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mi chica de humo

Ver Girls como observador pasivo resultó, al menos en mi caso, una veloz autopista a la desmitificación de un programa entendido como rupturista y atrevido. Por supuesto, la teoría dirá que, como hombre, no soy parte del público objetivo de la serie. Se entiende desde su título -y se extiende a su temática- que Girls es un programa hecho por chicas para chicas y, como tal, se ocupa de las problemáticas de la mujer moderna en el mundo moderno. Suele citarse esta como una de las grandes razones por las que el show y su creadora Lena Dunham se han ganado el reconocimiento de la comunidad. Se supone que como programa de TV con excluyente foco en la visión femenina del mundo contemporáneo Girls plantea además una apropiación de la mujer en la relación con su entorno, mirada que permite derribar los estereotipos que el propio ambiente ha construido en torno a su rol en los contenidos televisivos. Resulta difícil, sin embargo, distinguir cuáles serían las problemáticas específicas de género en una serie cuya construcción es más bien homogénea, desarrollándose en torno a interrogantes que son bastante comunes a una visión posmoderna de las cosas. Amor, desamor, amistad, sexo, ambición, vínculos familiares, todas estas cosas van sucediéndose como temáticas conexas en la última temporada del programa, que ve además como su alma máter (la propia Dunham) es atravesada por un conflicto existencial arquetípico de la post adolescencia: una ruptura amorosa exacerbada por la pérdida del vínculo más cercano -su mejor amiga- en manos, justamente, del jovencito que le rompió el corazón.

Partiendo de esta base, Girls (al menos esta temporada) se estructura como una suerte de viaje de descubrimiento emocional del castigado personaje principal, Hannah, a través de la anhedonia que le sobreviene al reseteo forzado de su habilidad de amar. Se trata de una premisa remanida, aunque condimentada con la visión tópica de su protagonista, una chica con mucha capacidad para el sarcasmo (y poca para el autocontrol) que va rebotando de situación en situación con un desinterés tan posmo como estructural. Es entonces cuando uno no puede dejar de detenerse en la fundamental premisa socioeconómica que funciona como alfombra sobre la que toda trama se estructura. Ningún planteo argumental puede completarse sin dejar claras las relaciones de poder inherentes a su concepción, y la situación de clase es una de las más importantes maneras de generar (o no) empatía con los personajes y explicar -sin profundizar- sus motivaciones y su contexto. En Girls -como en casi toda producción de Judd Apatow- no se ven carencias ni preocupaciones económicas. Como si de una tropa de Cosmo Kramers se tratara, sus protagonistas flotan por New York, una de las metrópolis más caras del mundo, con el desentendido desparpajo de la independencia financiera. Relacionar esta visión con la crianza de la propia Dunham, una chica bien de la aristocracia artística neoyorkina -su papá pintor, su mamá fotógrafa- con la correspondiente estancia en un oneroso internado y el obligatorio título universitario, es casi una obviedad; cualquier conexión con las problemáticas de género la experimentó leyendo libros y no en el fragor de la calle. Resulta entendible, entonces, que haya pergeñado un show en el que habla de lo que conoce: blancos de clase media alta con problemas existenciales amplificados por un prisma que combina superficialidad, narcisismo y egolatría.

La construcción de los personajes de Girls, por ende, se encuentra atravesada por esta combinación poco grata. Sus inquietudes se desarrollan en un registro que al coquetear con el humor sin dejar de intentar hacer pie en el drama pierde toda importancia y atractivo: Hannah y sus amigas atraviesan sus desilusiones con una levedad que esconde tras de sí el desvinculado eje existencial de la clase de la que provienen. Tal vez Dunham busque representar al género femenino escapándole a estereotipos planteados por los formatos televisivos hace ya tiempo, pero lo cierto es que esta idea palidece ante otros arquetipos que acercan a sus protagonistas a lo que bien puede ser una visión machista de las realidades de la mujer: las módicas transgresiones del consumo social de drogas y la exploración de la libido, las habituales salidas de compras, los retiros espirituales, todo confluye en una construcción discursiva que no puede escaparle nunca al eje egocéntrico y trivial establecido por su creadora y guionista. Es ella misma la que pone a su personaje -de forma inteligente- como una exposición viviente de las muchas maledicencias de su estilo de vida. Podría pensarse como una buena manera de mostrar las contradicciones de tenerlo todo y no conformarse con nada (el mal del niño rico con tristeza) pero nuevamente la cuestión es abordada con la frivolidad que parece envolver la serie como una constrictora telaraña de la que resulta cada vez más complicado zafarse1. Dicho con simpleza: a través de sus múltiples desventuras y desilusiones, Hannah no aprende nada. O más bien, si uno se guía por el final de temporada, aprende algo. Lo triste del caso es que el aprendizaje que debería sintetizar su indagación se resuelve en una conclusión tan característica de su praxis como de su ethos: más allá de lo que pase con los demás, ella, al menos por una noche, zafó de sus responsabilidades.

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¿Puede una serie con una bajada filosófica tan marcada representar a un colectivo tan heterogéneo? Resulta difícil imaginarse a ciertas variantes -tan abigarradas como iconoclastas- de la doctrina feminista identificándose con las desventuras de Hannah y sus amigas. Es una verdad de perogrullo, a esta altura, que lo primero que tiene que mostrar un personaje femenino para salir de la norma establecida por el machismo es una libertad sexual casi desvergonzada; aquí sí Girls cumple a la perfección con la premisa, pero lo que sugiere es una dosis poco saludable de pacatería. En un giro argumental que ya expresó con mucha más sensibilidad y respeto la impecable Transparent 2, el padre de Hannah se revela como homosexual. Su hija no repudia este descubrimiento, que pasa desapercibido hasta que hace eclosión en la indecisión de su madre acerca de la continuidad del vínculo que la une a su marido. Su renuencia a abandonarlo es recibida por Hannah con una mezcla de incredulidad y rechazo, que la lleva a evitar y agraviar a sus padres. Se combinan aquí dos factores que, en su consonancia, hacen de este un perfecto ejemplo de la vacuidad que reina en el show: la aversión de su protagonista por la idea del compromiso tras aquella ruptura tan dolorosa3 y un rechazo inexplicable a la identidad sexual de su padre. Inexplicable porque Hannah -en un episodio poco feliz- prueba ella también los límites de su heterosexualidad, sólo para descubrir que el ánimo general de su vida hasta entonces -una mezcla entre la abulia y la ironía- copa también sus ansias de exploración. Por supuesto, parece decirnos la serie, siendo ella una joven en busca de su camino, esta prueba es comprensible. Si lo mismo ocurriera (¡dios nos libre!) con nuestros viejos, entonces nuestro ejercicio de “aceptación” será tan sarcástico y carente de entusiasmo como nuestra posmodernidad nos permita.

Queda claro que un ejercicio de análisis como este no debería hacerse en el vacío, sobre todo cuando Girls acumula varios años construyendo una identidad propia para sí y sus personajes. Pero es cierto también que la sucesión de temporadas apunta justamente a que el armazón incremental de los capítulos vaya revelando conductas, cerrando incógnitas, desandando recorridos. La idea es que, como en la vida misma, el tiempo transcurrido vaya forjando el carácter de los protagonistas, y que los sucesos (felices o dolorosos) no sean en vano sino que apunten a profundizar su humanidad. Después de todo, se trata de personajes que pese a ser de ficción buscan representar un microclima de la sociedad. El domingo pasado fue el final de la quinta temporada de Girls. La idea de Dunham, aparentemente, es que haya una última y final tirada de diez episodios en la que todas las historias que quedan abiertas en el guión encuentren su cierre. Por supuesto, su talento como escritora le saldrá en auxilio a esta necesidad, y es probable que tal como las anteriores cinco, la sexta y última temporada de la serie sea un éxito de proporciones que ayude a cementar aún más el perfil de su creadora como una de las representantes más notorias de la visión femenina en los medios masivos de entretenimiento. De algún modo, los valores que Dunham y su show transmiten son típicamente estadounidenses (tal vez neoyorkinos) y dolorosamente contemporáneos: individualismo, superficialidad, etnocentrismo, endogamia, todos ellos confluyen en el ethos de un tiempo en el que el movimiento vertical de lo visible esconde significados oblicuos un tanto más preocupantes para la posteridad. Es válido, entonces, preguntarse si Girls será uno de esos productos que se pensarán y analizarán en un futuro como reflejo de una era y, sobre todo, qué era será esa: si la de la reivindicación de los valores de los muchos colectivos que conforman una sociedad, o la de su licuefacción circunstancial en manos de las elites que ostentan una posición dominante en la construcción del discurso.


  1. Lo mismo parece pasarle a la alguna vez simpática Unbreakable Kimmy Schmidt, atrapada irremediablemente en su humor ingenuo y exagerado. El salvoconducto, en este caso, es que estamos ante una sitcom y no un drama. 

  2. Por supuesto, no estoy comparando al personaje de Peter Scolari con el de Jeffrey Tambor, es una simple mención de problemáticas análogas. 

  3. En la misma temporada, una separación propia es tratada con idéntica frivolidad. “I’ll be happy to pay for an Uber to transport you and your stuff out of my apartment”, concluye ella, unilateral, el (en teoría) difícil rompimiento.