autotitulado
   todo    (rss)

cosas que hago en vez de un libro

Me encuentro en lo que podría describirse como el proceso de preparación para un libro que puede que escriba (o no). Como no tengo ni idea de qué entraña semejante misión -jamás me acerqué a la idea de escribir un libro más que en mi febril imaginación, donde además el proceso sólo aparecía en su faceta terminada, un logro sin desarrollo, una corona sin espinas, un trofeo sin campeón- decidí que la primera parte de ese proceso teórico sería la de la documentación. Pero no hablo de una documentación estricta, como la que podría encontrarse en una investigación, sino de en cierto modo documentarse para saber cómo se llevan a cabo las distintas maneras de narrar, las modalidades de explicar una cuestión, los núcleos a partir de los cuales se cuenta una historia. En especial para la misión que tengo estúpidamente decidido acometer: la de una biografía. ¡Maldita (y bendita) la hora en que para sacar algo de adentro mío decidí contar la historia de alguien más!

Como buen germinado de periodista, portador sano del virus que arruinó toda una generación, siempre me vi atraído hacia las biografías, las historias reales, aquello que parece demasiado bueno para ser cierto (o no) y que a partir del relato cobra un cariz épico, casi histórico, algo que quizás el recuento de los acontecimientos de forma lineal no podría tener por sí mismo. Hay algo mágico en ese proceso, un contagio que atraviesa a quien escribe esas palabras y que consiste, esencialmente, en una manera de expresar las obsesiones. Por supuesto, esta manía por saberlo todo acerca de un tema es compartida por el o los lectores (o al menos esto es lo deseable) de manera tal que hay quien se compromete a atravesar una jungla de datos en apariencia irrelevantes, testimonios de época de dudosa verificabilidad, montañas de documentación y artículos de prensa, granuladas fotos de valor apenas efímero, lo que fuera para echar un poco más de luz a aquella gran verdad: la de la propia existencia y su continuidad como historia, lo que salvaguarda a cualquier vida del inexorable olvido.

Tras haberme volcado durante un tiempo, con diverso éxito, a las biografías más entendidas como un formato clásico donde el autor es el receptáculo y el intérprete de diversas fuentes, en los últimos días me encontré curioseando el amplio mundo de una tradición que ha vuelto a cobrar relevancia en nuestros días, tal vez como antídoto a la feroz editorialización de la vida cotidiana: la historia oral. Se trata de un título confuso, cuyo concepto no podría ser más simple. La narración de los hechos ya no le pertenece a un escritor, quien toma la decisión de hacer un libro no se vuelve automáticamente el albacea de la información allí contenida; el escritor es más que nada un editor cuya intervención consiste esencialmente en recopilar y desgrabar testimonios para construir con ellos una especie de manto entretejido que cuente por sí mismo la historia. No estoy diciendo con esto que mi demorado y teórico libro vaya a agrandar el acervo de esta vieja y a la vez novedosa tradición, pero sí que no puedo dejar de admirarme por su particular factura.

En este sentido, This Searing Light, The Sun And Everything Else, la historia oral de Joy Division que fuera casi unánimemente ungida como uno de los mejores libros del año pasado, fue para mí una experiencia interesante. La historia la conocemos (casi) todos: grupo de rock de veinteañeros de una ciudad olvidada del norte trabajador británico (Manchester) aparece de forma fulgurante en el panorama de la época a caballo de una música tan hosca y oscura como existencialista y sensible; su cantante, el atildado Ian Curtis, padece los vericuetos de la fama, la duplicidad amorosa y una febril epilepsia y termina previsiblemente suicidado a los veintitrés años de edad, su legado eterno y a la vez dotado de cierta oscuridad inherente a las circunstancias de su fallecimiento. El escritor Jon Savage es un experimentado relator musical británico, que se encargó por ejemplo de la historia (no menos importante) de los inefables Sex Pistols y también del que se considera el documental definitivo sobre Joy Division, titulado como la banda. Pero su aporte narrativo es absolutamente nulo: se encarga de recopilar entrevistas (muchas de ellas copiadas textualmente de las que hizo para la película) y fuentes bibliográficas en la búsqueda de construir un relato al que organiza de forma lineal delimitándolo a través de los pocos meses (algo más de treinta y seis) que duró el grupo en su voluble existencia. También toma párrafos del que hasta ahora era el único testimonio presencial hecho libro de Joy Division, el sensacionalista Touching From A Distance que escribió Deborah, la abnegada y luego decepcionada esposa de Curtis, y los convierte en citas textuales que le quitan al volumen original toda esa tirria y cotillón innecesarios que hasta ahora opacaban lo que en verdad debía ser la historia: el paso del grupo como símbolo de una pequeña y en última instancia olvidable revolución musical, la entrega casi ritual a una experiencia como la de la “estrella de rock”, la sensación de finitud como tesis permanente de aquellas vidas que no esperaban la trascendencia. Tampoco esperaría trascendencia de This Searing Light…, que es más bien la traducción bibliográfica del documental que Savage había hecho casi trece años antes. Pero lo que sí es interesante es enmarcar la existencia de Joy Division en un contexto un poco más abarcativo, para intentar que el lector entienda que a veces puede haber mucho más en juego que una simple banda de rock.

Algo similar me pasó mirando el tercer episodio de los cuatro que tiene la última temporada hasta la fecha del (perdón la hipérbole) fundamental documental Hip-Hop Evolution que arrancó siendo un proyecto de la división canadiense de HBO para ser absorbido -en buena hora- por el interminable mundo de Netflix. Hablo puntualmente de este capítulo y no de todos los otros (son dieciséis) porque es el primero en el que la serie opta por dejar de contar historias de intérpretes y pasa a pintar el retrato de personalidades que en el género sobre el que discurre suelen ser tan importantes como (o más importantes que) el artista en sí: los productores. Por supuesto, algún episodio anterior recorrió la vida de algún beatmaker, o de ciertos tipos cuyo sonido alteró de alguna manera el siempre cambiante panorama de esta rama de la música negra, pero en el caso de este capítulo -cuyo marco temporal podemos definir en la primera década de los 2000- el viraje temático no es casual: nunca antes como en el tiempo que intenta reflejar los hacedores de sonidos fueron tan importantes, su arquitectura un molde en el que podían encajarse las voces más variadas. En particular, se pasa buena parte de sus cuarenta y pico de minutos hablando justificadamente de uno de estos personajes que pasaron a la destacada pero selecta eternidad del mundo del hip-hop, James Dewitt Yancey, conocido como Jay Dee y luego y de forma más definitiva como J Dilla. Yancey nació un 6 de febrero y murió un 10 de febrero, con 32 años separando esas dos fechas. En el medio se las arregló para él solito, encerrado en su cuarto, revolucionar -pero esta vez de verdad, con un tinte definitivo- la historia del género que trasuntaba y también la manera de hacer y entender la música (popular, contemporánea, negra) que lo circundaba. Las claves del trabajo de Dilla fueron un amor inveterado por la tradición y una pasión casi invencible por romper con sus convenciones. Quizás esta sea la verdadera fórmula para hacer algo trascendental: conocer los límites y romperlos (o moldearlos) a conciencia. El caso es que a diferencia de muchos malogrados jóvenes, Jay no se convirtió en estrella por haber muerto. La muerte simplemente privó al mundo de su genialidad y su talento, y solidificó la idea de que quienes habían podido disfrutar de él habían estado en presencia de una suerte de estrella fugaz. Apareció, brilló y se extinguió sin estridencias, con apenas su fulgor.

La muerte puede ser toda una experiencia cuando no llegás a vivirla del todo. Hace unos meses, tuve la oportunidad de verla tan de lejos como de cerca, insólitamente. De lejos, porque en realidad el colectivo que me impactó me dejó con un saldo menor (unas costillas rotas, un par de golpes fuertes, un par de días de internación) y de cerca, porque uno no puede evitar pensar en las diferencias milimétricas entre contarla y no contarla, entre estar y no estar, entre habitar la propia conciencia desde el momento mismo en que sentís el golpe y dejar de sentir en el segundo mismo en el que aquello pasa. Pienso hoy en aquello porque me veo obligado: cuando sos peatón y te choca un colectivo, media una demanda judicial, y ahí es donde las lesiones se transforman -merced a la avaricia que habita en todos los estamentos de esta sociedad que decidimos formar- en ansia de dinero, y a su vez también la experiencia que quizás quisieras olvidar para seguir adelante se vuelve un arrastre casi infinito a través de los años, los trámites, los estudios, las reuniones, los llamados telefónicos, los números y todo lo que no tiene absolutamente nada que ver con tu salud, tus secuelas, tus vivencias, tus miedos y tus alegrías. La experiencia de la muerte reducida a una chequera futura: eso es un accidente con suerte en la vía pública. Fin de la propia biografía.

Hay quienes para contar una historia toman las palabras de alguien más, como en una historia oral, y hay quienes además optan por transformarlas. Hace unos diez años, el pionero de la militancia afro-americana Gil Scott-Heron sacaba de manera inesperada el que a la postre sería su último disco, titulado con su típica ironía I’m New Here. La vida de Scott-Heron (que contó en una biografía que, por supuesto, me gustaría conseguir y leer) era apropiadamente fascinante antes de este destemplado regreso de las tinieblas. Sindicado como feroz activista de los derechos de su población en los ‘70, desde muy joven fue perseguido por su música y sus actitudes: tenía una relación íntima con la droga y ésta lo dominaría por completo entrados los fatídicos años ‘80. En una de sus frecuentes correrías con la ley caería preso y -ya en la cárcel- contraería HIV, lo que por supuesto comprometió el resto de su frágil existencia. Hacia los 2000, fuera de prisión, fue contactado por el fundador de la seminal discográfica británica XL Richard Russell, que con contrita admiración le sugirió grabar un último disco. Para entonces, el ex todo (músico, activista, escritor) era sólo un enfermo adicto al crack de sesenta años que aceptó casi sin chistar pese a que -dijo en una increíble entrevista con la revista New Yorker- este no era su disco sino el sueño que estaba ayudando a Russell a cumplir. Poco más de un año más tarde, Scott-Heron estaba muerto. Tras la salida de I’m New Here, su carrera se había visto revitalizada, incluso realzada en retrospectiva. Pero su vida se estaba terminando, y él la dejó terminar. Así, las canciones de este último disco (que escucho en este momento) suenan ominosas, confesionales, imposiblemente biográficas. La crudeza de las letras que Scott-Heron escribió y los dispersos, sensibles arreglos que Russell les puso arriba (y abajo, y a los costados) delatan una intención que sólo uno de ellos sabía que tenían. Pasó una década desde la aparición de I’m New Here, y hace unos días apareció un documento que le dio vida nueva a la historia de Scott-Heron transformándola, de algún modo, en su propia historia.

Makaya McCraven es un baterista de jazz que está cerca de los cuarenta años, pero cuya vida parece contener muchas más, en particular la de sus padres, el también baterista Stephen y la cantante húngara Agnes Zsigmondi. El caso es que a McCraven le fue encargada una tarea titánica: tomar las voces que Scott-Heron grabó para I’m New Here y componer nuevos arreglos, incluso nuevas canciones. El resultado se llama We’re New Again y su título es por demás profético: si nunca escuchaste el disco original, no sabrías que existió, pero a la vez su existencia es inextricable del resultado final de las exploraciones de McCraven. El sufrimiento, el dolor, la súplica, la historia, todo está allí. Pero el tratamiento toma una nueva luz cuando Makaya le añade elementos de su propia vida, de la música de sus padres (vía sampler) y las músicas en las que se crió y con las que decidió volver a vestir la inmensa figura de Scott-Heron. En el proceso, We’re New Again cuenta varias historias sin darle preponderancia a ninguna voz. Es simplemente la combinación de todas la que logra el mágico efecto deseado.

Lo mismo me está pasando con 78, el elefantiásico proyecto de Matías Bauso en el que acabo de meterme con brutal énfasis. Se trata, de nuevo, de una especie de historia oral sobre el Mundial de fútbol que se realizó en Argentina en 1978. Y digo “una especie” porque el propio Bauso se encarga de desmitificar el formato primero, y luego de subvertirlo aportándole bastante de su propia y muy lograda narración a las muchas fuentes -textuales, documentales y presenciales- en las que abreva para construir un monumental ensayo de casi 900 páginas en el que recorre mucho más que lo futbolístico, y ciertamente mucho más que lo que concierne a la dictadura militar (hasta aquí, el tropo más conocido con el que se ha relacionado la conquista del campeonato del mundo) adentrándose en el proyecto de selecciones de Menotti, la reacción del público, la organización como parábola del caos, el mentado rol de los medios y una cantidad de cuestiones conexas que es muy difícil describir someramente en un solo espacio. Sobre todo porque no están ordenadas según una jerarquía arbitraria sino que -y esto favorece enormemente a la narración- van apareciendo, yuxtaponiéndose, sacando al lector de una zona de confort para pasearlo por una digresión y luego traerlo a otra parte del relato. Se trata de un paseo muy delectable que logra además mostrar que sin ser preeminente, el autor puede ser también fundamental en una historia, en este caso, oral: como organizador de un relato, como interventor narrativo según lo juzgue necesario, como una suerte de titiritero del lector al no optar por las salidas fáciles ni dejar (esto es especialmente importante dada la sensibilidad del tema) nada, ninguna voz, ningún testimonio o documento, por fuera de su amplia visión. Quizás ese sea el secreto: no hay que buscar contar una historia, aunque se parta de una pregunta fundamental. Hay que poner en juego todo lo que se sabe, entremezclarlo, reformular. Quizás en algún momento de esa búsqueda aparezca la respuesta a aquella pregunta primigenia, quizás no. De cualquier manera, vale la pena intentarlo.