pop life
Vivimos en una época propensa a matar, o hacer morir, a sus ídolos. Esto no refiere sólo a la exhalación final y a lo que sea que venga después, sino a la misma propensión que es el combustible de la posmodernidad: la deconstrucción y la desmitificación, la revelación de los hilos que sostienen a la sociedad tal como la conocemos. Es lógico que dentro de esta estructura de pensamiento los próceres y los ídolos sean carne de cañón. Después de todo, la serie de parámetros que conforman la mitología que se erige en derredor de estas figuras a menudo entendidas como sobrehumanas es una presa fácil para el descreimiento cínico y voraz que es característico del pensamiento de nuestros días. Estas idolatrías son objetos de otro tiempo, visiones de un pasado en el que era más fácil dejarse seducir por las historias que nos eran relatadas y así construir una manera propia de ver las cosas, una que a menudo se hallaba tañida con el inconfundible color de la inocencia. He allí el eje: el momento en que estamos no permite dejarse llevar por el sentimiento, sino que se empeña en detenerse a analizar los pormenores de cada una de sus variantes. Para el momento en que consideramos que está bien sentir, tal vez ya sea demasiado tarde. Claro que hoy nos vemos a través de este cristal, imposibilitados como estamos para ejercitar la mente en maneras que le escapen a su prisma, pero lo cierto es que todos nosotros en algún momento le rendimos absurda pleitesía a una figura terrenal transformándonos en sus apologistas más acérrimos, en sus últimos defensores. No hay nada malo en eso, desde ya. El pensamiento mágico es bello por lo prístino, pues no esconde tras de sí intención mayor que la de su propia existencia. Quizás si nos diéramos un poco más a este escepticismo -el de creer en la perfección como ejemplo, y no en la imperfección como norma- viviríamos un poco más tranquilos, menos pendientes, menos inmersos en la ilusión de la comunicación y más comunicados.
La sobredosis -y la sobreexposición- a la información es, en gran parte, la culpable del crepúsculo de los ídolos (con perdón de Nietzsche). Para confirmar que nuestro héroe es humano sólo hace falta una conexión a internet y un mínimo conocimiento de los múltiples sitios en los que podremos encontrarlo en sus poses más íntimas, develando detalles de su vida privada que serán tan inconducentes como innecesarios, en fotos arrancadas de su devenir diario sin su permiso, en videos breves que lo muestran en cada una de sus gaffes; viñetas que resaltan sus errores y esconden sus virtudes. La fagocitación diaria de terabytes de data nos convierte en máquinas procesadoras de imágenes y lectoras de títulos, con nula capacidad de retención. También nos hace propensos a desechar de plano y sin solución de continuidad aquella información que hemos adquirido momentos atrás, lo cual vuelve a nuestro conocimiento algo cada vez más etéreo, difícil de definir. No hay lugar en nuestros corazones para eso que se siente cuando jóvenes, brindando la totalidad de nuestros sentimientos a una idea: el idealismo es enemigo mortal de la modernidad. Aquella energía que nos movilizaba de pibes es hoy risible, una visión de la tontería pasmosa de la juvenilia y su desperdicio absurdo de tiempo en causas sin mérito alguno. Como encontrar la carpeta del colegio que llenábamos de recortes de revistas, así es hoy mirar hacia nuestro propio pasado y descubrir que aquello que admirábamos se va apagando de a poco, reemplazado de golpe por las preocupaciones de la contemporaneidad. Por supuesto que el hombre es tanto su ser como su devenir, pero el devenir que nos ha deparado el destino (¿el tiempo?) es tan veloz que no nos da ocasión de mirar aquello que fuimos más que para verlo con cierto arrepentimiento, con un elogio de la inocencia que parece a su vez apología de la tontería.
El rock, desde ya, es uno de los depositarios primeros de estas pulsiones primigenias. Gastamos tiempo, dinero, amor, saliva, sueño en nuestros artistas favoritos, los consideramos una flecha que acierta directo en lo más profundo de lo que somos. Nos dedicamos durante años a rastrear todo aquello que los hace ser quienes son, pues entendemos que de algún modo eso nos ayudará también a nosotros a entender quiénes somos. Con el tiempo, sin embargo, empezamos a preocuparnos por otras cosas y ese fanatismo juvenil queda inexorablemente atrás. Tal vez sea mejor (nadie quiere ser ese punk de sesenta años) pero es imposible no pensar en cuánta autenticidad se pierde en el camino, cuánta fuerza sensorial aplicada es dejada atrás en el ejercicio de esa construcción heroica y mítica que son las estrellas de rock, tal vez los mejores exponentes de los deseos ocultos en cada uno de nosotros; la irresponsabilidad que viene de la mano del talento y la excentricidad y descontrol que suponen las ideas (banales) comunes de lo que es un rockstar son la excusa perfecta para soñarse allí. En esa deificación se juega algo de nosotros. Extendemos nuestro amor pero también nuestra frustración, esa que expiamos en la música que amamos. Nos sentimos identificados, representados, comprendidos, abrigados. Nuestra era pretende demostrarnos que aquello no es más que una construcción mitológica. No hay salvoconductos para salirse de la realidad, pues la realidad es la única construcción que nos preexiste y nos define. Por eso hay que buscarse dentro de un contexto cada vez más aciago, empezando a descubrirse desde adentro y no hacia afuera, con el temor lógico de abrir las puertas para ver que no hay nada detrás. Cada tanto, empero, uno de esos tipos que forzó a la realidad a una mutación a través de su impacto cultural se encuentra con Caronte, y en su lionización nos damos cuenta de que todavía, en algún lado, somos ese adolescente que recortaba fotos para pegárselas a su carpeta.
El consenso parece dictaminar que Prince era un tipo difícil. Husmeando en internet sobran las anécdotas1, más o menos logradas, sobre lo complicado de trabajar con y para él. Pero también era, a voluntad propia, un artista más que dificultoso de definir. Durante los años que le sobrevinieron a su temprano éxito, se fue haciendo fama de cascarrabias y excéntrico, de tipo desembozadamente sexual y prolíficamente musical, de übermensch para quien nada era imposible. Es difícil contradecir la imagen que tenía de sí mismo si se piensa que su experiencia con el suceso comercial se dio tempranamente y de forma muy meticulosa. En este sentido, Prince era una reliquia de otro tiempo. Warner le firmó su primer contrato cuando apenas tenía dieciocho años, una decisión que él mismo lamentaría mucho después pero que le permitió producir sus discos, generando una mitología y un estilo tan personales como deseara. Para el momento en que su enfoque artístico se encontró con el éxito, había sido sometido a una depuración tal que sus canciones eran sinónimo de su personalidad extravagante, pulsional y muy diferente de las que pululaban en un mundillo del rock ya pervertido por las egolatrías y la autocomplacencia. Lo que resaltaba de Prince, justamente, era que en una época en la que lo común era editar álbumes de poca inspiración y mucho potencial comercial un joven estaba haciendo precisamente lo contrario; en el ínterin, reformularía la manera misma en que entendemos a la música negra contemporánea. No le interesaba hacer música pasatista, aunque sus discos eran muy buenos para pasar el rato. No apuntaba a ser combativo, pero en sus ritmos espesos y su conducta hipersexual se avizoran aguerridas resistencias al statu quo de la época. Tampoco buscaba la controversia, pero no podía evitarla. Lo que sí evitaba era la sobreexposición, consciente de que todo lo que podía decir lo decía en sus discos. ¿Cómo rechazar la construcción de un mito tan perfecto? Prince, siendo sólo fiel a sí mismo, nos exponía a la suspensión del pensamiento y los límites.
Con el tiempo, como es lógico, sus tendencias recrudecieron. Tal vez su más afamado affaire fuera el que sostuvo con la internet2 a la que primero miró con interés -le escribió canciones y dedicó artes de tapa completos- y luego declaró, con su habitual pompa, completamente muerta. Su reacción al auge de YouTube y sitios similares fue eliminar de ellos todo rastro suyo con agresiva convicción; de la misma forma, cuando la moda pasó a las plataformas de streaming, se encargó de denunciarlas como leoninas y asegurarse de que su música jamás estaría en ellas. Es habitual ver estas prácticas como fruto de un negacionismo atroz, una suerte de grito fatuo a las nubes de la modernidad, pero creo que en el caso de Prince lo que se avino fue una protección de su propio ser, de aquella mitología que con tanto cuidado había construido. Herido de muerte por sus conflictos con las compañías discográficas (aquel periodo del Artista fue tanto una conversión religiosa como comercial) se negó a seguir jugando su juego, prefiriendo encerrarse en sí mismo a dejarse llevar por fuerzas más allá de su control. En el medio, y con diversas formaciones de integración racial y de género (la última de ellas, 3rdeyegirl, tenía todas chicas, una de ellas danesa) nunca dejó de mostrarse como un performer tan exótico como preciso y delectable, uno de los mejores actos en vivo del panorama de la música popular contemporánea. Un show de Prince encapsulaba justamente todo lo que él era, pues en el calor del momento y la inmediatez de lo etéreo podían desarrollarse los paisajes más variopintos de una manera heterodoxa y homogénea. Entrar a ver a Prince -sin celulares ni ningún dispositivo de captura de imágenes, según sus reglas- implicaba espiar un mundo personal y único, el suyo. En un tiempo en que los artistas son cada vez más conscientes de que ni los discos ni el streaming les permitirán parar la olla, el ejemplo de Prince está lejos de ser uno de un tipo que se quedó atrás en la evolución. Él, con su predisposición especial a los cambios bruscos de paradigma, fue un microcosmos de la manera en que hay que evolucionar: sin miedo, y sin entregarse a ser alguien más.
Por supuesto, su ejemplo ya no estará; al menos no como una vida sino como un recuerdo, como los libros llenos de próceres cuyos impecables retratos nos miran impertérritos recordándonos una vida llena de logros, sin nunca hacer hincapié en los errores. Prince tuvo muchísimos errores (algunos incluso llegaron a ser discos) pero encapsuló todos sus aciertos en uno solo: su legado, inmenso y eterno. Resulta curioso, aunque esperable, que los mismos medios carroñeros que no pudieron enmugrecerlo cuando vivo se empeñen hoy en resaltar todos sus defectos. Para la generación del morbo y el cinismo, saber los pormenores privados y ocultos de la vida privada de aquellos que fueran idolatrados en la esfera pública es un requisito sine qua non; aparecer en las páginas del amarillismo más rácano significa, para Prince, haber vivido y haber hecho lo que quiso con su vida. Lo que también es previsible es que aquella negativa suya a soltar su legado en internet3 no sea respetada por sus herederos, más atentos a abultar sus propias cuentas bancarias cediéndole terreno a la inexorabilidad de la vida moderna que a sostener una determinación tan especial como identitaria. Cuando esto suceda, entonces, aquella idea revolucionaria y controvertida será apenas una nota más que agrande el mito que contaremos los que quedamos acá, viendo cómo se van yendo todos nuestros ídolos.
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Mi favorita, sin lugar a dudas, es la de Kevin Smith. ↩
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Aquí un excelente repaso de estas ya conocidas vicisitudes. ↩
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O su legado del todo: ¿qué será de la legendaria bóveda en la que guardaba cientos de horas de material inédito? ↩