención de problemáticas análogas. 

  3. En la misma temporada, una separación propia es tratada con idéntica frivolidad. “I’ll be happy to pay for an Uber to transport you and your stuff out of my apartment”, concluye ella, unilateral, el (en teoría) difícil rompimiento. 

nueve sin gol

Uno de los mejores conceptos que tiene el básquetbol es de hecho una herencia poco disimulada del hóckey. Poco disimulada porque su acepción en inglés es justamente hockey assist. Se trata en esencia de la acción del “pase extra” (así lo denominan, de hecho, los comentaristas de básquet en español), esto es, dejar pasar un buen tiro a canasta para encontrar al compañero mejor ubicado y garantizar aún más -o mejor- la ventaja espacial. Es la idea del deporte de equipo por antonomasia, la generosidad absoluta de dejar el egoísmo afuera de la cancha. Por supuesto, esta clase de acción sólo puede alcanzarse tras una serie de esfuerzos mancomunados en pos de la movilidad que aseguren que los pases que se lanzan encontrarán al compañero, que a su vez se comportará como un eslabón perfecto (uno más) de una cadena que tendrá su ápice en la asistencia final y no, como es habitual, en la conversión. Cuando ocurre, el pase extra no es una demostración del talento y la visión de juego de quien facilita, sino más bien un reflejo del juego de equipo que lo hace posible. Por extensión, esa mínima jugada -aún más minúscula cuando se la mira en relación a un juego que comprime una gran cantidad de pases- es sintomática de las relaciones humanas que se establecen en el deporte, una suerte de termómetro que mide los ánimos interpersonales de un equipo. Se ha transformado en narrativa: si un equipo despliega un básquetbol altruista, de rotación de pelota y anotación distribuida, se dirá que ese es un equipo que se divierte jugando. Por contraste, si lo que se ve son largas posesiones en las que el balón es retenido por un jugador, el resultado será un equipo tan aburrido y predecible como disfuncional. Casi como en la vida misma, la del otro lado de la línea: si no te divertís haciendo lo que hacés, se nota. Sin embargo, resulta acuciante no divertirse cuando se está dentro de un campo de juego, sea el deporte que sea. La acepción misma del verbo “jugar” supone la idea de diversión, una bienvenida caricia al alma. Es menester divertirse a la hora de hacer deporte, sin duda alguna, y parte de ese divertimento pasa por “saber jugar”. Ahora, ¿por dónde pasa semejante saber?

Me gusta jugar al fútbol. Disfruto muchísimo de su liturgia, de la manera especial en que los grupos humanos se conforman (y se deforman) en torno a un ritual semanal para luego disgregarse, un conjunto de voluntades agrupadas por una disciplina que se disuelven de manera inevitable en una diáspora en la que quienes defendieron un blasón en un minuto parecen desconocerse al siguiente. Sin embargo, y sin saberlo, están por siempre unidos, hermanados por una energía -y un juego de vivencias comunes- en la que piensan, con la que rumian, la que ansían todos los días hasta que al fin pueden volver a meterse en una cancha a patear una pelota. Durante mis primeros años, sin embargo, no era muy afín a estas prácticas. Entonces tuve la desgracia, habitual en los chicos de esa edad, de ser arrastrado al club de barrio. Por supuesto, la obligatoriedad de la disciplina fue por años el principal óbice para que la desarrollara y de hecho (en un acto de rebeldía tan infantil como absurdo) cuando niño me volqué al básquet, oponiéndome a los deseos de mi viejo. Más allá de esta modesta insurrección, tanto él como yo tuvimos nuestras reivindicaciones: yo disfruté mucho de mis años como basquetbolista, y él pudo forjar en mi hermano un buen futbolista, que pese a ser nominalmente -y con muy buenos rendimientos- arquero, actúa de forma más que interesante como jugador de campo. Para mí, claro está, su figura resultó además un buen paragüas bajo el que guarecerme de las expectativas siempre exorbitantes que los padres depositan en los hijos que muestran aptitudes para la práctica deportiva; situación que no se extrapola a los que, como era mi caso, disfrutábamos de hacer deporte pero también de utilizar nuestro tiempo libre en prácticas alejadas de las líneas de la cancha y sus componentes disciplinarios. Esta filosofía, que aplico a varios aspectos de mi vida, rige mi relación con el fútbol tal como lo hizo en su tiempo con el básquet, al que eventualmente debí abandonar por motivos físicos. Recuerdo asistir con bastante asco -es una sensación que sólo puedo relacionar con el asco- a los conciertos desafinados de padres vociferando contra los árbitros de los partidos de sus hijos; a veces, incluso, contra sus propios hijos. Era muy pibe cuando mi papá me llevaba a ver a mi hermano trasuntar los parquets y los cementos de las canchas de Florida, pero ya sabía lo que no quería que me pasara: ser ese al que le gritan o, aún peor, ser aquel que grita convencido de que lo suyo es motivación.

Me apliqué a la única disciplina de la quietud y el progreso. Con el tiempo, me transformé en un jugador de fútbol (amateur) respetable. De chico no era de los mejores de la cuadra, pero tenía un atributo que se ha ido volviendo más y más importante a medida que pasa el tiempo, en una buena aunque triste extrapolación con la vida misma: la velocidad. Los técnicos -si es que puede llamárseles así- que me tuvieron en sus filas me elegían para un puesto muy desdichado y que alcancé a ocupar con suficiencia, el de defensor lateral derecho en una alineación de cuatro marcadores. Sin embargo en mi naturaleza de entonces ya estaba muy presente la propensión a dos cosas: la desobediencia y la desatención. Mala combinación para un defensor, claro está. Mis rápidas escaladas ofensivas abriendo la cancha en desmadrados pero trepidantes piques eran ya una característica para cuando empezó a notarse también cierta aprensión por la marca en línea y sus vicisitudes. Con frecuencia me encontraba superado por un pelotazo a las espaldas, o imantado al suelo como si la gravedad me jugara una mala pasada cuando había que dejar al rival en offside. También era habitual en mí una suerte de delirio improvisacional en el que de jugar de cuatro pasaba sin escalas a ocupar la posición de ocho bis o, más frecuentemente, de siete bis. Así que una vez, un profesor de educación física de mi colegio que hacía las veces de DT de nuestro equipo tomó una decisión salomónica y muy bienvenida: probarme directamente de extremo derecho, maximizando mi virtud de velocista y minimizando mi implicación en el esquema defensivo del equipo. Para el momento en que ocurrió esto, empero, los wines eran una especie en extinción, reemplazados por el famoso “cuarto volante” que no era más que el puntero izquierdo retrasado unos cuantos metros e involucrado con la contrición del fárrago del mediocampo. Esta teórica innovación teórica llevó a los muchos que gustábamos de movernos por los costados del ataque a enfrentar una encrucijada: transformarnos en mediocampistas por los lados o morir. Queda claro que yo elegí morir, moldeando mi juego en torno a quienes entendía que aún guardaban en el suyo algo de la esencia de aquella posición moribunda: pienso en el Mencho Medina Bello, en Manteca Martínez o en una de las duplas más letales y versátiles que supe ver enfundada en la gloriosa divisa tricolor, Daniel Leani y el Gato Leeb. Claro que esta posición comportaba la necesidad de un paquete técnico (gambeta endiablada, pique corto y potente) que yo no poseía, y aquello -aunado al cruel paso de los años- hizo que terminara transformándome en una suerte de híbrido. Entonces descubrí en qué consiste saber jugar al fútbol.

alt text

Una vez un amigo, el Pichu, me contó que se estaba preparando para grabar uno de sus muchos discos en los ya míticos (y desaparecidos: hoy son un call center) Estudios TNT del centro porteño cuando se encontró con un manuscrito en una de las paredes que decía, simplemente, «poesía, técnica y orden». Al parecer, le contaron, esas eran las directivas que Moris Birabent le daba a sus músicos -y presumiblemente se daba a sí mismo- a la hora de registrar una canción. Años después, Hernán le escribió un tema a la frase, que a mí me quedó dando vueltas en la cabeza. Hoy en día sé por qué: me parece también una magnífica parábola para describir los requisitos de la disciplina del fútbol, particular como es. La unión de un factor impredecible como la poesía (extrapolada ad hoc al concepto de “habilidad”) con la escrupulosa preparación que supone el orden es un combo sine qua non para cualquiera que se quiera calzar un par de botines en pos de saltar a una cancha. Después de todo, de nada sirve (citando al hombre que ha dado fruto a estas palabras) una desconcertante escalada gambeteadora -por más épica y agradable a la vista- si no se desprende de ella una finalidad; idealmente, todo movimiento dentro de un campo de juego es una decisión apuntada a un objetivo y no una mera excursión a la incertidumbre. Del mismo modo, nos avisaba hace milenios el taoísmo, la prolijidad no existiría sin su pizca de caos, componente fundamental de la esencia misma de su ser.

En esta desmadrada coexistencia de opuestos debe centrarse el jugador de fútbol, conviviendo a diario también con otra disciplina de la que Sramana mismo estaría orgulloso: la extinción del ego, una condición tan difícil de alcanzar en el yugo diario como, claro, de aplicar a una cancha de fútbol. El magnetismo que la pelota en los pies ejerce con respecto al arco es a estas alturas innegable, y quizás por eso es que resulta dificultoso no enceguecerse ante la sola presencia de su edén tripolar. Pero hete aquí que la mismísima idea de su figura nos sugiere lo que debemos hacer para alcanzarla: trabajar. En efecto, la palabra trabajo viene del latín tripalium, literalmente, “tres palos”. Para cruzar la línea y llegar a la meta es menester encontrar la mejor vía, y es sólo en contadas ocasiones que aquella será hallada en una excursión individual. Cuando entramos a una cancha estamos acompañados, y lo estaremos durante todo el encuentro. La confianza y la fe en las personas se pone a prueba en esa burbuja temporal entre el comienzo y el final de un partido, y su manifestación más lograda es sin dudas el pase, parte integral del sacrificio del individuo en pos del bienestar del colectivo.

Por supuesto, un pase a cualquier sitio, sin dirección ni fin, no dejará más que la pérdida del balón. En esto, el fútbol también se asemeja a la vida: para poder dar un paso, hay que saber hacia dónde, conocer nuestra circunstancia, adaptarse y moverse en consecuencia. Otra narrativa habitual sobre la práctica del fútbol es la que diferencia el acto mismo de correr del saber correr, que es a la vez un conocimiento añadido, inherente a la propia práctica. La ocupación del espacio, su monopolio y distribución equidistante, es el fin último de un buen equipo de fútbol, y es mucho más importante que hacer goles a la hora de pensar en un partido. Para poder lograr este objetivo nada desdeñable hace falta que todos los tipos que estén en la cancha en un momento determinado ocupen y defiendan su posición en ajustado movimiento, con la inquina misma del deseo y la dedicación propia del esfuerzo. Algunas veces, este sacrificio aplicado me recuerda al ritual del wian thian con el que los monjes pāli de Tailandia celebran la luna llena de Magha. Se trata de una ceremonia de concertada precisión en la que los elegidos para el ritual -munidos de flores, incienso y una vela encendida- circulan alrededor del ubosot, el cuarto cerrado en el que ofrecen sus meditaciones y rezos, exactamente tres veces en el sentido de las agujas del reloj: una por el Buda, una por el Dharma y la otra por el Sangha. Para alcanzar la distinción de respetar el wian thian, empero, los elegidos deben pasar por un extenso proceso de preparación de casi cien días, en el que reinan el respeto absoluto a los ocho preceptos y la disciplina mental. No estoy diciendo que todo el que quiera jugar al fútbol deba por extensión darse a la meditación, pero sí a su desprendimiento principal, el conocimiento. Como un monje entrando a diario al ubosot y pensándolo en cada ocasión como un lugar familiar y desconocido a la vez, el futbolista es responsable de comprender al detalle las mínimas distinciones que separan su campo de juego de cualquier otro. Después de todo, será este saber el que le permitirá, un día, poder dar la ansiada vuelta al templo que es el fin último de todo ser de conocimiento, la iluminación expresada en un hecho tan insignificante en apariencia como fundacional para el espíritu.

baldazo de portland

“Quiero hacer mi música para el espacio, para los planetas. Me resisto a pensar que tengo que cumplir una misión para los hombres y chau”.

Durante lo que duró el Proceso de Reorganización Nacional —más específicamente, durante los dos largos años de la década del ‘80 que precedieron a la apertura democrática que convino en la salida del régimen— la figura de Luis Alberto Spinetta, en particular su estrella dentro del firmamento entonces informe del rock argentino, sufrió los más diversos cuestionamientos. Su poética de naturaleza tangencial y oblicua fue interpretada por los siempre ávidos cañones de la opinión pública como escapista (en el más leve de los casos) y cómplice (en el peor). A medida que se fueron resquebrajando los muros que sostenían la mentira de la dictadura —primero desde lo económico; luego, a cuentagotas, en lo evidente de las violaciones de derechos humanos— la naciente década empezó a requerirle a sus artistas lo que hasta entonces no había visto en su pueblo: compromiso. En las palabras de Spinetta, domesticación para la impotencia. Es difícil saber si la etapa musical en la que Luis entró después de su accidentado affaire con la electricidad y la psicodelia en Pescado Rabioso tuvo algo que ver con la coyuntura social del momento, pero no resulta tan complicado imaginárselo. Más allá de los influjos que se oían cada vez con más resonancia desde afuera, y que traían la complejidad y delectación del rock “progresivo” y sus mixturas ad hoc con el mundo del jazz, también había en el aire una ostensible necesidad de parar el dínamo con el que hasta entonces se había movido, acelerado, el rock argentino. En el otoño del ‘72 se mata José Alberto Iglesias, el popular Tango que fuera el poster-boy de la inocentona revolución hippie vernácula de epicentro en Plaza Francia, y su triste final es el titular mediático que resume a toda la fauna desperdigada que esos guitarreos prohijaron. El Flaco no fue ajeno al inevitable romance con las drogas, pero como lo demostraría con elocuencia en su manifiesto-despedida al primer rock argentino Artaud (y en alguna medida antes: “si tu mente se escapa tenés que parar y aprender a vivir de lo que vos pensás”) esa era una etapa que al menos para él resultaba necesario superar. Seguramente las muertes de algunos nombres prominentes del rock de allá hayan ayudado a entender lo que ya era más que evidente: la generación del flower power moriría si no comprendía que las medidas eran tan necesarias como los excesos.

La disciplina musical del jazz, entonces, asomaba como un subterfugio y, para Spinetta, como un descubrimiento. El nuevo carácter armónico y las posibilidades compositivas de la mal llamada fusión aparecían como un marco casi ideal para sus líricas cada vez más místicas (y mistificadas). Si Invisible fue su primer contacto con un rock influido por la libertad improvisatoria y los acordes indescifrables del jazz, también fue para el público una expresión libertaria y aperturista, una demostración de las interminables posibilidades del arte en medio de las finitas posibilidades socioeconómicas. Sin embargo, en la medida en que el Flaco se fue encerrando en sus intransigentes principios, también fue perdiendo esa conexión —siempre volátil— con las necesidades inherentes al “público”. A su incomprendido A 18’ Del Sol le siguió un inusitado silencio discográfico en el que profundizó la idea de Banda Spinetta, que desembocaría en su celebrado proyecto Spinetta Jade. De a poco, también, al inocente Spinetta que se había alegrado con el golpe del ‘76 (“ya no podía escuchar más gritar a Isabelita y López Rega”) le sucedería una toma de conciencia súbita y decidida. La reunión de Almendra y su subsiguiente gira nacional parecieron, a la luz de los acontecimientos, precisamente aquello contra lo que el mismo Luis protestara un par de años antes: domesticación para la impotencia del cada vez más golpeado (económica y literalmente) pueblo argentino. En paralelo, sin embargo, crecía un desdén por las figuras prominentes del rock local promovido por sus aspirantes a nuevas voces. Sin llegar al recordado “y los hippies que se mueran” de un enfervorizado Iorio en medio del (por demás hippie) BA Rock del ‘82, Los Violadores caracterizaban de “Viejos Patéticos” a la plana mayor, mientras que los Virus —con su trasfondo familiar, que los hizo ser de los primeros grupos en rechazar toda asociación con el Proceso— se burlaban de la característica lírica spinetteana en la brillante “Caricia Azul”.

Es entonces cuando Spinetta llega al que sería el momento bisagra de su devenir musical, y su relación con coyuntura y público masivo. No hace falta decir que 1982 fue un año donde al estrépito de la guerra se le avino otro estrépito, el del descascaramiento total de las intenciones de la dictadura, ni tampoco ahondar en el ya remanido tropo del boom del rock “nacional” en torno a la prohibición de fonogramas extranjeros. Sí es pertinente hacer mención a estos factores cuando se piensa en la música que el Flaco produjo por esos días, y que por primera vez pareció ser hecha como respuesta necesaria a un fenómeno que cruzaba toda expresión ya no artística, sino también social. Durante los años postreros a la gira de Almendra, Spinetta se había zambullido en el embelesamiento de Spinetta Jade, proyecto con el que perfeccionó una mixtura entre la suntuosa musicalidad del jazz y la escrupulosa construcción de su propia poesía. Es allí, en lo más abstruso de esta relación, que su contacto con lo circundante se entrecorta dando alimento a aquellas críticas que lo acusaban de evadirse de una situación cada vez más inevitable. Su respuesta, dirá él, no quiso ser una respuesta; apenas un «último y postrero ‘homenaje’ a las canciones que por esto o aquello quedaron fuera de álbumes de diversos proyectos musicales». Por supuesto, hablo de Kamikaze, tal vez uno de sus discos más memorables.

alt text

Es difícil sustraer a Kamikaze de su contexto, sobre todo porque su salida se dio casi en consonancia con el llamado a la guerra de Malvinas. Spinetta había estado recluido durante los dos meses anteriores, febrero y marzo, grabando estas canciones, y ya su título —y luego su sonido, y sus significados— daría a entender que en ellas se escondían unas cuantas claves de su manera de ver el mundo. Para darle luz al concepto aglutinante del álbum (que recogía composiciones escritas con anterioridad y homogeneizadas en un sonido austero y despojado) se inspiró en Los Kamikazes, libro de Fernando Castro que relataba en un tono entre ficcional y documental la historia de los pilotos suicidas japoneses durante la II Guerra Mundial. Spinetta consideraba admirable en su misterio el cruce de factores que confluyen en la decisión de inmolarse; por un lado una entrega febril y total a una idea, y por el otro la barbarie indecible de la muerte, en particular la muerte en un contexto bélico. Cabe aclarar que la posibilidad de un conflicto armado por las Islas Malvinas no le era ajena a la opinión pública argentina: a finales de 1981 se aprobó un plan para la recuperación del territorio que incluía la posibilidad certera de la toma de armas, y en marzo del ‘82 un grupo de comerciantes argentinos izó la bandera patria en las islas por primera vez, lo que fue visto por la diplomacia británica como una provocación. El clima hostil del momento, entonces, habilitaba y pedía cierta profundización, y Spinetta encarnó ese sentimiento a través de sus más recientes creaciones. Quizás sin saberlo, pero lo que es más seguro, con cierta intención de que su mensaje reflejara la dualidad que se presagia entre un pueblo orgulloso de su herencia y uno dispuesto a dejar morir a los suyos bajo las armas del enemigo con tal de defenderla, incluyó en la parte interior del disco un manifiesto donde dejaba claras las motivaciones detrás de la obra. «Hay toda una papelería de sinrazones sosteniendo las palpitaciones del monstruo de la destrucción», escribió, «que no es ni siquiera un tango que nos envuelva en una telaraña de pasado al cual combatir».

Allí, además, se revelaba que en la decisión de dar vida a Kamikaze había también una intención postrera, biográfica, propia de la manera en que este había nacido. «¿Lamentablemente no hay más Kamikazes de la vida creativa?», se preguntaba en la segunda parte de su extenso escrito, la que parecía más dedicada al lugar del álbum —y de la obra de Spinetta— en su contexto. Esta definición parece calzarle con perfección al sitio que ocupaba entonces en el rock argentino, funcionando como una suerte de diagnóstico de singular perspicacia de los muchos obstáculos que su obra debía superar para llegar a esa masa tantas veces esquiva que llamamos “público”. Un fragmento en particular se desprende de este cuadro de situación, pudiendo ser entendido como el reconocimiento de aquellas críticas a su música por esforzarse en la abstracción en un tiempo cuyo determinismo sugiere la dirección contraria: «sé que muchos nos advierten acerca de la direccionalidad de escapar del desafío de vivir, pensando que todo se resuelve con un poco de rock and roll». «Ya no importa si mi música suena así o de otra manera», advierte sin embargo, «sino que busco algo que está por encima de lo que pretendemos que sea Spinetta o cómo se llame». “Estar por encima”, en la concepción del Spinetta de entonces, significaba ir en búsqueda de lo trascendental en torno a lo efímero; esto es, hacer pie en algún sitio dentro de la oposición entre lo tangencial de una obra hecha a la medida de un contexto (pensado esto con un ojo puesto en la canción de protesta) y una que pueda pensarse tan extraída de su tiempo —si esto fuera posible— como dentro de él, tanto siendo parte integral del pulso de los días (sign of the times) como manifestación artística sostenida tan sólo por su propia existencia.

Las canciones que integran el breve volumen Kamikaze han sido, quizás, tan desmembradas como su propia historia. Resulta paradójico por demás que el que es quizás el único álbum de su extensa obra en el que Spinetta no sólo no renegara de su propio legado sino que se animara a desmenuzarlo y encontrar en él lo que valiese la pena ser rescatado haya sido también uno de los más envueltos en los vericuetos diversos del olvido, como si el destino mismo quisiera devolverle la famosa broma del mañana es mejor. Como fuera, la artesanal factura con la que se envolvió al disco hizo a su rápido descarte, incluso en su tiempo. Spinetta apenas dio un puñado de shows para presentar el lanzamiento, que se hizo a través de la ficticia discográfica Ratón Finta que era la pata musical de la revista Mordisco que dirigía su amigo Alberto Ohanián, para luego adentrarse con mayor interés en el proceso de composición y grabación de Bajo Belgrano, el tercer disco de Spinetta Jade en el que supo cosechar la semilla de lo expuesto en este álbum con una serie de canciones en las que atendió de manera más o menos directa las preocupaciones de una sociedad post-dictatorial que asistía, azorada, a las esquirlas de la implosión del régimen. La evocación al cacique Tupac Amaru en las dos partes de “Águila De Trueno” refleja una inquietud latinoamericanista extraña en el Spinetta arquetípico y, a su vez, lo conecta con el sentimiento de época, consecuencia lógica de la ola de crímenes cometidos por las dictaduras que azotaban la región. Lo mismo puede decirse de la juvenilia de “Barro Tal Vez”, e incluso en la aparente ficción de “La Aventura De La Abeja Reina” se cuelan elementos que sugieren el escenario de devastación dejado por el Proceso:

Tal vez las luces que amanezcan
traerán la paz…
Ese color tan diferente a esto, sin dudas…

Cómo Spinetta logró aggiornar las canciones al contexto es un saludable misterio que seguramente tenga que ver con una concienzuda selección de las obras que conformarían el volumen. Resulta difícil creer que estas fueran las únicas composiciones inéditas del Flaco hasta entonces, y es por eso aún más significativa su aparición dada la situación social de esos años. La filosofía spinetteana se permite en esta acción un renuncie que no es tal, sino que más bien se parece a una excepción: la barbarie no sólo moviliza lo circunstancial, sino también la esencia misma del ser humano. Reflexionar acerca de los muchos factores que pueden darse cita cuando afloran las peores miserias (y también los peores miedos) de la existencia no puede ser patrimonio exclusivo de las opiniones ad hoc, sino materia misma de debate espiritual. Después de todo, las sacudidas crueles y sangrientas que son consecuencia de la caída de la esencia del ser en las profundidades de su propia aberración deben merecer un replanteo, y tal vez las canciones —aún pensándolas como elementos imperecederos, como aquello que sobrevive a los avatares de la existencia— puedan ayudar a repensar y tomar fuerzas tras un largo y oscuro invierno, y rumbo a la difícil tarea de reconstruir lo poco, lo absurdo, lo triste, que todavía queda.

«Y al final… Cuando algo nos oprime en serio, sabemos que la salida apunta siempre a las verdades más ligadas con lo desconocido, a las súbitas nociones de que deberíamos haber sentido desde siempre que somos luz y sonido.»

dream of californication

El otro día me di a la tarea de escuchar el disco más reciente de Weezer. Digo “más reciente” en lugar de “nuevo” para darle valor a esta última palabra, en particular en un contexto en el que pareciera que encontrar algo realmente novedoso es la principal motivación para seguir buscando. En dicho contexto, Weezer es como el sillón de la casa de tus viejos: un sitio cálido, conocido, en el que uno puede apoltronarse sin necesidad de preocuparse por encajar; es decir, para seguir con la metáfora, sin pensar en cómo nos vamos a sentir una vez sentados. La cualidad melódica de Rivers Cuomo es tan innegable como impecable: al día de hoy sus canciones, destripadas de todo contenido verbal, resuenan por su redondez simplista y contagiosa. En él -jugando un poco con su fijación por lo asiático- este pareciera ser un gesto de auténtica impecabilidad tal como la hubieran definido los monjes tibetanos; una forma de disciplina transparente y necesaria para sobrellevar el espacio en blanco de la vida diaria. No existe un solo punto en contra de aquellos que se sienten muy cómodos en la repitencia, en particular en el siempre exigente mundo de la música. Si Rivers Cuomo quiere morir haciendo canciones pop descarnadas, puede morir tranquilo (y millonario). El problema surge cuando quiere volver a acercarse a lo que fue allá por mediados de los ‘90, cuando su angustia (angst, sería, a falta de una alternativa en castizo) transformada en rasgo identitario se entrecruzó con el zeitgeist de la generación X en la que nació y creció. Como hijo dilecto de hippies (a él lo bautizaron “Ríos” y a su hermano Leaves, “Hojas”) Cuomo fue construyendo su ser en torno a una desilusión espiritual, la de la caída del verano del ‘67 en una serie de leitmotifs vacíos de contenido. En pocas palabras: los papás de Rivers quisieron cambiar el mundo y no pudieron, por lo que en su lugar se dedicaron a criar a sus hijos que crecieron en la amargura inocultable del sueño roto, que sobrevivía en estructuras disciplinarias leves y ámbitos muy propicios para lo creativo.

Cuomo terminó siendo uno de los songwriters más interesantes de la oleada del rock “alternativo” de mediados de los ‘90 con una mezcla muy personal con la que a su vez era bastante fácil empatizar. Entre sus nerdismos, su frustración sexual-romántica y su amor por el rock más pirotécnico (los solos de Ace Frehley) había también un melodista empedernido, que dejaba traslucir en sus canciones el más sincero homenaje al pop ensoñado con el que había crecido ahí, en las costas de su California natal. El problema para él surge cuando la generación X, tal la inútil batalla con el tiempo, se transforma en lo que eran sus viejos: oficinistas, dueños de automóviles, deudores hipotecarios, cuarentones, padres. De repente, la angustia adolescente (y treintañera) que le dio el mango en sus tiempos dejó paso a otra angustia adolescente, una a la que ya no miraba con el corazón sino con los ojos, una a la que no entendía sino que intentaba entender. Para ese momento, empero, Cuomo ya era una leyenda: es historia conocida su animadversión por la que fue sindicada como su obra maestra, el segundo disco de Weezer Pinkerton, que se apuró a rechazar temeroso de su tono autobiográfico, su frustración inherente y su hipersexualidad vergonzosa. Amenazado por la fama que había conseguido escupiendo sus temores más internos, Rivers se escapó de la industria y se fue a estudiar en Harvard. Pasaron cinco años hasta que pudo extirparse un continuador para Pinkerton, un capítulo más para la dramática narrativa que ya estaba escribiendo para sí mismo: dos álbumes autotitulados en tres discos, ambos con tapas coloreadas. Un buen tiempo después, fiel a la tradición de sus adorados Kiss, Rivers dejó de escribir su historia y se ocupó de alimentarse de ella: hizo un disco más con colores (rojo, el color restante del RGB) que fue el peor de su carrera, tocó Pinkerton completo para una audiencia que apenas si había nacido cuando salió por primera vez y trató por todos los medios posibles de mantenerse relevante en un mundo pop que ya no respondía a su melodioso talento como ayer.

Es potestad del hombre reaccionar a los rechazos con una convicción casi unívoca: mirar hacia adentro, reconocerse en lo conocido, reconstruirse entre las fronteras de su pequeño universo propio. En eso está Rivers Cuomo hoy. Un par de años atrás sacó un disco apologético para sus viejos fans -viejos literal y figurativamente- en el que desde su título les pedía perdón por todas las (muchas) gaffes cometidas en favor de la autoindulgencia y el deseo de novedad: Everything Will Be Alright In The End. Pero Weezer parece no tener final, destinado a ser la desembocadura de los ríos de su principal creador. No fueron pocos los que en el peor momento de su capricho le pidieron a Cuomo que dejara de hacer música por un tiempo, como si pudiera extirparse la necesidad de ser él mismo. Por eso resulta encomiable la lucha de Rivers contra sus peores instintos, una oscura internación para rehabilitarse de su adicción a sus propias ideas. El último disco de Weezer por ahora es el cuarto de su carrera que se llama Weezer, y su imagen de portada es tan elocuente como su intención: un blanco y negro de una playa de Santa Monica, en su adorada California, para un “disco playero”. Se suceden imágenes de irregular resonancia de los muchos personajes que anidan en esas arenas blancas de calor permanente. Envueltas en su sentido melódico tan característico, arropadas por armonías vocales de delicada factura, las canciones de Rivers Cuomo (y, por extensión, de Weezer) sobreviven en la escollera desde donde su creador se resiste, inimputable, al inexorable paso del tiempo.

alt text

Apenas a seis kilómetros de Santa Monica, en las no menos bellas costas de Venice Beach, tiene lugar una de las tantas apuestas de Netflix por la ficción. En Flaked, Will Arnett canaliza el personaje de patán querible -que supo construir como la voz de la brillante BoJack Horseman- en un alcohólico en recuperación que hace las veces de gurú para gente en su situación. El marco, nos sugiere la serie, es propicio para los excesos, y Chip, el personaje de Arnett, termina por convertirse en una pseudo celebridad entre los muchos jóvenes que andan por ahí con contadores de sobriedad en sus celulares. Por supuesto, los problemas de Chip no terminan en su adicción, ni en la terrible tragedia que causó y que aprendemos ya en los primeros momentos del episodio inicial de la serie. Sería muy sencillo, y remanido, estructurar un relato como el de Flaked entre las tentaciones que California puede ofrecerle a un apuesto soltero como Chip, y quizás por eso es que todas ellas se naturalizan como parte de la vida cotidiana no sólo suya, sino de aquellos que lo rodean. En este sentido, Flaked recuerda bastante a la más conversada Love, aunque la creación de Apatow subvierte el orden: se trata de una serie sobre encontrar una pareja, entrecruzada por las adicciones. Sin embargo, ambas coalescen no sólo en su escenario sino en las hipocresías que rodean a no reconocer los propios problemas, y trasladar no sólo sus causas sino sus consecuencias hacia los demás, que deben cargar con ellas como una suerte de peso muerto añadido a la ya considerable dificultad inherente a las relaciones humanas.

Lamentablemente para Flaked (y afortunadamente para Love) allí se terminan las simpatías, y también las empatías. Porque donde debiéramos encontrar el necesario espacio para relacionar nuestro devenir diario al del destemplado pero querible protagonista, nos enfrentamos con una realidad que parece mucho más humana que la que esta ficción quisiera transmitirnos, y que ya hubieran anticipado, como siempre, Los Simpsons: algunos simplemente nacieron forros. Cada una de las acciones de Chip pueden verse a través de un cristal humano, es cierto, no existe día en que no expongamos nuestras miserias más personales en los actos más triviales y mundanos de la vida. Pero agrupadas tal como las pretende Mitch Hurwitz (que supo construir idiotas mucho más agradables al mando de Arrested Development, entre ellos el personaje que dio relevancia al propio Arnett) todas ellas se transforman en un diagnóstico nada alentador ya no para el personaje, sino para el futuro de la serie. Tan fiel a la construcción de personaje de su estrella como a las mañas de su creador, Flaked nos reserva un par de violentos giros argumentales como para hacer aún más sinuoso el camino de Chip a donde sea que vaya, pero para más de uno ya podría ser tarde.

Quizás, como pasa con las letras de Weezer, el contexto haga difícil el relacionarse con Flaked; tal como escuchamos un disco sobre las hermosas playas de California volviendo a casa en el tren, vemos a un hombre lidiar con los límites de su propia hipocresía mientras toma café de arriba en un local hipster en nuestro monoambiente por el que pagamos un alquiler (in)digno de la Buenos Aires de las sudestadas. Hemos sido expuestos forzosamente a la madurez desde muy temprana edad, si no en las conductas diarias, en el pragmatismo que la vida real ha sabido plantarnos. Nadie espera de nosotros que hagamos las canciones que sirvan de banda de sonido para una sesión de surf, ni haremos ficciones que reflejen un mundo glamoroso bañado por un sol mucho más brillante que el nuestro. A algunos sólo nos queda vivir, y la tarea difícil de hacerlo lo mejor posible.

the pervert's guide to stallone

La historia de cómo Sylvester Stallone se reinventó de héroe en actor de carácter comienza, paradójicamente, en aquellos tiempos de películas de acción de grandes presupuestos y baja calidad. Es la opinión de quien esto escribe que su reconocimiento público, aún pese a no haberle dado un premio de la Academia, es en realidad una construcción propia que él mismo fue delineando en la elección de los personajes de algunos de esos filmes que mucha gente vio y pocos recuerdan.

El antihéroe que tuvo su consagración en la reciente Creed, por ejemplo, es la secuela lógica del Rocky-como-pobre-diablo de la mucho menos afamada Rocky Balboa con la que Sly despidió la posibilidad de que su personaje emblema volviera, alguna vez, a calzarse los cortos. En ella, Rocky es un viejo tambaleante, de frágiles relaciones con su entorno (su hijo, el del arito ampuloso en la oreja, ha crecido a ser un yuppie que detesta que le hablen de su padre; su adorada Adrian le aparece en sueños) que vive de contarle a extraños de sus hazañas como animador de su propio -y muy bonito- restaurant. Un buen día, un boxeador de moda descubre que su manager le pone puros paquetes para juntar prestigio sin arriesgar el físico, y por un designio del destino y el marketing, el nombre de Balboa aparece como un salvoconducto. Por supuesto, Rocky es un producto de otra era, una donde los púgiles se arruinaban a piñas en el ring, sin reservas, sin contemplaciones. Una era donde morir en el cuadrilátero era una posibilidad y Las Vegas apenas un lugar más donde boxear. He allí el Rubicon de la película, el elemento narrativo fundamental: su oponente tiene todo el dinero y el prestigio pero necesita creer en sí mismo; Balboa, en tanto, sabe bien quién es pero necesita la plata, y quizás también un poquito más de gloria. Nadie le da una sola chance, sólo él se la da a sí mismo, y eso -como siempre- es todo lo que Rocky necesita.

En esto Rocky Balboa se parece a una de mis películas favoritas de Sly, la infravalorada Daylight, conocida por estos lares con el apropiado aunque ampuloso seudónimo Infierno En El Túnel. En este buen arquetipo de thriller sobre un desastre natural, Stallone encarna a Kit Latura, un musculoso médico rescatista devenido en tachero que aparece decisivamente en escena cuando se desata un quilombo de proporciones: desde su taxi, es testigo de un accidente de tránsito en que una banda de ladrones de diamantes que cruza a velocidad febril un túnel bajo el río Hudson -que separa New York de su vecina New Jersey- impacta de lleno con un camión que transporta ilegalmente desechos tóxicos causando una previsible reacción en cadena que envuelve el camino en una bola de fuego, encerrando bajo el agua a todos los involucrados por vía de una tremenda explosión. La introducción bastante evidente de un dilema moral (¿qué es peor? ¿Una banda de ladrones de diamantes, o una banda de contaminadores corporativos ilegales?) en medio de la presentación del conflicto real nos expone a la otra información relevante para la trama: años atrás, Latura perdió su trabajo (y su prestigio) en una situación similar, en la que intentó sin éxito salvar a los atrapados mediante maniobras que fueron declaradas como irresponsables y le costaron la carrera.

Pero no importa, porque en este preciso instante Latura está justo frente a la explosión y sabe lo que hay que hacer: sacar a los atrapados por un corredor de servicio que atraviesa el túnel. A esta altura, el espectador que no esté azorado por el increíble cruce de coincidencias e hinche por Kit con desembozada emoción (aún a sabiendas de que es un asesino irresponsable, claro está) se verá convencido por la infortunada muerte de “nuestro” Viggo Mortensen, quien en la piel de un joven y exitoso empresario con tendencia a los deportes extremos se calza su equipo de alpinismo -que casualmente traía en su limusina- e intenta trepar por las grietas de lo que queda de los muros del túnel sólo para ser sepultado por una avalancha. Es entonces cuando el intríngulis queda bien claro: sólo alguien con mucha experiencia y un grado saludable de arrojadiza inconsciencia podrá salvar a los que quedan del otro lado. Lo que se sucede es una de las mejores actuaciones de Sly en los ‘90: superado por la situación por momentos, asombroso en su inventiva en otros, Latura logra rescatar a la mayoría de los cautivos -por supuesto, es necesaria una que otra lacrimógena baja- y se redime destruyendo el túnel por completo, la metáfora del Rubicon finalmente cerrada otra vez. El pasado no es nada sino aprendizaje, parece ser el mensaje de Daylight, y el aprendizaje es seguir adelante aún a costa de tomar riesgos.

alt text

Por supuesto, esto me trae a la mente otra peli sensacional, también protagonizada por nuestro (anti) héroe: Demolition Man, de 1993, en la que su co-estrella es un Wesley Snipes que canaliza en su physique du rol a una suerte de Dennis Rodman con instintos (más) asesinos. Se trata sin dudas de un film un tanto más popular que Daylight, lo que tiene que ver con la presencia de Sandra Bullock en su última aparición antes de Speed -película que lanzaría definitivamente su carrera- pero también con un set up de mucho mayor interés. Demolition Man se sitúa en un distópico futuro (2032, es decir, en apenas 16 años) donde el comportamiento humano, sus pensamientos y acciones, están fuertemente controlados por el utopista Doctor Raymond Cocteau (sí, es por ese Cocteau) quien organizó a la megalópolis de San Angeles -una unión de San Diego, Los Angeles y Santa Barbara que se dio tras un fortísimo terremoto- en torno a una serie de principios de índole pacifista que acaban no sólo con el crimen sino con toda actitud, digamos, “rara” para la época. Es entonces cuando Snipes, en la piel de Simon Phoenix, escapa de su encarcelamiento criogénico (lo habían congelado en 1996, hace 20 años nuestros) a través de un conocimiento de claves que sólo pudo haber sido implantado en él durante su reeducación, la que se da mientras está suspendido en criogénesis. La incógnita de quién puso en él esta información será develada de forma episódica, fragmentos que también tendrán que ver con la revuelta que los cruentos crímenes de Phoenix empiezan a causar en un tejido social poco acostumbrado a -y por lo tanto, aterrorizado por- el caos. La introducción de Stallone, entonces, se da por ósmosis: fue él quien logró atrapar al fugitivo durante una redada a sangre y fuego.

He aquí, entonces, la entrada a un nuevo dilema moral, bastante parecido al de Kit Latura: resulta ser que antes de tomar por asalto el sitio en cuestión, el Sargento John Spartan (Sly, claro está) y los suyos habían constatado que no había inocentes allí, sólo para encontrarse con que al verse cercado Phoenix detonó varios explosivos que derrumbaron el edificio y mataron a unos cuantos rehenes que él y su banda mantenían cautivos. Es por eso que Spartan estaba, al igual que Phoenix, en criogénesis: porque pese a su heroísmo había sido juzgado por asesinato, considerado culpable con sus irresponsables acciones de la muerte de gente que no tenía nada que ver. Una vez más, un comportamiento arrojadizo en el rostro mismo del peligro le sale por la culata, una nueva misión cumplida pero incumplida, un castigo que le arruina la vida: Stallone parece destinado a ser un antihéroe. Quizás por eso su carrera sea más duradera que la de los otros grandes nombres del cine de acción, cuyos métodos impolutos y necesarios los ponen siempre del lado de la ley. Sly no tiene miedo en plantearle a sus personajes y al público los dilemas morales del deber ser, el cruel pragmatismo de la urgencia como una espada de Damocles y la decisión extrema que no siempre es la adecuada.

Demolition Man, además, posee una lectura social de muy buena factura: quien insertó en la mente del psicópata Phoenix los conocimientos necesarios para que pueda escaparse fue el propio Cocteau, con el objeto de asesinar a un insurgente llamado Edgar Friendly (Denis Leary), quien lidera un grupo que resiste a los férreos mandatos de San Angeles bajo tierra, convencidos ellos del triunfo de la voluntad por sobre la autoridad. Cocteau quiere iniciar una suerte de limpieza étnica, instalar la idea del caos como un subproducto de la rebeldía de Friendly y los suyos para poder así perpetuar su mano de hierro a través de la inoculación de un pánico controlado; una lectura de teoría social hecha film de Hollywood. Lo que no sabe es que Phoenix no tiene fe ni credo más que el del propio y verdadero caos, y es por eso que termina asesinado por uno de los nuevos secuaces del reo -que por mandato no puede ser quien lo ejecute- en camino a la destrucción total de la ciudad en manos suyas y de su banda, la que reforzará con delincuentes conocidos como Jeffrey Dahmer (admito que me pareció una idea bastante tonta, pero se la dejamos pasar) que también están congelados. La climática batalla final entre Spartan y Phoenix en el centro criogénico es apenas una excusa para que una vez más el personaje de Stallone venza a la adversidad con sus propios y controvertidos métodos, explotando la prisión en el ínterin: una nueva y verdadera San Angeles nacerá de sus cenizas, libre del corset del pacifismo fascista de Cocteau, permeable al crimen pero protegida por sus propios dueños.

De esas mismas cenizas se alzará también el Sargento Spartan, pues antes de morir Phoenix le confesó riendo que había matado a los rehenes antes de que él llegara. Quiere decir que no es un asesino, quiere decir que, ahora sí, John Spartan puede disfrutar de su nueva vida siendo un héroe. Imperfecto, volátil, pero humano. Es momento, entonces, de abrazar su libertad (y su chica) y fundir a negro hacia los títulos finales, allá donde todo se supone que será felicidad.