hombre de mala sangre
Michael Peterson está muerto y no lo sabe. Su vida terminó una noche hace quince años, cuando según su relato entró a su mansión de Durham, North Carolina tras haber retozado por un rato fumando su pipa cerca de la piscina y encontró a su mujer Kathleen al pie de la escalera circular que llevaba al primer piso. La rodeaba un gigantesco charco de sangre que había oscurecido con sus salpicaduras las paredes beige y terminaba en el recoveco donde su cuerpo, apenas vivo, respiraba sus últimos alientos. Desesperado, Peterson llamó al 911 y a duras penas pudo reproducir la horrenda escena que estaba presenciando: la mujer que amaba más que a nada en el mundo se desangraba, su cabeza destrozada, exhalando pesadamente a medida que su vida y la de toda su familia entraban en un vórtice del que no saldrían nunca más. Shakespeare, poeta al que Peterson -él mismo un escritor millonario, aunque de dudoso talento- gustaba citar de memoria, palabra por palabra, escribió alguna vez que en nuestra existencia «yacen escondidas más de mil muertes»1. Es justo decir que esa madrugada de 2001, Michael Peterson empezaba a batallar con una comprensión superior de las proféticas palabras del Bardo, lucha que le valdría vivir muchas muertes, vaya paradoja, dentro de una sola vida.
La confusa y expansiva historia del tornado que arrasó la vida de los Peterson puede repasarse en toda su ignominia en la brillante serie documental francesa Soupçons, cuyo título original se traduce como “sospechas” pero que recibió a su retransmisión por la BBC el nombre con el que se la conoce más popularmente, The Staircase. Dirigida por el documentalista gersois Jean-Xavier de Lestrade, The Staircase empezó a filmarse ni bien Peterson fue acusado del homicidio de su mujer, y su realización original abarcó al juicio que la oficina de fiscales del condado de Durham decidió proseguir contra él. Durante todo el proceso, Peterson afirmó que lo que había sido una noche de verano típica de dos exitosos profesionales de mediana edad (una película, un par de botellas de buen vino, horas de conversación al borde de la pileta) había terminado en tragedia cuando Kathleen -afectada por el alcohol y el Valium que tomaba para dormir- resbaló en la angosta curva de la escalera y se precipitó, su cuerpo alcoholizado sin resistencia y a merced de la impiadosa gravedad, contra la pared que envolvía a los peldaños en su peculiar arco. Tanto la escalera como la casa eran habitual motivo de conversación de la comunidad de Durham, que veía a los Peterson como el ejemplo perfecto de una pareja feliz: él un politólogo graduado en Duke que había logrado amalgamar su capacidad intelectual con sus experiencias en la guerra de Vietnam en varios libros de ficción semi biográfica de considerable éxito, y ella la primera ingeniera civil en ser aceptada en la misma Duke, transformándose en una exitosa ejecutiva en el mundo ebullente de las telecomunicaciones. Su familia ensamblada también parecía sacada de un cuento: aunque Michael y Kathleen no habían tenido hijos, bajo el techo de la inmensa mansión convivían en plena generosidad y entendimiento junto a Caitlin, fruto del primer matrimonio de ella, los hijos de él, Clayton y Todd, y Margaret y Martha, a quienes Michael había adoptado en 1985 después de la trágica muerte de Elizabeth Ratliff, amiga de la familia Peterson de los tiempos en que vivían en una base aérea al noroeste de Alemania.
Pero, por supuesto, no todos pensaban en el edén cuando veían a los Peterson. Las ácidas pesquisas de las autoridades empezaron a poco de que Kathleen muriera, y sus hallazgos pretendieron echar algo de luz a los secretos de esta aparente familia perfecta. Comenzaba la segunda muerte de Michael Peterson. El proceso se conoce en la siempre lodosa política estadounidense como character assassination, y vaya si Michael tenía flancos donde apuntar los golpes. En los años subsiguientes a su instalación en North Carolina, se había transformado en una de las voces críticas más fuertes del condado, sus frecuentes dardos (que lanzaba como columnista político del Herald-Sun de Durham) apuntados a la justicia, la policía y el sistema de representación bajo cuyo paragüas se hallaban sus conciudadanos. Tanto conocimiento lo había llevado, también, a la arena eleccionaria, donde fallidas pero controversiales campañas para alcalde y diputado habían elevado aún más su ya considerable perfil. Fue durante una de ellas que cometió una de sus primeras gaffes, al afirmar que tenía dos corazones púrpura por sus heridas sirviendo al país, que lo dejaron incapacitado. Nada de esto era cierto: Peterson no se había lastimado peleando, sino que lo habían mandado a casa tras un accidente de auto. Qué credibilidad puede tener un hombre que ha basado su vida en una mentira, se preguntaba entonces el duro fiscal James Hardin al tiempo que le mostraba otra evidencia al jurado, una tan amarilla que su atractivo era imposible de negar. Durante todo su matrimonio con Kathleen, Michael había mantenido encuentros sexuales pagos con taxi boys a los que les pedía que se vistieran -de qué otra cosa si no- de conscriptos. Ese no es el comportamiento de una familia feliz, pontificaba la asistente del fiscal Freda Black en su marcado drawl texano, y paulatinamente las conciencias de los doce tipos que dictaminarían la vida y el futuro de Michael Peterson cambiaban para siempre, irradiadas sobre ellas las miserias más íntimas de un hombre no tan común.
Sin embargo, a lo largo de este extenso proceso de demolición de su persona pública y privada Peterson se veía calmado y seguro de sí mismo. Gran parte de su aplomo se desprendía, sin dudas, de la confianza depositada en él por su prole, que profesaba una fe ciega en las acciones de su pater familias. Algo de eso puede rastrearse también en los personajes principales de las series con las que The Staircase ha sido inevitablemente emparentada, Steven Avery de Making A Murderer y Adnan Syed, el recientemente exonerado protagonista de la primera temporada del podcast Serial. Después de todo, la familia es tradicionalmente la última frontera: perder su apoyo significaría haber dejado de pisar tierra firme, dirigirse sin rumbo a lo desconocido. De hecho -y tal como le pasara a Avery unos años después- las voces de disidencia más relevantes respecto a la historia de Michael que se elevaron durante su proceso legal partieron del núcleo mismo de su grupo familiar. Tanto la hermana de Kathleen, Candace, como su hija Caitlin (otrora vocera de su padre adoptivo) son las únicas personas cercanas a Peterson que sostienen que quizás hay algo más detrás de lo que se atreve a contar, algo mucho más oscuro y que tiene que ver con uno o varios de los secretos que el escritor le mantuvo bien guardados a los miembros de su hogar extendido. Las similitudes con Serial y, especialmente, con Making A Murderer no se detienen allí, por supuesto. El principal eje al que los realizadores de los tres documentales apuntaron con precisión y dureza se mantiene impávido, tan centenario como la propia democracia que lo ampara. El sistema legal estadounidense, con sus decisiones tan cuestionables como aparentemente arbitrarias, demuestra que el dinero (factor clave de diferenciación entre Avery/Syed y Peterson) no suele ser óbice para que cesen las persecuciones sino más bien el lubricante y combustible que alimenta las inequidades y la connivencia.
La primera parte de The Staircase culmina con un apéndice desgarrador: el fallo a través del cual doce jurados condenan a Michael Peterson a pasar el resto de sus días en prisión sin la posibilidad de solicitar una salida anticipada. Las principales razones que los llevaron a proferir semejante castigo fueron, a prima facie, factuales: las múltiples laceraciones en la parte trasera del cráneo de la fallecida, la cantidad de sangre en la escena y el patrón irregular de sus salpicaduras fueron considerados por el jurado como datos incompatibles con la escena descripta originalmente por el acusado. Comenzaba así una nueva muerte para Peterson, la del lento y paulatino peregrinar por los tribunales buscando una nueva oportunidad para declamar y comprobar su inocencia. El sistema en el que todos los yanquis confían, con su inversión de la carga de la prueba, supuso para él una culpabilidad que luego se encargó de cuadrar mediante una manipulación antojadiza de la evidencia disponible, pero de eso nos enteraremos recién durante The Last Chance, subtítulo de la secuela de The Staircase, rodada durante las audiencias que le permitieron a Michael respirar de nuevo el aire de la libertad que le había sido negada por la impericia del estado que debió haberlo protegido. Duane Deaver, supuesto experto en criminalística y testigo estrella de la fiscalía, fue acusado en 2010 de manipular pruebas de sangrado para cuadrarlas con los casos que perseguía el condado de Durham. Esta primera muestra de la incapacidad (o animosidad) manifiesta2 por parte del grupo de fiscales que llevó la causa contra Peterson fue lo que posibilitó que -aún con todas las instancias de apelación denegadas- ocho años después de su encarcelamiento original Michael pudiera volver a North Carolina, arresto domiciliario mediante, y esperar por un nuevo juicio que determinara su potencial responsabilidad en la muerte de su esposa, ocurrida ya una década antes. Nadie podrá devolverle nada de lo perdido, ni la vida de Kathleen ni esos años a la sombra. Es justo preguntarse si en este punto la inocencia -principio primero y último del derecho- podrá valer de algo para Peterson, un hombre que ha sido despojado de todas sus libertades y, en el proceso, de buena parte de su fuerza vital.
En 2014, un juez levantó la restricción del arresto domiciliario a Michael, de setenta años. Para entonces había cumplido meticulosamente con cada uno de los requerimientos de su libertad vigilada por más de treinta meses, inmerso en un purgatorio legal que suponía que su vida no era tanto suya como de los policías y empleados judiciales que debían monitorearlo periódicamente. Hasta donde se sabe, continúa viviendo en Durham, en la misma casa inmensa en la que su esposa encontró la muerte en circunstancias tan poco claras que es posible que nunca se descubran realmente. El nuevo proceso legal que dará la palabra final sobre su culpabilidad en el fallecimiento de Kathleen viene demorándose, aunque se supone que comenzará en noviembre de este año, con de Lestrade una vez más detrás de las cámaras -y las personas- registrándolo todo para el episodio final de The Staircase. Pocos días después, exactamente el 9 de diciembre, se cumplirán quince años desde que una escalera se transformó en el centro de una disputa interminable, que se llevó consigo las vidas de todos los que alguna vez la recorrieron. La de Kathleen fue la primera y más trágica de muchas muertes, pero nadie sabe mejor que Michael Peterson lo que es morir no una sino muchas veces. Me recuerda a la reflexión final de “El Que Se Llora”, uno de los mejores cuentos de Saer: la existencia de Michael Peterson se ha transformado al mismo tiempo en recuerdo y anticipación. Parado en la gran llanura de su pena, sus pensamientos recorrerán durante el resto de sus días el espacio circular, vacío y monótono de lo que le queda de vida.
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«What’s yet in this, that bears the name of life? Yet in this life lie hid more thousand deaths: yet death we fear, that makes these odds all even.» Measure For Measure (1603), acto III, escena 1. ↩
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Un googleo superficial de los actores involucrados sugiere que esta trama puede expandirse: así lo demuestran las historias de los ex asistentes del fiscal Freda Black y Michael Nifong [PDF] y de Tracey Cline, fiscal en las audiencias de 2011. ↩