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dream of californication

El otro día me di a la tarea de escuchar el disco más reciente de Weezer. Digo “más reciente” en lugar de “nuevo” para darle valor a esta última palabra, en particular en un contexto en el que pareciera que encontrar algo realmente novedoso es la principal motivación para seguir buscando. En dicho contexto, Weezer es como el sillón de la casa de tus viejos: un sitio cálido, conocido, en el que uno puede apoltronarse sin necesidad de preocuparse por encajar; es decir, para seguir con la metáfora, sin pensar en cómo nos vamos a sentir una vez sentados. La cualidad melódica de Rivers Cuomo es tan innegable como impecable: al día de hoy sus canciones, destripadas de todo contenido verbal, resuenan por su redondez simplista y contagiosa. En él -jugando un poco con su fijación por lo asiático- este pareciera ser un gesto de auténtica impecabilidad tal como la hubieran definido los monjes tibetanos; una forma de disciplina transparente y necesaria para sobrellevar el espacio en blanco de la vida diaria. No existe un solo punto en contra de aquellos que se sienten muy cómodos en la repitencia, en particular en el siempre exigente mundo de la música. Si Rivers Cuomo quiere morir haciendo canciones pop descarnadas, puede morir tranquilo (y millonario). El problema surge cuando quiere volver a acercarse a lo que fue allá por mediados de los ‘90, cuando su angustia (angst, sería, a falta de una alternativa en castizo) transformada en rasgo identitario se entrecruzó con el zeitgeist de la generación X en la que nació y creció. Como hijo dilecto de hippies (a él lo bautizaron “Ríos” y a su hermano Leaves, “Hojas”) Cuomo fue construyendo su ser en torno a una desilusión espiritual, la de la caída del verano del ‘67 en una serie de leitmotifs vacíos de contenido. En pocas palabras: los papás de Rivers quisieron cambiar el mundo y no pudieron, por lo que en su lugar se dedicaron a criar a sus hijos que crecieron en la amargura inocultable del sueño roto, que sobrevivía en estructuras disciplinarias leves y ámbitos muy propicios para lo creativo.

Cuomo terminó siendo uno de los songwriters más interesantes de la oleada del rock “alternativo” de mediados de los ‘90 con una mezcla muy personal con la que a su vez era bastante fácil empatizar. Entre sus nerdismos, su frustración sexual-romántica y su amor por el rock más pirotécnico (los solos de Ace Frehley) había también un melodista empedernido, que dejaba traslucir en sus canciones el más sincero homenaje al pop ensoñado con el que había crecido ahí, en las costas de su California natal. El problema para él surge cuando la generación X, tal la inútil batalla con el tiempo, se transforma en lo que eran sus viejos: oficinistas, dueños de automóviles, deudores hipotecarios, cuarentones, padres. De repente, la angustia adolescente (y treintañera) que le dio el mango en sus tiempos dejó paso a otra angustia adolescente, una a la que ya no miraba con el corazón sino con los ojos, una a la que no entendía sino que intentaba entender. Para ese momento, empero, Cuomo ya era una leyenda: es historia conocida su animadversión por la que fue sindicada como su obra maestra, el segundo disco de Weezer Pinkerton, que se apuró a rechazar temeroso de su tono autobiográfico, su frustración inherente y su hipersexualidad vergonzosa. Amenazado por la fama que había conseguido escupiendo sus temores más internos, Rivers se escapó de la industria y se fue a estudiar en Harvard. Pasaron cinco años hasta que pudo extirparse un continuador para Pinkerton, un capítulo más para la dramática narrativa que ya estaba escribiendo para sí mismo: dos álbumes autotitulados en tres discos, ambos con tapas coloreadas. Un buen tiempo después, fiel a la tradición de sus adorados Kiss, Rivers dejó de escribir su historia y se ocupó de alimentarse de ella: hizo un disco más con colores (rojo, el color restante del RGB) que fue el peor de su carrera, tocó Pinkerton completo para una audiencia que apenas si había nacido cuando salió por primera vez y trató por todos los medios posibles de mantenerse relevante en un mundo pop que ya no respondía a su melodioso talento como ayer.

Es potestad del hombre reaccionar a los rechazos con una convicción casi unívoca: mirar hacia adentro, reconocerse en lo conocido, reconstruirse entre las fronteras de su pequeño universo propio. En eso está Rivers Cuomo hoy. Un par de años atrás sacó un disco apologético para sus viejos fans -viejos literal y figurativamente- en el que desde su título les pedía perdón por todas las (muchas) gaffes cometidas en favor de la autoindulgencia y el deseo de novedad: Everything Will Be Alright In The End. Pero Weezer parece no tener final, destinado a ser la desembocadura de los ríos de su principal creador. No fueron pocos los que en el peor momento de su capricho le pidieron a Cuomo que dejara de hacer música por un tiempo, como si pudiera extirparse la necesidad de ser él mismo. Por eso resulta encomiable la lucha de Rivers contra sus peores instintos, una oscura internación para rehabilitarse de su adicción a sus propias ideas. El último disco de Weezer por ahora es el cuarto de su carrera que se llama Weezer, y su imagen de portada es tan elocuente como su intención: un blanco y negro de una playa de Santa Monica, en su adorada California, para un “disco playero”. Se suceden imágenes de irregular resonancia de los muchos personajes que anidan en esas arenas blancas de calor permanente. Envueltas en su sentido melódico tan característico, arropadas por armonías vocales de delicada factura, las canciones de Rivers Cuomo (y, por extensión, de Weezer) sobreviven en la escollera desde donde su creador se resiste, inimputable, al inexorable paso del tiempo.

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Apenas a seis kilómetros de Santa Monica, en las no menos bellas costas de Venice Beach, tiene lugar una de las tantas apuestas de Netflix por la ficción. En Flaked, Will Arnett canaliza el personaje de patán querible -que supo construir como la voz de la brillante BoJack Horseman- en un alcohólico en recuperación que hace las veces de gurú para gente en su situación. El marco, nos sugiere la serie, es propicio para los excesos, y Chip, el personaje de Arnett, termina por convertirse en una pseudo celebridad entre los muchos jóvenes que andan por ahí con contadores de sobriedad en sus celulares. Por supuesto, los problemas de Chip no terminan en su adicción, ni en la terrible tragedia que causó y que aprendemos ya en los primeros momentos del episodio inicial de la serie. Sería muy sencillo, y remanido, estructurar un relato como el de Flaked entre las tentaciones que California puede ofrecerle a un apuesto soltero como Chip, y quizás por eso es que todas ellas se naturalizan como parte de la vida cotidiana no sólo suya, sino de aquellos que lo rodean. En este sentido, Flaked recuerda bastante a la más conversada Love, aunque la creación de Apatow subvierte el orden: se trata de una serie sobre encontrar una pareja, entrecruzada por las adicciones. Sin embargo, ambas coalescen no sólo en su escenario sino en las hipocresías que rodean a no reconocer los propios problemas, y trasladar no sólo sus causas sino sus consecuencias hacia los demás, que deben cargar con ellas como una suerte de peso muerto añadido a la ya considerable dificultad inherente a las relaciones humanas.

Lamentablemente para Flaked (y afortunadamente para Love) allí se terminan las simpatías, y también las empatías. Porque donde debiéramos encontrar el necesario espacio para relacionar nuestro devenir diario al del destemplado pero querible protagonista, nos enfrentamos con una realidad que parece mucho más humana que la que esta ficción quisiera transmitirnos, y que ya hubieran anticipado, como siempre, Los Simpsons: algunos simplemente nacieron forros. Cada una de las acciones de Chip pueden verse a través de un cristal humano, es cierto, no existe día en que no expongamos nuestras miserias más personales en los actos más triviales y mundanos de la vida. Pero agrupadas tal como las pretende Mitch Hurwitz (que supo construir idiotas mucho más agradables al mando de Arrested Development, entre ellos el personaje que dio relevancia al propio Arnett) todas ellas se transforman en un diagnóstico nada alentador ya no para el personaje, sino para el futuro de la serie. Tan fiel a la construcción de personaje de su estrella como a las mañas de su creador, Flaked nos reserva un par de violentos giros argumentales como para hacer aún más sinuoso el camino de Chip a donde sea que vaya, pero para más de uno ya podría ser tarde.

Quizás, como pasa con las letras de Weezer, el contexto haga difícil el relacionarse con Flaked; tal como escuchamos un disco sobre las hermosas playas de California volviendo a casa en el tren, vemos a un hombre lidiar con los límites de su propia hipocresía mientras toma café de arriba en un local hipster en nuestro monoambiente por el que pagamos un alquiler (in)digno de la Buenos Aires de las sudestadas. Hemos sido expuestos forzosamente a la madurez desde muy temprana edad, si no en las conductas diarias, en el pragmatismo que la vida real ha sabido plantarnos. Nadie espera de nosotros que hagamos las canciones que sirvan de banda de sonido para una sesión de surf, ni haremos ficciones que reflejen un mundo glamoroso bañado por un sol mucho más brillante que el nuestro. A algunos sólo nos queda vivir, y la tarea difícil de hacerlo lo mejor posible.