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Todo se resuelve en los primeros minutos. Una línea de bajo hipnótica, un pulso repetitivo, insistente. Por detrás, delante y a los lados de la mezcla, una batahola percusiva, un colchón demente que seduce con su reiteración. Dibujando figuras sobre este enjambre de sonidos, una guitarra distorsionada y los quejidos de un saxofón compiten por la atención del oyente. Pero lo que persiste es el ritmo. Lo que sea que pasa arriba no importa tanto como ese groove entrecortado y potente, la destilación de un concepto y, también, el final de un recorrido. Estás escuchando a Miles Davis, pero en realidad ya no lo estás escuchando a él. El hombre de mil versiones —el fino trompetista de los arreglos suntuosos, el tipo que reinventó el bebop sólo para romperlo, la superestrella del jazz— ya no tiene más que demostrarle a nadie. Quizás por eso quiere romper con todo.
Habían pasado apenas tres años desde su última mutación, cuando abandonó las convenciones del estilo al que había ayudado a definir para ir hacia un sonido híbrido, moderno. Quería acercarse a las multitudes que se habían enamorado de la expresividad desprolija de la psicodelia. In A Silent Way fue la primera versión de esa idea que lo consumiría: crear una música sin forma, que pudiera sostenerse a partir de su fuerte impronta rítmica. Teo Macero, su cómplice, le mostró el arma que lo cambiaría todo: una simple navaja. Macero cortaba —y luego pegaba a mano— los interminables fragmentos de improvisación que Miles le hacía tocar a sus ensambles cada vez más grandes, a menudo con una instrucción intencionalmente difusa: tocá rojo, decía, acá un poco más violento. Así, componía algo nuevo, irrepetible fuera del estudio. Mientras, un Davis cada vez más consumido por sus demonios buscaba un último acto de magia: desaparecer dentro de su propia música. Crear un groove tan potente que ya no importaría ni su trompeta asordinada, porque todo —el sonido, el público, los críticos, el dolor— estaría allí dentro, envuelto, sin salida.
Los historiadores del género caracterizan a esta época como la decadencia de Miles. Es fácil, dicen, la ecuación es así: es el momento en que dejó de “inventar” para empezar a “imitar”. A Jimi Hendrix, al que envidiaba sin tapujos. A James Brown y sus larguísimos y concéntricos temas. A Sly Stone y su desprejuicio multirracial y protestón. Pero por sobre todo, al poder que estas figuras de la música negra tenían para convocar a la juventud. Cuentan que miraba aquellos grandes festivales y se enojaba al pensar que él también merecía estar en esos escenarios, frente a cientos de miles de pibes con los ojos desorbitados y la conciencia elevada. Pero en su lugar tenía que tocar para los mismos cincuenta idiotas de traje que le hablaban encima. Así que tomó una decisión. Si el jazz ya no tenía nada para darle, él no tenía nada más que darle al jazz. Miles abrió una puerta, como siempre: nunca algo vinculado al jazz sería más popular que en la primera parte de los ’70, con el nacimiento de la llamada fusión. Pero su inmolación tuvo un costo. Sería criticado como nunca antes, iniciando una espiral descendente en la que renunciaría a todos sus bronces en pos de un sueño final. Ser, él mismo, el groove.
Dejó la sastrería y se envolvió en telas de colores. Se empapó de misticismo, se rodeó de músicos jóvenes y fue permeable a ideas ajenas más que nunca. En vez de buscar la toma perfecta, invocó al error y abrazó el exceso. Se imaginó como un chamán, una especie de alquimista que manipulaba una sustancia peligrosa. Esta impronta intoxicó también su vida personal, que tomaba un pulso cada vez más tanático. En octubre del ’69 lo tirotearon en su auto. Salió ileso y se sintió omnipotente: de esa experiencia nacería la opus magnum de este periodo, el insondable Bitches Brew. En el rol de director de una orquesta de precoces talentos —Wayne Shorter, Joe Zawinul, Chick Corea, John McLaughlin, Lenny White, Airto Moreira: todos ellos tendrían sus propias y muy exitosas bandas de fusión después de esta experiencia— Miles lograría, como lo dice el título de uno de sus temas, recorrer el vudú. Pero lo que hoy parece un éxito no lo fue entonces. Tocar junto a bandas de rock llevó a que la prensa afroamericana lo tachara de genuflexo, y la de jazz de vendido. El público, para colmo, tampoco entendía bien su nuevo sonido. Columbia, que siempre lo había acompañado, no sabía qué hacer con él, pero su contrato —le pagaban algo así como seiscientos mil dólares anuales— los obligaba a seguirle el paso casi a cualquier costo.
En 1970 fue a ver a Stevie Wonder al Copacabana neoyorquino. Lo obsesionaba entender a los jóvenes, y quiso ver cómo reaccionaban al pop delicado y melódico de uno de los grandes hitmakers de la época. Pero lo que lo impresionó no fue el dominio escénico de Stevie sino el tipo que estaba a un costado, sosteniéndolo todo. Se llamaba —se llama— Michael Henderson. Terminado el concierto, Miles fue al backstage. De su boca sólo salió una frase: «me llevo a tu bajista». Nacía la que es posiblemente la última alianza creativa fructífera de su carrera. Estimulado por el compás de Henderson, empezó a estudiar los trabajos de Karlheinz Stockhausen. Descubrió que no había mucho más que hacer en términos melódicos. Quitó de las formaciones de sus grupos los instrumentos de viento —su propia trompeta tuvo cada vez menos protagonismo— y sumó variantes percusivas como la tabla hindú y la guitarra eléctrica con distorsión funk. Instó a sus músicos a tocar, cada vez, una sola y extensa improvisación rítmica con la idea de que esa marcha infecciosa, casi robótica, sostuviera cualquier cosa que pasara encima.
Esta postura encontraría su más extrema expresión en las tres sesiones —dos en junio y una en julio— de 1972 en las que el estudio E de Columbia en New York se transformó en el laboratorio del que saldría la obra más rupturista de la carrera de Miles. «El disco más odiado de la historia del jazz» fue también el último de su periodo más creativo. Se llamó On The Corner. Apenas tres años más tarde, Miles decidiría retirarse; exangüe, adicto, perdido en su propia entropía, harto de que nadie lo comprendiera. No viviría para ver a On The Corner revalorizado como uno de los manifiestos más avanzados de esa creatividad adelantada a su tiempo, que exponía sus flancos a los malos entendidos. Pagaría cada uno de ellos con su propio cuerpo. Pareciera ser el precio de la genialidad: llegar donde nadie pensó que se podía ir sólo para darte cuenta de que nadie, tampoco, quiso acompañarte. El resentimiento que alimentó sus años finales nace aquí. En el ritmo que lo envolvió todo, pero que no lo hizo invulnerable. Más bien lo contrario.
Cuatro composiciones, dos breves —una de cinco minutos, otra de seis— y dos más extensas, de veinte y veintitrés minutos. Una lista interminable de músicos que incluía cinco bateristas, cuatro tecladistas, tres vientistas, tres guitarristas, dos sitares, un cello y una tabla, además del bajo de Henderson y la trompeta, casi ausente, de Miles. Una tapa amarilla, ilustrada con émulos de aquel público —joven, bello, hipster— al que estaba dirigido el álbum pero sin información sobre su contenido, abstracción que obligaba a apoyar la púa y escuchar sin prejuicios. Pero los prejuicios llegaron, y con qué intensidad. Repetitivo, caótico, deforme, insultante, aburrido, impenetrable, arrogante, desafinado, inservible, grotesco. Diez palabras de las muchas que se dijeron sobre él. Lo cierto es que On The Corner es el vehículo de una música que escapa a las caracterizaciones, porque como con el ritmo, lo importante es sentirla. Y vaya si se sienten cosas. El lugar común tour de force se queda corto, porque lo que hay en estas composiciones es movimiento, más que fuerza.
Se trata de una serie de improvisaciones mejoradas por el cut-and-paste burroughsiano, pero que guardan entre sí un patrón común: el que desprenden las cuatro cuerdas eléctricas de Henderson, titán que sostiene en sus hombros la estructura infernal de ese mundo de significantes y permanece firme de cara al caos. No sorprende que el disco confundiera a los que estaban acostumbrados a lo estático, a lo melódico, a lo armónico, a lo bello. On The Corner parece atacar a voluntad esos conceptos en busca de lo que existe más allá. Miles apuntaba directo a las mentes jóvenes, abiertas, eclécticas. «No me importa cómo se llame lo que hago, quiero que me escuchen los chicos; así quiero que me recuerden: como alguien que hacía música para chicos negros», decía entonces, enfrentado de manera tajante con los críticos que favorecían los avances del free jazz. Para ellos, había pasado de ícono a pobre diablo, uno más de los caídos en la desgracia de su propia intransigencia.
Entraría en un periodo extraño, escapándole a los estudios para dedicarse a tocar con una formación en la que preponderaban Henderson y el tecladista Lonnie Liston Smith. El resto de los instrumentistas, sin embargo, eran de otros palos. Necesitaba que lo ayudaran a realizar su visión texturada y rítmica, alejada de los convencionalismos del jazz. Otra vez su vida espejaría al riesgo que tomaba su carrera: en octubre del ’72, poco antes de la salida oficial del álbum, se rompió los dos tobillos en un accidente de auto. Fue entonces cuando entraron a su vida los analgésicos, que se sumaron a sus habituales consumos de cocaína y alcohol para formar un cóctel en el que, según él mismo contó en su biografía, «todo empezó a disolverse». Sus presentaciones en vivo se volvieron cada vez más erráticas, y sin más novedades discográficas que algunas grabaciones en directo rapiñadas por Columbia, Miles empezó a encerrarse en sí mismo hasta abrazar la desaparición como consuelo para ese fuego interno que ardía sin descanso.
On The Corner sobrevive como el último manifiesto de la genialidad y el arrojo de un tipo que se pasó la parte final de su carrera buscando retazos de aquella magia perdida, enojado y triste por la injusticia de ser un incomprendido. Décadas transcurrirían hasta que este álbum maldito fuera reconocido como digno de su creador, un auténtico visionario. Hoy es considerado una obra maestra: predijo la hibridación de géneros que caracterizaría a la música popular del siglo XX, y ayudó a pensar en el uso de los ritmos de una forma cuyo impacto en la cultura afroamericana —y popular— se siente hasta nuestros días. En apenas unos minutos, Miles Davis arrancó una revolución. Pero se quedó solo, enredado en el ritmo, para luego esconderse en el silencio. Volviendo a escucharlo, cincuenta años más tarde, todavía se puede capturar ese instante en el que pensó que era posible perderse y ser música.