the pervert's guide to stallone
La historia de cómo Sylvester Stallone se reinventó de héroe en actor de carácter comienza, paradójicamente, en aquellos tiempos de películas de acción de grandes presupuestos y baja calidad. Es la opinión de quien esto escribe que su reconocimiento público, aún pese a no haberle dado un premio de la Academia, es en realidad una construcción propia que él mismo fue delineando en la elección de los personajes de algunos de esos filmes que mucha gente vio y pocos recuerdan.
El antihéroe que tuvo su consagración en la reciente Creed, por ejemplo, es la secuela lógica del Rocky-como-pobre-diablo de la mucho menos afamada Rocky Balboa con la que Sly despidió la posibilidad de que su personaje emblema volviera, alguna vez, a calzarse los cortos. En ella, Rocky es un viejo tambaleante, de frágiles relaciones con su entorno (su hijo, el del arito ampuloso en la oreja, ha crecido a ser un yuppie que detesta que le hablen de su padre; su adorada Adrian le aparece en sueños) que vive de contarle a extraños de sus hazañas como animador de su propio -y muy bonito- restaurant. Un buen día, un boxeador de moda descubre que su manager le pone puros paquetes para juntar prestigio sin arriesgar el físico, y por un designio del destino y el marketing, el nombre de Balboa aparece como un salvoconducto. Por supuesto, Rocky es un producto de otra era, una donde los púgiles se arruinaban a piñas en el ring, sin reservas, sin contemplaciones. Una era donde morir en el cuadrilátero era una posibilidad y Las Vegas apenas un lugar más donde boxear. He allí el Rubicon de la película, el elemento narrativo fundamental: su oponente tiene todo el dinero y el prestigio pero necesita creer en sí mismo; Balboa, en tanto, sabe bien quién es pero necesita la plata, y quizás también un poquito más de gloria. Nadie le da una sola chance, sólo él se la da a sí mismo, y eso -como siempre- es todo lo que Rocky necesita.
En esto Rocky Balboa se parece a una de mis películas favoritas de Sly, la infravalorada Daylight, conocida por estos lares con el apropiado aunque ampuloso seudónimo Infierno En El Túnel. En este buen arquetipo de thriller sobre un desastre natural, Stallone encarna a Kit Latura, un musculoso médico rescatista devenido en tachero que aparece decisivamente en escena cuando se desata un quilombo de proporciones: desde su taxi, es testigo de un accidente de tránsito en que una banda de ladrones de diamantes que cruza a velocidad febril un túnel bajo el río Hudson -que separa New York de su vecina New Jersey- impacta de lleno con un camión que transporta ilegalmente desechos tóxicos causando una previsible reacción en cadena que envuelve el camino en una bola de fuego, encerrando bajo el agua a todos los involucrados por vía de una tremenda explosión. La introducción bastante evidente de un dilema moral (¿qué es peor? ¿Una banda de ladrones de diamantes, o una banda de contaminadores corporativos ilegales?) en medio de la presentación del conflicto real nos expone a la otra información relevante para la trama: años atrás, Latura perdió su trabajo (y su prestigio) en una situación similar, en la que intentó sin éxito salvar a los atrapados mediante maniobras que fueron declaradas como irresponsables y le costaron la carrera.
Pero no importa, porque en este preciso instante Latura está justo frente a la explosión y sabe lo que hay que hacer: sacar a los atrapados por un corredor de servicio que atraviesa el túnel. A esta altura, el espectador que no esté azorado por el increíble cruce de coincidencias e hinche por Kit con desembozada emoción (aún a sabiendas de que es un asesino irresponsable, claro está) se verá convencido por la infortunada muerte de “nuestro” Viggo Mortensen, quien en la piel de un joven y exitoso empresario con tendencia a los deportes extremos se calza su equipo de alpinismo -que casualmente traía en su limusina- e intenta trepar por las grietas de lo que queda de los muros del túnel sólo para ser sepultado por una avalancha. Es entonces cuando el intríngulis queda bien claro: sólo alguien con mucha experiencia y un grado saludable de arrojadiza inconsciencia podrá salvar a los que quedan del otro lado. Lo que se sucede es una de las mejores actuaciones de Sly en los ‘90: superado por la situación por momentos, asombroso en su inventiva en otros, Latura logra rescatar a la mayoría de los cautivos -por supuesto, es necesaria una que otra lacrimógena baja- y se redime destruyendo el túnel por completo, la metáfora del Rubicon finalmente cerrada otra vez. El pasado no es nada sino aprendizaje, parece ser el mensaje de Daylight, y el aprendizaje es seguir adelante aún a costa de tomar riesgos.
Por supuesto, esto me trae a la mente otra peli sensacional, también protagonizada por nuestro (anti) héroe: Demolition Man, de 1993, en la que su co-estrella es un Wesley Snipes que canaliza en su physique du rol a una suerte de Dennis Rodman con instintos (más) asesinos. Se trata sin dudas de un film un tanto más popular que Daylight, lo que tiene que ver con la presencia de Sandra Bullock en su última aparición antes de Speed -película que lanzaría definitivamente su carrera- pero también con un set up de mucho mayor interés. Demolition Man se sitúa en un distópico futuro (2032, es decir, en apenas 16 años) donde el comportamiento humano, sus pensamientos y acciones, están fuertemente controlados por el utopista Doctor Raymond Cocteau (sí, es por ese Cocteau) quien organizó a la megalópolis de San Angeles -una unión de San Diego, Los Angeles y Santa Barbara que se dio tras un fortísimo terremoto- en torno a una serie de principios de índole pacifista que acaban no sólo con el crimen sino con toda actitud, digamos, “rara” para la época. Es entonces cuando Snipes, en la piel de Simon Phoenix, escapa de su encarcelamiento criogénico (lo habían congelado en 1996, hace 20 años nuestros) a través de un conocimiento de claves que sólo pudo haber sido implantado en él durante su reeducación, la que se da mientras está suspendido en criogénesis. La incógnita de quién puso en él esta información será develada de forma episódica, fragmentos que también tendrán que ver con la revuelta que los cruentos crímenes de Phoenix empiezan a causar en un tejido social poco acostumbrado a -y por lo tanto, aterrorizado por- el caos. La introducción de Stallone, entonces, se da por ósmosis: fue él quien logró atrapar al fugitivo durante una redada a sangre y fuego.
He aquí, entonces, la entrada a un nuevo dilema moral, bastante parecido al de Kit Latura: resulta ser que antes de tomar por asalto el sitio en cuestión, el Sargento John Spartan (Sly, claro está) y los suyos habían constatado que no había inocentes allí, sólo para encontrarse con que al verse cercado Phoenix detonó varios explosivos que derrumbaron el edificio y mataron a unos cuantos rehenes que él y su banda mantenían cautivos. Es por eso que Spartan estaba, al igual que Phoenix, en criogénesis: porque pese a su heroísmo había sido juzgado por asesinato, considerado culpable con sus irresponsables acciones de la muerte de gente que no tenía nada que ver. Una vez más, un comportamiento arrojadizo en el rostro mismo del peligro le sale por la culata, una nueva misión cumplida pero incumplida, un castigo que le arruina la vida: Stallone parece destinado a ser un antihéroe. Quizás por eso su carrera sea más duradera que la de los otros grandes nombres del cine de acción, cuyos métodos impolutos y necesarios los ponen siempre del lado de la ley. Sly no tiene miedo en plantearle a sus personajes y al público los dilemas morales del deber ser, el cruel pragmatismo de la urgencia como una espada de Damocles y la decisión extrema que no siempre es la adecuada.
Demolition Man, además, posee una lectura social de muy buena factura: quien insertó en la mente del psicópata Phoenix los conocimientos necesarios para que pueda escaparse fue el propio Cocteau, con el objeto de asesinar a un insurgente llamado Edgar Friendly (Denis Leary), quien lidera un grupo que resiste a los férreos mandatos de San Angeles bajo tierra, convencidos ellos del triunfo de la voluntad por sobre la autoridad. Cocteau quiere iniciar una suerte de limpieza étnica, instalar la idea del caos como un subproducto de la rebeldía de Friendly y los suyos para poder así perpetuar su mano de hierro a través de la inoculación de un pánico controlado; una lectura de teoría social hecha film de Hollywood. Lo que no sabe es que Phoenix no tiene fe ni credo más que el del propio y verdadero caos, y es por eso que termina asesinado por uno de los nuevos secuaces del reo -que por mandato no puede ser quien lo ejecute- en camino a la destrucción total de la ciudad en manos suyas y de su banda, la que reforzará con delincuentes conocidos como Jeffrey Dahmer (admito que me pareció una idea bastante tonta, pero se la dejamos pasar) que también están congelados. La climática batalla final entre Spartan y Phoenix en el centro criogénico es apenas una excusa para que una vez más el personaje de Stallone venza a la adversidad con sus propios y controvertidos métodos, explotando la prisión en el ínterin: una nueva y verdadera San Angeles nacerá de sus cenizas, libre del corset del pacifismo fascista de Cocteau, permeable al crimen pero protegida por sus propios dueños.
De esas mismas cenizas se alzará también el Sargento Spartan, pues antes de morir Phoenix le confesó riendo que había matado a los rehenes antes de que él llegara. Quiere decir que no es un asesino, quiere decir que, ahora sí, John Spartan puede disfrutar de su nueva vida siendo un héroe. Imperfecto, volátil, pero humano. Es momento, entonces, de abrazar su libertad (y su chica) y fundir a negro hacia los títulos finales, allá donde todo se supone que será felicidad.