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baldazo de portland

“Quiero hacer mi música para el espacio, para los planetas. Me resisto a pensar que tengo que cumplir una misión para los hombres y chau”.

Durante lo que duró el Proceso de Reorganización Nacional —más específicamente, durante los dos largos años de la década del ‘80 que precedieron a la apertura democrática que convino en la salida del régimen— la figura de Luis Alberto Spinetta, en particular su estrella dentro del firmamento entonces informe del rock argentino, sufrió los más diversos cuestionamientos. Su poética de naturaleza tangencial y oblicua fue interpretada por los siempre ávidos cañones de la opinión pública como escapista (en el más leve de los casos) y cómplice (en el peor). A medida que se fueron resquebrajando los muros que sostenían la mentira de la dictadura —primero desde lo económico; luego, a cuentagotas, en lo evidente de las violaciones de derechos humanos— la naciente década empezó a requerirle a sus artistas lo que hasta entonces no había visto en su pueblo: compromiso. En las palabras de Spinetta, domesticación para la impotencia. Es difícil saber si la etapa musical en la que Luis entró después de su accidentado affaire con la electricidad y la psicodelia en Pescado Rabioso tuvo algo que ver con la coyuntura social del momento, pero no resulta tan complicado imaginárselo. Más allá de los influjos que se oían cada vez con más resonancia desde afuera, y que traían la complejidad y delectación del rock “progresivo” y sus mixturas ad hoc con el mundo del jazz, también había en el aire una ostensible necesidad de parar el dínamo con el que hasta entonces se había movido, acelerado, el rock argentino. En el otoño del ‘72 se mata José Alberto Iglesias, el popular Tango que fuera el poster-boy de la inocentona revolución hippie vernácula de epicentro en Plaza Francia, y su triste final es el titular mediático que resume a toda la fauna desperdigada que esos guitarreos prohijaron. El Flaco no fue ajeno al inevitable romance con las drogas, pero como lo demostraría con elocuencia en su manifiesto-despedida al primer rock argentino Artaud (y en alguna medida antes: “si tu mente se escapa tenés que parar y aprender a vivir de lo que vos pensás”) esa era una etapa que al menos para él resultaba necesario superar. Seguramente las muertes de algunos nombres prominentes del rock de allá hayan ayudado a entender lo que ya era más que evidente: la generación del flower power moriría si no comprendía que las medidas eran tan necesarias como los excesos.

La disciplina musical del jazz, entonces, asomaba como un subterfugio y, para Spinetta, como un descubrimiento. El nuevo carácter armónico y las posibilidades compositivas de la mal llamada fusión aparecían como un marco casi ideal para sus líricas cada vez más místicas (y mistificadas). Si Invisible fue su primer contacto con un rock influido por la libertad improvisatoria y los acordes indescifrables del jazz, también fue para el público una expresión libertaria y aperturista, una demostración de las interminables posibilidades del arte en medio de las finitas posibilidades socioeconómicas. Sin embargo, en la medida en que el Flaco se fue encerrando en sus intransigentes principios, también fue perdiendo esa conexión —siempre volátil— con las necesidades inherentes al “público”. A su incomprendido A 18’ Del Sol le siguió un inusitado silencio discográfico en el que profundizó la idea de Banda Spinetta, que desembocaría en su celebrado proyecto Spinetta Jade. De a poco, también, al inocente Spinetta que se había alegrado con el golpe del ‘76 (“ya no podía escuchar más gritar a Isabelita y López Rega”) le sucedería una toma de conciencia súbita y decidida. La reunión de Almendra y su subsiguiente gira nacional parecieron, a la luz de los acontecimientos, precisamente aquello contra lo que el mismo Luis protestara un par de años antes: domesticación para la impotencia del cada vez más golpeado (económica y literalmente) pueblo argentino. En paralelo, sin embargo, crecía un desdén por las figuras prominentes del rock local promovido por sus aspirantes a nuevas voces. Sin llegar al recordado “y los hippies que se mueran” de un enfervorizado Iorio en medio del (por demás hippie) BA Rock del ‘82, Los Violadores caracterizaban de “Viejos Patéticos” a la plana mayor, mientras que los Virus —con su trasfondo familiar, que los hizo ser de los primeros grupos en rechazar toda asociación con el Proceso— se burlaban de la característica lírica spinetteana en la brillante “Caricia Azul”.

Es entonces cuando Spinetta llega al que sería el momento bisagra de su devenir musical, y su relación con coyuntura y público masivo. No hace falta decir que 1982 fue un año donde al estrépito de la guerra se le avino otro estrépito, el del descascaramiento total de las intenciones de la dictadura, ni tampoco ahondar en el ya remanido tropo del boom del rock “nacional” en torno a la prohibición de fonogramas extranjeros. Sí es pertinente hacer mención a estos factores cuando se piensa en la música que el Flaco produjo por esos días, y que por primera vez pareció ser hecha como respuesta necesaria a un fenómeno que cruzaba toda expresión ya no artística, sino también social. Durante los años postreros a la gira de Almendra, Spinetta se había zambullido en el embelesamiento de Spinetta Jade, proyecto con el que perfeccionó una mixtura entre la suntuosa musicalidad del jazz y la escrupulosa construcción de su propia poesía. Es allí, en lo más abstruso de esta relación, que su contacto con lo circundante se entrecorta dando alimento a aquellas críticas que lo acusaban de evadirse de una situación cada vez más inevitable. Su respuesta, dirá él, no quiso ser una respuesta; apenas un «último y postrero ‘homenaje’ a las canciones que por esto o aquello quedaron fuera de álbumes de diversos proyectos musicales». Por supuesto, hablo de Kamikaze, tal vez uno de sus discos más memorables.

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Es difícil sustraer a Kamikaze de su contexto, sobre todo porque su salida se dio casi en consonancia con el llamado a la guerra de Malvinas. Spinetta había estado recluido durante los dos meses anteriores, febrero y marzo, grabando estas canciones, y ya su título —y luego su sonido, y sus significados— daría a entender que en ellas se escondían unas cuantas claves de su manera de ver el mundo. Para darle luz al concepto aglutinante del álbum (que recogía composiciones escritas con anterioridad y homogeneizadas en un sonido austero y despojado) se inspiró en Los Kamikazes, libro de Fernando Castro que relataba en un tono entre ficcional y documental la historia de los pilotos suicidas japoneses durante la II Guerra Mundial. Spinetta consideraba admirable en su misterio el cruce de factores que confluyen en la decisión de inmolarse; por un lado una entrega febril y total a una idea, y por el otro la barbarie indecible de la muerte, en particular la muerte en un contexto bélico. Cabe aclarar que la posibilidad de un conflicto armado por las Islas Malvinas no le era ajena a la opinión pública argentina: a finales de 1981 se aprobó un plan para la recuperación del territorio que incluía la posibilidad certera de la toma de armas, y en marzo del ‘82 un grupo de comerciantes argentinos izó la bandera patria en las islas por primera vez, lo que fue visto por la diplomacia británica como una provocación. El clima hostil del momento, entonces, habilitaba y pedía cierta profundización, y Spinetta encarnó ese sentimiento a través de sus más recientes creaciones. Quizás sin saberlo, pero lo que es más seguro, con cierta intención de que su mensaje reflejara la dualidad que se presagia entre un pueblo orgulloso de su herencia y uno dispuesto a dejar morir a los suyos bajo las armas del enemigo con tal de defenderla, incluyó en la parte interior del disco un manifiesto donde dejaba claras las motivaciones detrás de la obra. «Hay toda una papelería de sinrazones sosteniendo las palpitaciones del monstruo de la destrucción», escribió, «que no es ni siquiera un tango que nos envuelva en una telaraña de pasado al cual combatir».

Allí, además, se revelaba que en la decisión de dar vida a Kamikaze había también una intención postrera, biográfica, propia de la manera en que este había nacido. «¿Lamentablemente no hay más Kamikazes de la vida creativa?», se preguntaba en la segunda parte de su extenso escrito, la que parecía más dedicada al lugar del álbum —y de la obra de Spinetta— en su contexto. Esta definición parece calzarle con perfección al sitio que ocupaba entonces en el rock argentino, funcionando como una suerte de diagnóstico de singular perspicacia de los muchos obstáculos que su obra debía superar para llegar a esa masa tantas veces esquiva que llamamos “público”. Un fragmento en particular se desprende de este cuadro de situación, pudiendo ser entendido como el reconocimiento de aquellas críticas a su música por esforzarse en la abstracción en un tiempo cuyo determinismo sugiere la dirección contraria: «sé que muchos nos advierten acerca de la direccionalidad de escapar del desafío de vivir, pensando que todo se resuelve con un poco de rock and roll». «Ya no importa si mi música suena así o de otra manera», advierte sin embargo, «sino que busco algo que está por encima de lo que pretendemos que sea Spinetta o cómo se llame». “Estar por encima”, en la concepción del Spinetta de entonces, significaba ir en búsqueda de lo trascendental en torno a lo efímero; esto es, hacer pie en algún sitio dentro de la oposición entre lo tangencial de una obra hecha a la medida de un contexto (pensado esto con un ojo puesto en la canción de protesta) y una que pueda pensarse tan extraída de su tiempo —si esto fuera posible— como dentro de él, tanto siendo parte integral del pulso de los días (sign of the times) como manifestación artística sostenida tan sólo por su propia existencia.

Las canciones que integran el breve volumen Kamikaze han sido, quizás, tan desmembradas como su propia historia. Resulta paradójico por demás que el que es quizás el único álbum de su extensa obra en el que Spinetta no sólo no renegara de su propio legado sino que se animara a desmenuzarlo y encontrar en él lo que valiese la pena ser rescatado haya sido también uno de los más envueltos en los vericuetos diversos del olvido, como si el destino mismo quisiera devolverle la famosa broma del mañana es mejor. Como fuera, la artesanal factura con la que se envolvió al disco hizo a su rápido descarte, incluso en su tiempo. Spinetta apenas dio un puñado de shows para presentar el lanzamiento, que se hizo a través de la ficticia discográfica Ratón Finta que era la pata musical de la revista Mordisco que dirigía su amigo Alberto Ohanián, para luego adentrarse con mayor interés en el proceso de composición y grabación de Bajo Belgrano, el tercer disco de Spinetta Jade en el que supo cosechar la semilla de lo expuesto en este álbum con una serie de canciones en las que atendió de manera más o menos directa las preocupaciones de una sociedad post-dictatorial que asistía, azorada, a las esquirlas de la implosión del régimen. La evocación al cacique Tupac Amaru en las dos partes de “Águila De Trueno” refleja una inquietud latinoamericanista extraña en el Spinetta arquetípico y, a su vez, lo conecta con el sentimiento de época, consecuencia lógica de la ola de crímenes cometidos por las dictaduras que azotaban la región. Lo mismo puede decirse de la juvenilia de “Barro Tal Vez”, e incluso en la aparente ficción de “La Aventura De La Abeja Reina” se cuelan elementos que sugieren el escenario de devastación dejado por el Proceso:

Tal vez las luces que amanezcan
traerán la paz…
Ese color tan diferente a esto, sin dudas…

Cómo Spinetta logró aggiornar las canciones al contexto es un saludable misterio que seguramente tenga que ver con una concienzuda selección de las obras que conformarían el volumen. Resulta difícil creer que estas fueran las únicas composiciones inéditas del Flaco hasta entonces, y es por eso aún más significativa su aparición dada la situación social de esos años. La filosofía spinetteana se permite en esta acción un renuncie que no es tal, sino que más bien se parece a una excepción: la barbarie no sólo moviliza lo circunstancial, sino también la esencia misma del ser humano. Reflexionar acerca de los muchos factores que pueden darse cita cuando afloran las peores miserias (y también los peores miedos) de la existencia no puede ser patrimonio exclusivo de las opiniones ad hoc, sino materia misma de debate espiritual. Después de todo, las sacudidas crueles y sangrientas que son consecuencia de la caída de la esencia del ser en las profundidades de su propia aberración deben merecer un replanteo, y tal vez las canciones —aún pensándolas como elementos imperecederos, como aquello que sobrevive a los avatares de la existencia— puedan ayudar a repensar y tomar fuerzas tras un largo y oscuro invierno, y rumbo a la difícil tarea de reconstruir lo poco, lo absurdo, lo triste, que todavía queda.

«Y al final… Cuando algo nos oprime en serio, sabemos que la salida apunta siempre a las verdades más ligadas con lo desconocido, a las súbitas nociones de que deberíamos haber sentido desde siempre que somos luz y sonido.»