lo hermoso del universo
El 17 de julio de 1967, en el hospital Huntington de Long Island, se apagó la vida de John Coltrane. Tenía 40 años. Había atravesado una redención que elevó su arte hacia lo trascendental, pero su cuerpo aún era el de un ex adicto. El cáncer que carcomió su hígado cercenó una de las parábolas musicales más fascinantes del siglo XX. Algo más de cincuenta años después y a pocos kilómetros de aquel lugar —en un juego de simetrías que hubiera hecho las delicias de Borges— una indagación detectivesca le permitiría al mundo vislumbrarla en un artefacto extraviado, uno de esos anacronismos que a la realidad le encantan.
Todo empezó con una flecha al vacío. Un correo de junio de 2017 en el que se leía: «tras la pista de una colección depositada en el Instituto del Sonido del Carnegie Hall en 1969 y que desapareció, al parecer junto con el Instituto, en 1975». A comienzos de los ’60, la esquina de la Séptima Avenida y la 56 había sido sede de la disparatada iniciativa de un tal Richard Striker, que quiso construir un archivo interminable de música grabada al que se pudiera acceder por suscripción. Por desgracia, Striker sufrió un infarto en 1974. Con él también murió su proyecto. Richard Alderson había sido el jefe de la división de ingeniería del Instituto. En 1969 se mudó a México, dejando en custodia de Striker metros de cintas. La mayoría eran registros de conciertos en un sótano en la esquina de Thompson y Bleecker —corazón del Greenwich Village, epicentro de la movida hip de los ’60— llamado Village Gate, donde Alderson había colgado del techo un micrófono RCA-77 conectado a una grabadora de cinta abierta. En la misma época empezó a trabajar como sonidista de Bob Dylan. Ahí es donde ambas historias se intersecan. Lo que buscaba aquel mail eran un par de recitales de Dylan, uno en el Gaslight Café y otro en el Carnegie Hall, que Alderson recordaba haber registrado. En su lugar encontraría un mensaje de un mundo que parecía perdido para siempre.
Hay dos historias sobre la última década de la vida de John Coltrane que forman parte del folclore sobre el que se construyó la identidad postrera del jazz. La primera podría llamarse Miles convence a Trane. En 1960 se iban a ir de gira por Europa, pero Coltrane —como le pasaría varias veces en esos años— estaba harto. Habían perfeccionado el jazz modal hasta llegar a un punto en el que no parecía haber nada más. Furioso, ideó entonces sus “páginas de sonido”, solos que eran madejas de notas tocadas a velocidad inhumana y en un único, colosal, soplo. Miles no soportaba que le quitaran el centro de la escena, pero el público adoraba el estilo de John. John, en tanto, apreciaba todo lo que había aprendido, pero quería probar cosas que sabía que Miles no entendería. Para que se quedara, Davis le hizo un regalo. El saxo soprano es un instrumento ridículo, anacrónico, de sonoridad inconfundible. Jimmy Cobb, baterista de esa gira, contó que Coltrane pasó casi todo su tiempo libre apartado del resto, tocando escalas de apariencia oriental en ese saxofón que parecía un clarinete. Un año más tarde, el obsequio de Miles sería protagonista de la versión que John grabó de “My Favorite Things” —esa tonada ridícula, anacrónica, de The Sound Of Music— y que se volvió un éxito inesperado para todos, menos para él.
Fue su manera de arrancarse una piel para que creciera otra. La seguridad económica que le dio el apoyo de un nuevo sello le permitió experimentar como nunca. Africa/Brass, un disco inquietante, fue su debut en Impulse!. Sus polirritmias presagiaban un periodo de arrojo y aventura. Allí nació la segunda de las historias que se repiten cual cuento: la vez que Trane tuvo que defenderse. En el verano de 1961 hizo una residencia en el Village Vanguard con un quinteto en el que a su pianista y baterista de siempre, McCoy Tyner y Elvin Jones, se le sumaban el joven bajista Reggie Workman y el orquestador de Africa/Brass, el vientista Eric Dolphy. Tocaban sin red. Los temas se disolvían en improvisaciones que no reconocían forma ni melodía. John canalizaba el naciente free jazz entremezclándolo con aquel concepto de espacio que Miles le había enseñado. En medio de ese miasma, cual silencioso epicentro de bruto tornado, Eric Dolphy. Dolphy podía gorjear como un pájaro o explotar en ronquidos chirriantes. Esa valentía animaba a su amigo Coltrane a cruzar todo límite. El crítico de DownBeat John Tynan los vio en el Vanguard y escribió que eran la «demostración horripilante de una preocupante moda anti-jazz». Fue tal el escándalo que la revista tuvo que concederles un descargo. «¿Qué están tratando de hacer?», dispararon. «Buena pregunta», asintió, lacónico, Eric. John sepultó para siempre el interrogante. «Creo que lo que todo músico quiere es darle al oyente una idea de todo lo hermoso que sabe sobre el universo».
Tras su muerte, la viuda de Striker decidió donarle el acervo del Instituto a la Biblioteca de New York. Cuando la colección llegó a su nuevo hogar, las autoridades de la Biblioteca se vieron desbordadas. Más de diez mil LPs, el doble de simples y casi dos mil rollos de cinta abierta fueron inventariados a mano por un curador llamado David Hall. Así permanecieron durante más de cuarenta años, hasta que llegó aquel correo. Lo firmaba un archivista de Bob Dylan que gracias a Alderson supo que existía una versión más completa de lo editado en 2005 como Live At The Gaslight 1962. Alderson había vuelto a New York en 1975, pero era tarde: no había rastro del Instituto del Sonido en el Carnegie Hall, y nadie sabía dónde había ido a parar el material que resguardaba. Sin embargo, nunca olvidó esas grabaciones. Sabía que no sólo tenía a Dylan y Nina Simone (At The Village Gate, de 1962, lleva su sello) sino también a Monk, Art Blakey, Horace Silver y, claro, a Coltrane. Cuatro décadas después, la Biblioteca lo invitó a ver el inventario. Él les señaló el número 42 en la última página de las anotaciones de Hall, la que listaba las cintas de diez pulgadas. Coltrane Vill[age] Gate 1961. Busquen esta, les dijo. Cuando la trajeron, la miró con una mezcla de perplejidad y desencanto. Acá falta algo, acotó. Sigan buscando.
Por más orgullosa que fuera su retórica, Coltrane acusó el golpe que la crítica le asestó a su nuevo camino. Pasó un par de años haciendo discos de tinte conservador —como su colaboración con Duke Ellington— y discreta belleza, como Ballads, exploración de un género que le quedaba muy cómodo. Pero no renunció a su arrojo en los escenarios donde, a diferencia de lo que pasaba en el estudio, había encontrado un eje muy sólido. Tyner, Workman, Jones y Dolphy eran sus laderos, y en busca de ampliar su horizonte armónico había incorporado un segundo bajista para que dibujara figuras sobre el ya monolítico groove del quinteto. Jimmy Garrison y Art Davis fueron sus favoritos. Le gustaba que ocuparan “el espacio del pulgar” mientras el confiable Workman mantenía unido el delicado tejido que soportaba las placas tectónicas de sus movimientos. Estaba comprometido con un concepto del ritmo intransigente, explosivo, y una idea melódica donde apenas bastaba el vamp —un fragmento, la fantasmagoría de una canción— para que la inspiración los llevara. Si le pedían “My Favorite Things”, la frase inicial servía de excusa. Lo demás era un instante único, irrepetible, en el que la realidad se deformaba a su antojo.
Su mente volvía una y otra vez a África. En 1960, varios países sumidos en las garras del colonialismo habían conseguido independizarse, galvanizando un sentimiento de esperanza que cundió en los Estados Unidos de Coltrane a través del movimiento de los derechos civiles. También inspiró ese álbum raro, orquestal y polirrítimico, con el que John decidió empezar a utilizar los recursos de Impulse!. No sorprende, entonces, que los malentendidos fueran muchos y los beneficios comerciales más bien pocos. No sucedió lo mismo con lo que Coltrane y su cuarteto sacaron de la posibilidad de trabajar con semejante sentido de liberación. Por eso no era extraño que incrementaran, como en un trazado de arborescencias, las variaciones sobre lo grabado. La balada tradicional “Greensleeves” era una favorita, con su melodía contagiosa. Pero era la enrevesada, poderosa composición que le daba título al álbum —y a la obsesión de Coltrane— la que más los ocupaba. Solían elegirla para cerrar los sets del Village Gate. Herb Snitzer, fotógrafo de esas noches, recuerda un sótano a medio llenar —“habrán ganado cinco, diez dólares”— que apenas levantaba los ojos del plato para aplaudir al final, entre desinteresado y absorto por lo que acababa de oír.
La mente de Alderson también volvía una y otra vez a “Africa”. Como buen archivista, sabía que era una de las grandes ausencias en cualquier registro de esa época de Coltrane. Por supuesto, había logrado capturarla, como a una elusiva manifestación, en las noches del Village Gate. Aunque hubieran pasado cuatro años, no lo sorprendió que el teléfono volviera a sonar. Cuando le dijeron que lo llamaban de la Biblioteca de New York, un entusiasmo juvenil se apoderó de su interior. No lo dejó entrever al responder que sí, que ahí estaría mañana por la mañana, pero el recuerdo visual y táctil de la cinta lo tenía embelesado. Era lo único en lo que podía pensar. Cuando abrieron la caja, ahí estaba. Lo que él sabía, ellos habían tardado mucho tiempo en descubrirlo. Pero ahora el tiempo no importaba, porque si hacías girar el carretel, parecía no haber pasado nunca. La grabación no es de la mejor calidad, pero ese micrófono suspendido en el aire lo capturó todo: el vaho del sótano sudoroso, humeante y en penumbras. La catapulta rítmica que es Elvin Jones. McCoy Tyner clavándole sus agujas al piano, que se queja y después sonríe, canta. Los contrabajos ocupando al principio la misma frecuencia y luego, como el cauce de un río, dividiéndose en vertientes. Y, claro, la inminencia de ese anuncio a dos vientos, superpuestos y entremezclados. Aquí está todo lo que sabemos sobre lo hermoso del universo. Guarden este mensaje para siempre. Un día podrían necesitarlo.