cosas detrás del sol
Publicado originalmente en Medium el 27 de noviembre de 2014.
La vostra nominanza é color d’erba,
che viene e va; e quei la discolora
Per cui ell’esce della terra acerba.1Dante Alighieri, Purgatorio, XI, 115
Fame is but a fruit tree, so very unsound
It can never flourish ‘til its stock is in the ground
So men of fame can never find a way
‘til time has flown far from their dying day.2Nick Drake, “Fruit Tree” (Five Leaves Left, Island, 1969)
La fama es, como dice el dicho, una diosa caprichosa: evita a quienes la buscan, y se entrega a quienes no parecen desearla. En noviembre de 1974, en la pequeña población inglesa de Tanworth-in-Arden, un atribulado joven llamado Nicholas Rodney Drake puso fin a su breve existencia con un cóctel de pastillas. Este desenlace constituía el epílogo de una historia previsible: Drake, talentoso cantautor, había pasado buena parte de su vida adulta buscando seducir a una deidad que se le había vuelto esquiva.
Entre 1969 y 1971 grabó tres álbumes para el prestigioso sello británico Island, apadrinado por la Witchseason Productions de su mentor Joe Boyd y rodeado por algunos de los mejores músicos de su época. El primero de ellos, Five Leaves Left (1969), exhibe un cuidado y personal sonido tanto en los peculiares acordes que Nick ejecuta con precisión de concertista como en su canto leve, profundo y sensible, casi un susurro. Esa cercanía al micrófono reflejaba la personalidad introvertida del portador de aquella voz. Tras el nulo éxito comercial de lo que se esperaba fuera un boom, Boyd decidió cambiar las cosas para alcanzar las expectativas que tenía puestas en las canciones de Drake. Su segundo álbum Bryter Layter, de 1970, continúa la senda intimista de su antecesor, pero añade instrumentos de viento y cuerdas destinados a “edulcorar” e iluminar —de allí el juego de palabras con la pronunciación de brighter, más luminoso— las profundas composiciones de Nick.
Cuando Bryter Layter continuó por la senda del anonimato, el reclusivo Drake comenzó a negarse a jugar el juego discográfico: rechazó entrevistas, se retrajo de las presentaciones en vivo y desapareció de la vida pública. En octubre de 1971 entregó en las oficinas londinenses de Island su manifiesto final, el oscuro Pink Moon, editado a comienzos del año siguiente. Visto en retrospectiva, Pink Moon es un descarnado análisis de la psiquis de su autor, un recorrido a través de sus frustraciones, sus tristezas: su tortura. Su ausencia —que implicó perder contacto con sus pocos amigos— no ayudó a que cierta sensación reinante en el ambiente se disipara. Comenzaron a correr rumores que hablaban de un Drake en mal estado de salud. Las versiones se confirmaron en febrero de 1974, cuando tras un par de años de misantropía, Nick contactó al ingeniero de Sound Techniques John Wood para que le produjera un cuarto álbum.
Drake llegó al estudio en pésimo estado: disperso, distraído y volátil. Lejos de sus años de esplendor, no podía tocar y cantar al mismo tiempo. Las sesiones se prolongaron entre el asombro de sus colegas por la delicada condición de quien creían era el gran músico de su generación y la frustración del propio Nick. “Vos me dijiste que era un genio. Todos dijeron que era un genio. ¿Por qué no soy rico y famoso?”, le recriminaba a Joe Boyd —que había accedido a asistir a estas grabaciones— según recuerda él mismo en su autobiografía. Nueve meses después, en el más absoluto silencio, recluido en la casa de sus padres sin amigos ni dinero, Nick se bajaba un frasco de antidepresivos y terminaba su torturado periplo en búsqueda de la fama, la fortuna y el estrellato. Nunca sabría que en los años subsiguientes todo cantautor tomaría sus olvidados tres discos como referencia desde lo estético y lo espiritual.
Nicholas Rodney nació de forma casi casual en Yangon, a fines de los ‘40 todavía capital del estado de Birmania, hoy Myanmar. Su padre, Rodney, se había trasladado allí a comienzos de la década del ‘30 para trabajar como ingeniero en la Bombay Burmah Trading Corporation, empresa escocesa que llevaba fuerza de trabajo foránea a explotar suelo asiático. Entonces conoció a la hija de un militar estacionado en la India británica, Mary Lloyd. Se casaron ni bien Mary cumplió veintiuno. Compartían una gran afinidad por la música, que le heredarían a sus hijos Gabrielle (nacida en 1944) y Nick. En 1951, los Drake volvieron a suelo inglés para instalarse en Warwickshire, en el centro de la isla. La volátil situación de Birmania, que en 1948 —año del nacimiento de Nick— consiguió su independencia, fue el detonante que Rodney y Molly necesitaron para pegar la vuelta. En el terruño todo pareció prosperar. Rodney tenía un buen trabajo como director en la Wolseley Engineering, y sus hijos recibían la mejor educación posible. Nick asistió a un internado en Berkshire y luego a Marlborough, escuela en que todos los hombres de su familia —bisabuelo, abuelo, padre— se habían enrolado. En ese entonces su interés principal eran los deportes: tenía habilidad para el rugby y la carrera a pie. Por esos días se hablaba del menor de los Drake como un chico callado pero altanero, con una personalidad que estribaba en partes iguales en el sigilo y la consumada certidumbre en sus habilidades.
Esa fe en sí mismo se impregnó en sus primeros acercamientos a la música, que se dieron también en Marlborough. A partir de su sitio como pianista en la orquesta escolar empezó a experimentar con el clarinete y el saxo alto. El tiempo hizo mella en su personalidad, y el preadolescente que era bueno en los deportes se fue transformando en un adolescente con sensibilidad musical. A los dieciocho dejó el colegio de su padre en favor de un transformador viaje a Francia para estudiar en la universidad de Marsella. Un par de años antes había abandonado los instrumentos orquestales en favor de la más pedestre guitarra, para la que mostraba extraordinarias capacidades. Con ella entre manos, tocaría clásicos del rhythm & blues y el jazz estadounidenses por monedas en las calles francesas.
Después de seis meses en los que abrió su cabeza no sólo a la música sino al consumo de drogas —en particular la marihuana, que lo obsesionó hasta el fin de sus días, y el ácido lisérgico que consumió por primera vez en un viaje a Marruecos— y la vida comunal, Nick volvió a Inglaterra para estudiar literatura inglesa en Cambridge. Ya no parecían interesarle demasiado los logros académicos. Reportes de esa época lo describen como un joven brillante pero desaliñado, poco disciplinado y —sobre todo— hosco y hermético en el trato con sus pares y docentes. Al parecer, el divertimento de Drake en el campus consistía en placeres simples: se quedaba en su cuarto fumando y escuchando sus discos, que habían pasado de la música de cámara y el jazz al folk de Phil Ochs (uno de sus ídolos), Dylan y sus contemporáneos británicos. Uno de ellos, el bajista de Fairport Convention Ashley Hutchings, es el acreditado con “descubrir” el enorme potencial de Nick Drake como cantante y guitarrista.
Hacia fines de 1967 Nick se transformó en aspirante a músico profesional. Un encuentro con el compositor y arreglador Robert Kirby en Cambridge lo convenció de empezar a mostrar sus canciones en cafés y bares de la noche londinense, que estaba copada por la escena folk que propulsó a, entre otros, John Martyn y Bert Jansch. La oferta de lugares era grande, también la de cantautores, pero Drake logró resaltar. Ese estilo intimista, susurrado pese a su voz ancha y expresiva, sus afinaciones raras, la forma dulce y asertiva en que pulsaba las cuerdas de su guitarra y su presencia frágil y magnética intoxicaban de misterio hasta hacer que el público quisiera desentrañarlo. Había algo en Nick Drake. Hutchings fue uno de los alumbrados por el fenómeno, y se lo comentó al dueño de Witchseason Productions Joe Boyd, responsable del éxito de Fairport Convention y la Incredible String Band. Cuando Nick acercó una cinta a las oficinas de Witchseason, una canción le bastó a Boyd para proponerle hacer un disco juntos. Era el inicio de una relación mentor-protegido que traería tanta expectativa como presión a la vida del joven Drake.
Convencido —pese a lo inesperado y meteórico de su ascenso— de que esta oportunidad lo llevaría al estrellato, Nick decidió hacer a un lado Cambridge y concentrarse en la producción de su debut discográfico. Un año les tomó a Boyd, Drake, el ingeniero Wood y una troupe de músicos de la escena —entre los que se contaba a Richard y Danny Thompson y, como arreglador, su amigo Kirby— completar las grabaciones de Five Leaves Left, que Island publicó en el invierno de 1969. Para entonces, la campaña a favor de Drake había llegado al influyente disc jockey de la BBC John Peel, con quien grabó una sesión aún antes de editado su primer álbum. En retrospectiva, un Five Leaves Left de impacto inocuo en el mercado parece respaldar tanto las expectativas como el trabajo puesto en él. El distintivo estilo melancólico que caracteriza el canon de Nick es omnipresente. Partiendo de su icónica foto de portada, se desliza con sutileza a través de las canciones, desde la profética “Time Has Told Me” («time has told me not to ask for more / Someday our ocean will find its shore»3) hasta “Fruit Tree”, quizás la más esclarecedora de las declaraciones de Nick respecto a la dualidad entre lo que deseaba de su vida y lo que se abría ante él. Escuchamos a un chico cuyo talento no alcanza a esconder una fragilidad innata.
Pese a la calidad de Five Leaves Left, y a los esfuerzos de Island por intentar imponer la figura de Drake, el público no entendía bien su propuesta. La actitud de Nick no ayudaba. Las pocas presentaciones en vivo que se registran de la época funcionan como evidencia de su incomodidad frente a audiencias como las que tuvo siendo telonero de Fairport Convention en 1969. Nick no tocaba versiones, sólo canciones propias. Tampoco se molestaba en presentarse. Solía derivar en largas improvisaciones instrumentales, y se tomaba su tiempo afinando para llegar a los tonos que sus composiciones requerían. No pasaría mucho tiempo hasta que decidiera retirarse de los escenarios.
El enfoque de la sociedad Drake/Boyd respecto a la carrera del primero necesitaba un cambio drástico. El productor sugirió aprovechar la complejidad de las melodías de Nick y vestirlas con un marco más amigable. El resultado de esta experimentación sería el sutil Bryter Layter, segundo álbum en llevar la firma de Drake, que se grabó durante varios meses de 1970 y se editó el primero de noviembre de ese año. Acompañando al cantautor en esta aventura, a los músicos de Fairport Convention y su amigo y arreglador Robert Kirby se le suman presencias estelares como John Cale. Más ambicioso en términos de paleta sonora, aunque no demasiado alejado de la melancolía brumosa de su debut, Bryter Layter es un paso adelante para Drake. Se trata del más elocuente de sus álbumes desde lo lírico, donde abandona el lenguaje hermético en favor de una tierna humanidad —como muestran las dos fases de “Hazey Jane” y “At The Chime Of A City Clock”— e incluso un aire optimista en los versos de “Northern Sky”:
I never held emotion in the palm of my hand
or felt sweet breezes in the top of a tree
But now you’re here
bright in my northern sky4
Pero este enfoque aperturista no logró hacer honor a sus razones. Números del periodo sugieren que el álbum vendió apenas unas tres mil copias, cifra muy inferior a la media. Esto probó ser muy difícil de digerir tanto para Drake como para Boyd, que poco después del fracaso de Bryter Layter decidió salirse del negocio de la producción. En 1973 cruzó el charco para supervisar el área de bandas sonoras de la Warner estadounidense, vendiendo en el proceso Witchseason a su compañía madre. Ya que hablamos de Island, sus responsables hacían poco para disimular el fastidio hacia un Nick cada vez más retraído y renuente a ayudar a que los engranajes industriales tomaran velocidad. A los pocos y breves conciertos que dio para promocionar su segundo álbum —que las crónicas de la época definen como caóticos y angustiantes— se le sumaba su negativa a hacer acciones promocionales. Es aquí, tras la pérdida de su padrino artístico, que comienza el paulatino declive en la salud mental de Nick Drake, espiral descendente que acabaría con su vida en poco más de tres años.
Corría 1971. Drake pasaba sus días cada vez más aislado en el departamento londinense que alquilaba con el estipendio mensual que Island le pagaba por indicación de Boyd. Quien atendió las señales fue su madre. Durante los primeros años de matrimonio con Rodney, Molly había batallado con una feroz depresión que la tuvo varias veces al borde del suicidio. Lo que vio no le resultó alentador. Su hijo se había transfigurado de un torrente de ideas y bríos triunfalistas a un avinagrado joven convencido de que el mundo —productores, sello, periodistas, otros músicos— era el responsable de que sus canciones no llegaran a más gente. A instancias de su madre, Nick decidió hacer una consulta en el pabellón psiquiátrico del hospital St. Thomas. Allí volvió a aparecer el Drake negador, rebelde. Tras un breve periodo consumiendo los antidepresivos que le habían sido prescriptos —lo que le producía mucha ansiedad, ya que temía por los efectos secundarios de mezclarlos con marihuana— los abandonó, convencido de que podría salir de su estado sin la ayuda de ningún fármaco.
Es entonces cuando se dio el que tal vez sea el suceso más extraño y trascendente de su vida: el registro de su tercer y último disco, el profético Pink Moon. Island lo había abandonado: sólo le pagaban su sueldo con resignación, esperando que expirara su contrato. Sus álbumes habían sido costosos y no habían dado ni por asomo los dividendos esperados. En dos años había pasado de ser la gran promesa de uno de los sellos más importantes del Reino Unido a un fracaso más. Parece una historia normal, pero Nick no era un tipo normal. El tortuoso proceso de disección al que había sometido a su carrera había arrojado una, para él, obvia conclusión: el problema había sido sublimar su talento, dejarse edulcorar por las teorías que se venden como pasajes al estrellato. La producción de sus discos anteriores —sobrecargada, melosa, excesiva— había sepultado debajo de capas y capas de ruido innecesario al verdadero Nick Drake, el que había conquistado a Joe Boyd.
La génesis de Pink Moon no le va en zaga a la espontánea historia de su grabación. Al parecer rondaba por la cabeza de Drake desde hacía al menos un año. Esta idea aparece en la única entrevista que dio en esos tiempos, cuando le dijo al periodista de Sounds Jerry Gilbert que quería hacer «algo con John Wood, el ingeniero de Sound Techniques», donde habían sido grabados Bryter Layter y Five Leaves Left. Su ambición se vio realizada en octubre de 1971, tras una breve estancia en la casa de verano del fundador de Island Chris Blackwell, quien sería el último en perder la fe en él. Revitalizado por los buenos vientos y el clima cálido de España, en oposición a la opresión húmeda de Londres, Nick convocó a Wood para que le ayudara a grabar algunas canciones. Esta pose desapegada —con pocos rastros del perfeccionismo que lo caracterizaba— sorprendió a Wood, quien sin embargo se dio a la tarea con entusiasmo. Fueron apenas dos sesiones —ambas por la madrugada, ya que Nick no tenía tiempo de estudio asignado— en las que grabaron cinco temas por vez, con Drake tocando la guitarra, cantando y sumando un piano para la primera canción del disco, la que le legó su nombre.
Pink Moon salió recién en febrero de 1972, con una campaña promocional que hacía hincapié en el hecho de que la primera vez que Island supo del disco fue cuando estaba terminado y una portada —obra del artista Michael Trevithick— que debió elegirse de entre las que el sello tenía en catálogo. La imagen de un Drake cada vez más deteriorado, encorvado y con la mirada perdida, se consideró poco comercial. Su edición generó poca expectativa y tuvo aún menos rebote. El sonido espectral del disco, con su instrumentación dispersa, confundió a los críticos y al público. Pocos entendieron que Pink Moon muestra con descarnada sinceridad el descenso de la psiquis de su autor al averno de su sufrimiento. «Take a look, you may see me on the ground / for I am the parasite of this town»5, canta en “Parasite”, y sus palabras se cubren del pesado velo que augura el desastre. Lo mismo sucede con las inquietantes emociones de “Place To Be”:
And I was strong, strong in the sun
I thought I’d see you when day is done
Now I’m weaker than the palest blue
Oh, so weak in this need for you6
Porque Pink Moon es un álbum plagado de señales, una colección de las obsesiones y las tristezas de un tipo cada vez más corrido del eje, cuyo hilo de unión con la realidad —cansinamente afinado por sucesivos fracasos— empezaba a amenazar con cortarse. Wood, único conocedor (y no del todo) de este trasfondo, estaba perturbado por el resultado de las sesiones, agradeciendo que las once canciones del disco apenas llegaran a superar veintiocho minutos. En efecto, por toda su innegable genialidad, Pink Moon puede ser difícil de sobrellevar dados los hechos que antecedieron a la salida del álbum, y también los que lo sucederían.
Poco se sabe de Drake después de su mudanza a los suburbios en los que lo encontraría la muerte. Pink Moon fue un auténtico canto del cisne. Nick le dijo a Wood que sus cables estaban pelados, que no había más piel, sólo nervios. Con esto quería decir que ya no tenía más canciones, pero también que no ya entendía qué era eso de sentir. Volver a casa era una movida lógica: sólo le quedaban la preocupación y el amor de los que siempre habían querido entenderlo. Aliviados de que recurriera a ellos, seguros de que podrían cuidarlo, Molly y Rodney le acondicionaron un cuarto con una bandeja, un escritorio y una cama. Era todo lo que Nick requería para llevar adelante su frugal existencia, que se había vuelto aún más mesurada ya que Island sólo le pagaba veinte libras. “No me gusta estar en casa”, le dijo a su hermana Gabrielle, “pero no soporto estar en otra parte”.
Drake podía hacer ocasionales y sorpresivas visitas a sus amigos, entre ellos Robert Kirby. Sus apariciones podían prolongarse por horas, en las que casi no emitía palabra. Se limitaba a escuchar música, fumar y quedarse dormido. Así como se presentaba, se iba a los dos o tres días. Podía estar meses sin volver. Otra de sus actividades consistía en sacarle las llaves del auto a su madre y manejar sin rumbo hasta que se le terminaba la nafta. Su apariencia había cambiado drásticamente. Poco quedaba de la presencia magnética de sus primeros años. Tenía la piel amarillenta y los ojos enrojecidos, opacos, distantes. A comienzos de 1972 sufrió un colapso nervioso en el subte londinense y debió ser hospitalizado por cinco semanas. Sus salidas se hicieron más y más infrecuentes. El miedo de Nick parecía ser al exterior, a lo desconocido, a lo que antes era una realidad; el elogio de un extraño, el escrutinio de sus capacidades por parte de desconocidos, la renuencia a escucharlo de los que estaban abajo del escenario, las preguntas de los periodistas. Toda su vida había sido forzado a hacer lo que no quería: ir a un colegio importante, volver a su país a estudiar, convertirse en una estrella de la música. Lo que a él más le gustaba era estar tirado en las calles de Francia fumando porro y cantando blues por monedas.
La fama lo había hecho su esclavo. Quería que lo reconocieran, pero fue depositario del peso de una expectativa desmedida, demasiado pesada para los hombros de un joven que escondía tras su bravuconería un niño interior inseguro. Siempre que había necesitado un solaz había recurrido a la música. Por eso creyó que podría salvarse a través de ella. De allí que convocara a Wood en febrero de 1974. Hasta julio de ese año se dieron unas sesiones dispersas, difíciles, que mostraban en primera persona el declive de aquel chico especial. La presencia de su antiguo mentor Boyd en la sala complicaba las cosas para un Drake ya deteriorado, que se quejaba más de lo que tocaba. Pese a todo, algunas canciones quedaron casi terminadas. Tanto Boyd como Wood esperaban volver a encontrarse con él para seguir trabajando en algo que, creían, podría sacarlo del pozo. Pero cuando Island cortó su estipendio, Nick entró en una espiral que probaría ser la última. Perder aquel resabio de su conexión con el mundo fue la estocada final.
Enfermo, débil y deprimido, en la madrugada del 24 de noviembre de 1974 tomó una dosis mayor a la que acostumbraba de amitriptilina, antidepresivo que le había sido recetado aquella vez en St. Thomas. Molly lo encontró al mediodía del lunes 25, recostado a lo ancho de la cama en la que se había zambullido la tarde anterior después de visitar a un amigo. Tenía veintiséis años.
El tiempo hizo de su legado uno de los más importantes de la historia de la música contemporánea. Sus canciones —dispersas a lo largo de tres álbumes y unos cuantos compilados— han servido de inspiración para generaciones de músicos que ven en su genialidad una referencia. La fama es, sin dudas, una diosa esquiva. Pero también es una falacia, un atavío. Como la obra de Nick Drake prueba póstumamente, la notoriedad es una ilusión con la que se nos engaña. Se nos vende una eternidad incomprobable, y a cambio se nos pide abandonar la esencia que nos hace únicos en pos de una versión que pueda ser consumida. Pero las canciones —sobre todo las de un tipo como Drake— no son bienes fungibles. Son enseñanzas, viñetas sobre la vida. Eso no puede venderse ni comprarse. La vida se vive y, quizás, se aprende. También quizás, a veces, algo de ella pueda enseñarse.
You can say the sun is shining if you really want to
I can see the moon and it seems so clear
You can take the road that takes you to the stars now
I can take a road that’ll see me through.7Nick Drake, “Road” (Pink Moon, Island, 1972)
And give his own and take his own
and rule in his own right
And though it loved in misery
close and cling so tight,
there’s not a bird of day that dare
extinguish that delight.8William Butler Yeats, “A Last Confession”
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«Es vuestra fama del color de la hierba / que viene y va, y que se decolora / Que de la tierra se recoge amarga.» Esta y todas las traducciones son propias. ↩
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«La fama es tan poco interesante como un árbol frutal / que no florece hasta que su fruto está en el suelo / Tal como los hombres de fama no encuentran su camino / hasta que el tiempo se les ha acabado.» ↩
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«El tiempo me ha dicho que no pida más / Que un día nuestro océano encontrará su costa.» ↩
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«Nunca antes había tenido una emoción en la palma de mi mano / ni sentido la dulce brisa de la copa de los árboles / Pero acá estás / iluminando mi cielo norteño.» ↩
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«Mirame bien, tal vez me veas en el suelo / y es que soy el parásito de este pueblo.» ↩
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«Y era fuerte, fuerte en el sol / Pensé que iba a verte al final del día / Ahora estoy más débil que el azul más pálido / Tan débil, necesitándote tanto.» ↩
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«Si querés podés decir que el sol brilla / Yo puedo ver la luna claramente / Si querés tomá una ruta que te lleve a las estrellas / Yo puedo tomar una ruta que me lleve hasta el final.» ↩
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«Dar lo propio, tomar lo propio, / vivir la propia vida / Y aunque amara miserablemente / asido con desesperada firmeza / No existirá un pájaro diurno que ose / extinguir su disfrute.» ↩