dénsela a messi
Desde anoche me encuentro recordando una cita de Brecht que me gusta bastante, y que me hace pensar en la relación que tenemos los argentinos con Messi. Está en la obrita sobre la vida de Galileo, Leben Des Galilei. En un momento el tipo discute con uno de sus discípulos y le sostiene el argumento de que el trabajo de los científicos es lo opuesto al conocimiento y que no hay nada especialmente destacable en eso; que la idea de la labor del científico no es el descubrimiento como si saliera de un repollo sino más bien la eliminación -por la vía del socavamiento paulatino que supone el trabajo constante en una materia determinada- del margen de error. Herido en su orgullo de proto-prohombre, el discípulo le espeta un ácido «¡pobre del país que no tiene héroes!». Galileo (o Brecht en la piel de éste) le responde, somero y sagaz, «No. Pobre del país que necesita héroes.»
Expiar las frustraciones en los destinos y maledicencias de los muchachos que corren tras los gajos de cuero es, en realidad, el gran deporte argentino. En derredor de esta práctica nos gusta construir mitos, rivalidades, ficciones; el famoso “folclore” representado en lo absurdo de un amor que jamás podrá ser correspondido pues es el amor a lo inasible, a eso que no podemos controlar. ¿Cómo enamorarse de los vericuetos del destino? Supongo que todo empezó con la familiaridad que supone la relación de ciertos equipos con los lugares en los que nacieron (ser de un cuadro era, a veces todavía es, ser del barrio) y luego esta mística se trasladó a la camiseta celeste y blanca: un principio aglutinante, un lugar donde todos podemos alentar a los mismos tipos sin importar qué blasones vistamos domingo a domingo, incluso sin importar si alentamos a blasón alguno. Paradójicamente, o quizás no, el amor por la selección argentina nació en el peor momento moral de la nación: el mundial del ‘78 y su gesta patriótica, Menotti y su lirismo que armó el andamiaje de lo que se convertiría en una constante a lo largo de los años y las frecuentes decepciones puntuadas por las esporádicas gestas épicas. Quiso el destino ese al que el argentino mistifica que entre eso que fuimos y esto que somos apareciera la supernova futbolística que combinó en él lo apolíneo y lo dionisíaco, que rompió el molde del ser argentino y nos ancló en un imposible. Nunca más pudimos abandonar el triunfalismo maradoniano, por y a pesar del propio Diego. Ahí estaba nuestro héroe, la historia magnífica y casi de ficción. Lo tuvimos a él, el tipo que redefinió el fútbol y nos imprimió en la historia para siempre, y para siempre volvimos a buscar esa historia que nunca dejó de ser esquiva.
El último y más ilustre depositario de semejantes expectativas es (quizás fue) Messi. Pasó los primeros años de su carrera en la selección tratando de despegarse de todo ese bagaje, aumentado en su caso por la lupa dual de no haber jugado nunca en nuestras canchas y ser parte del mejor equipo de la era moderna en un tiempo en que es más fácil mirar al Barcelona por tevé que ir, digamos, a Villa Maipú a ver a Chacarita jugando de local. Es cierto que en esos días de juvenilia parecía sobrepasado y hasta cansado de la “responsabilidad” de vestir la camiseta argentina. No es para menos: desde el inicio de su periplo nacional, la norma fue una esperanza desmedida en sus capacidades que chocaba invariablemente con el impasible paredón de la realidad, la crítica despiadada apuntando sus cañones ya no a la incapacidad de los entrenadores o dirigentes sino a la culpa del supuesto astro, el fenómeno teórico, en el más reciente fracaso. Su tira y afloja con el equipo no lo ayudó públicamente, claro, pero con el tiempo -calculo que la madurez y la paternidad ayudan a ganar perspectiva- Messi mismo se dio cuenta de que lo que le faltaba era levantar el último y esquivo trofeo con la camiseta argentina, como un Rosebud inverso: si Charlie Kane pasó su vida extrañando un trineo que tenía cuando niño y que fue lo único que su fortuna no pudo darle, Lionel se dio cuenta de que su vida (pública y tal vez privada) no estaría completa hasta que pudiera tocar el metal del que están hechos los sueños de la mayoría de los que alguna vez patearon una pelota. La fama, la fortuna y los logros no son nada sin un sueño, y Messi fue a por ese sueño, aunque no fuera necesariamente el suyo. Fue una vez, dos veces, tres veces. Siempre le tocó sufrir, como al Ulises de Tennyson, y siempre quiso mostrar el temple del héroe que el país necesitaba que él fuera.
Tanta construcción heroica en derredor de la figura de Messi evitó que se colara en el discurso acerca de su rendimiento en el seleccionado una realidad: la generación a la que le ha tocado nutrirlo, primero, y acompañarlo después ha fracasado de maneras mucho peores a la suya; tanto es así que el panorama post Messi se antoja, para la camiseta y para el fútbol argentinos, bastante penumbroso. Esta Copa América del Centenario, un invento que corrió riesgo de no realizarse y que fue legitimado por la FIFA sólo a partir de los millones de dólares aportados por Estados Unidos -y de la intervención de sus agencias de seguridad e investigación en el descalabro organizacional de la entidad- no pudo llegar en un peor momento para la AFA, que se enfrenta a los coletazos del escándalo financiero de su organización madre que suponen el blanqueo de manejos espurios con el dinero que el Estado argentino aportó por las televisaciones del torneo local. En este ánimo de acefalía e incertidumbre, el equipo dirigido por Martino fue hasta Estados Unidos para terminar con una historia de frustraciones e hizo exactamente lo contrario. Mucho tuvo que ver en este ánimo el propio entrenador, apenas uno más en la peligrosamente larga lista de tipos que dirigieron a Messi y no supieron cómo rodearlo sin caer en el facilismo de convocar a sus amigos para hacerlo sentir cómodo. Tal vez en ese extenso repaso apenas se resguarden del escarnio el breve ciclo de Sabella y el convulsionado mundial de Sudáfrica con -vaya paradoja- Maradona al mando; si el primero logró hacerlo llegar a una final del mundo fue porque el segundo lo había convencido de que podía ser, tal como Diego alguna vez, el diez y capitán campeón con la selección. Pero aún así ninguno pudo fabricar del todo la red de contención emocional y futbolística que Messi necesita, al parecer, para brillar. El Messi de Sudáfrica apareció, hacia el trágico final, desbordado; el de Brasil ni siquiera se vio, perdido en la soledad de ser la opción de desequilibrio por excelencia en un equipo pensado desde la solidez.
Así y todo, Martino consiguió construir algo que se parecía bastante a lo que el astro necesitaba para desplegarse por completo. Lo curioso es que esta idea lo dejaba en un rol casi secundario, que es tal vez aquel en el que se siente más cómodo: lejos de las heroicas apiladas, más cerca de los últimos treinta metros de definición certera y del pase punzante, Messi jugó en Estados Unidos el mejor torneo que le recuerde desde que está en la selección. Encontró en Banega -quien a su vez se encontró a sí mismo- el socio ideal en la conducción, en el discutido Higuaín al centrodelantero que finalizara las pocas que no le quedaban y en Rojo al lateral izquierdo punzante que tanto le gusta tener en Can Barça. Hablamos de un equipo que incluso pudo sobreponerse a las lesiones de jugadores otrora fundamentales (Pastore, Biglia, Di María). Sin embargo, es la eclosión de esto último en una final a la que varios jugadores llegaron en inferioridad de condiciones lo que cuestiona la cualidad de seleccionador de Martino. En una final áspera y muy física no supo, o no pudo, encontrar en el banco de suplentes las alternativas para un once titular por debajo de su rendimiento atlético ideal; muchos de los allí sentados tampoco estaban al ciento por ciento. La consecuencia fue otra vez un Messi aislado, enfrentándose a los molinos de viento de la defensa chilena con setenta metros por recorrer, vapuleado por las ausencias de un elenco soporte que lo había ayudado de manera capital en las instancias anteriores. El héroe que portaba orgulloso la bandera terminó volviéndose un solitario kamikaze. Enfrentado a la tarea titánica de portar en sus espaldas la ilusión de millones, chocó una y otra vez, sacrificó su físico y su capacidad, fue herido y supo levantarse. La historia dirá, sin embargo, que sucumbió al peso de su responsabilidad, que erró cuando no debía, y olvidará cruel como es todas las demás instancias.
Un día antes del partido Messi hizo una distinción discursiva interesante: le dijo a un periodista que perder la final no sería un fracaso, aunque sí una decepción. Su actitud después de errar el penal fue profética, el peso aquel desmoronándose sobre su espalda, cubriéndolo con el velo fatal de la tragedia que parece perseguirlo cada vez que se calza la diez a bastones celestes y blancos. Viéndolo en cuclillas, derrotado aún antes de perder como intuyendo que la nube negra se erguiría una vez más sobre su figura, no pude evitar pensar en aquello que dijera el Galileo parafraseado (o inventado) por Brecht. Me dio la sensación de que lo que le duele a Messi no es haber perdido sino saber que de nuevo el pueblo al que representa le daría la espalda, ignorando todo lo que intentó en su búsqueda de gloria por permanecer fijado a ese amor desmesurado por lo intangible que nos hace desear que todavía existan los héroes en un tiempo en que lo verdaderamente heroico es caerse y seguir intentando levantarse, aún con todas las chances en contra. Por el bien de esa construcción mística, esperemos que Lionel quiera volver a ponerse de pie, aunque nadie podría culparlo si -a diferencia de Ulises- eligiera no hacerlo.
One equal temper of heroic hearts,
made weak by time and fate,
but strong in will
to strive, to seek, to find,
and not to yield.“Ulysses”, Alfred Lord Tennyson (1842)