el tipo que inventó el tiempo
Pensándolo bien, el término hospitalario es bastante sarcástico. Nadie que tenga algo mejor que hacer querría estar mucho tiempo en un hospital. Jay terminó aceptando, sin embargo, que esa cama con bordes de plástico sería su hogar por un buen rato. Al principio le desesperaba saber cuánto. Afuera era verano, el verano incandescente de Los Angeles donde todo parece posible. De día la calle refulge de calor preludiando noches interminables. Pero lo que más le gustaba a Jay —lo que al final lo ayudaría a atravesar esa estadía, esa postración— era lo que venía antes de la caída del sol, esos minutos en los que el cielo cambiaba de color con furia caleidoscópica. Tiempo de armarse un porro, agarrar las llaves y salir a dar vueltas, previo paso por el 7-Eleven para comprarse el reglamentario Big Gulp. Ahora el atardecer era de lo poco que podía ver por la ventana, y el Big Gulp casi lo único que podía tragar. El resto era el tiempo en blanco de un aburrimiento mortal, de sentir las melodías fluir por su cabeza, de no escuchar a las visitas por pensar en música, en música, nada más que en música. Necesitaba hacer algo con ese tiempo. Como alguien que alguna vez lo había manipulado a su antojo, sabía que se le estaba terminando.
Hoy, medir el tiempo resulta una tarea bastante sencilla: tenemos relojes de lo más diverso hasta en nuestros teléfonos. Pero no siempre fue así de universal. Por ejemplo, en 1793 la revolución que buscaba barrer con todo rastro del Ancien Régime francés tuvo la fantástica idea de modificar el almanaque para alejar los usos cristianos de la mente del pueblo. El Calendario Republicano tenía doce meses, pero sus semanas duraban diez días y se llamaban décades. Después del último día de Fructidor —mes que cerraba el año— venían cinco jornadas llamadas sansculottides, cuyo fin era aproximarse al calendario solar. Era momento de celebrar: se honraba al Talento, el Trabajo, la Política, el Honor y las Convicciones, respectivamente. Se guiaban por un estricto régimen decimal. Las diez horas del día duraban cien minutos, y esos minutos cien segundos. El tiempo fluía más lento, pero la agitación se aceleraba. Hay cosas que los relojes no pueden medir, y así, un 18 de Brumario del año VIII la Revolución sufriría una estocada tan silenciosa como letal: la unción de Napoleón como cónsul marcaba el final de la Primera República, a la par del ascenso del futuro emperador. No fue la última vez que alguien intentó manipular al tiempo.
En música, el tiempo no es un concepto melódico. Es la forma que tiene el oído de discernir la velocidad de una interpretación. Su unidad básica es el beat, o pulso. A su vez, el tempo es la cantidad de veces que un beat suena por minuto: el corazón latente de la música. Pero no sería nada sin circulación. La métrica es la forma que tenemos de contar esa repitencia. Tampoco sin respiración: eso es el ritmo. El flujo que hace bailar al sonido y le presta movimiento. Tempo, métrica y ritmo: música en el aire. Es muy fácil, más que en la vida, animarse a manipular el tiempo musical. Pero hacen falta coraje e inventiva para cambiar algo hasta volverlo irreconocible. Uno de esos corajudos se llama Roger Linn. A fines de los ’70 era un ingeniero de sonido más, pero su ambición era única. Quizás por eso estaba cansado de esa especie particular de humano, el baterista. Harto de que llegaran tarde a las grabaciones, Linn ideó una máquina de ritmo que usara sonidos de percusiones reales en vez de los sintéticos que traían las de entonces. Logró esto a través de una técnica novedosa: el sampling, la conversión del sonido grabado en unidad digital manipulable. Si todo esto suena futurista, es porque lo es. Al menos lo era en 1979, el año en que la LM-1 —con los golpes del sesionista Art Wood— salió a la venta por módicos diecisiete mil dólares. Como se suele decir del debut de Velvet Underground, no fue un éxito, pero los que la compraron sí. Jay tenía cinco años cuando salió la LM-1, pero su romance con otra de las invenciones de Linn lo ungiría como maestro del tiempo.
Para un tipo que se había acostumbrado a caminar en medio de bateas polvorientas y con tres dedos —rápidos, precisos: letales— separar sobre por sobre hasta dar con uno que le erizara los pelos de la nuca, para alguien que solía calzarse el auricular con una mano —veloz, intuitiva: infalible— mientras con dos dedos de la otra —sutiles, delicados: quirúrgicos— apoyaba la púa sobre el surco preciso en la negrura para cualquiera indeterminada del río plástico de un vinilo y buscaba la pepita de oro del sonido que capturar mediante la presión —inmediata, decisiva: eficaz— de un botón, para un hombre que sabía hacer todo eso en el fluir de un instante había algo primitivo y delectable en su situación hospitalaria. La enfermedad lo había condenado a la postración, pero no a la inactividad. Podía perder la fuerza para caminar, podía dolerle como para no saber cómo tragar, pero esto era imposible olvidarlo. Era, razonó, un tipo perdido en el desierto imposible del sufrimiento. Para sobrevivir debía optimizar recursos. No traigas más flores, le dijo a su mamá. Basta de giladas. Una bandeja —la portátil Numark PT01, con su brazo fino y manejable— y mi SP-303. Ocho botones, cuatro perillas, tres modos, dos secuencias. Eso traeme. Y todos los 45 que entren en el auto, la música, toda la música que puedas meter de contrabando en esta habitación de mierda en la que hasta hoy estaba perdiendo el tiempo, pero a partir de mañana no, a partir de mañana voy a hacer con él lo que yo quiera.
El fracaso de Roger Linn fue el éxito de Akai. Así de simple. Cuando Linn presentó la 9000, una máquina que combinaba la capacidad de crear ritmos con la posibilidad de secuenciarlos —o sea, procesar una orden de reproducción sin intervención humana— los japoneses tomaron nota. Dos años más tarde, aunque sus creaciones eran la última moda de la música popular, Linn estaba fundido. Gran inventor, Roger. Pésimo comerciante. Ahí apareció Akai, con cuarenta años vendiendo aparatos electrónicos —televisores, equipos de audio, videocaseteras— y la ambición de hacer instrumentos. Roger insistió en un detalle que hacía a la 9000 más amigable que sus antecesores: una grilla de dieciséis botones de goma, cuatro de alto y cuatro de ancho. Representaban la cantidad de sonidos que podían guardarse y era posible “tocarlos” en vivo, como un teclado. Ahí la cosa se puso interesante, porque la primera MPC (Music Production Center) de Akai permitía grabar trece segundos de lo que fuera y transformarlos en percusión. Para eso se valía de dos funciones que Linn ya había introducido una década antes en la LM-1. La primera y más básica era la cuantificación, una suerte de corrección de errores por la cual todo sonido quedaba reducido a una cantidad de beats exacta. Cuantificar un sample melódico garantiza que su mutación a patrón rítmico sea precisa, impecable. Pero fue la otra función la que llamó la atención de Jay, la que lo hizo mutar a él junto con la música que produjo en su corta vida. Swing time, se llamaba. Dilla time, lo llamarían de ahí en más.
A su manera, el oído es una máquina, y como tal, tiene sus limitaciones. Cuando escuchamos música, nuestra audición —o nuestro cerebro cuando la interpreta: aún no se sabe bien cuál es el huevo, cuál la gallina ni cuál de los dos vino primero— está programada de manera que lo que prima en nuestra recepción de un sonido es la expectativa del siguiente. El aparato favorece la armonía sobre las demás cualidades. Cualquier movimiento inesperado lo desarticula. Así entendemos el ritmo, también. Al tempus imperfecto prolatio minor —o sea, el dos por cuatro— lo tenemos dentro no por argentinos, sino por humanos. Intuimos antes de saberlo que a cada dos pulsos (o beats) débiles les sigue un pulso fuerte, y que ellos a su vez se agruparán métricamente en grupos de dos. Chán-chán. ¿Pero qué pasa cuando uno de ellos se detiene por un momento y vuelve a su forma esperada, para luego estirarse de nuevo y decaer? Sentimos algo. A ese algo el trombonista Tommy Dorsey lo definía como «dulce y caliente al mismo tiempo y tan creativo como para superar cualquier desafío», el pianista Fats Waller decía que «si tenés que preguntar qué es, nunca lo vas a entender» y el teórico Bill Treadwell concluía que «podés sentirlo, pero no explicarlo». Para explicar lo que sentían le pusieron swing. Roger Linn sabía que sus máquinas tenían que escaparle a lo robótico, entonces programó una función llamada swing time que hacía que la síncopa se retardara apenas un poquito. Pero a Jay no le alcanzaba con ese poquito. Él quería conquistar su propio tiempo.
Cuando las manos se le hinchaban tanto que no podía hacer nada, ahí estaba mamá. También cuando se enojaba porque los discos que le había traído no servían, pura basura, ni una milésima rescatable, todo ese tiempo perdido. Siempre lo miraba mientras elegía. A él le parecía que quería reconfortarlo con la coincidencia —ella sabía de música, siempre se lo recordaba— pero en realidad no importaba si no le gustaban. Le decía bueno hijo, después te traigo más. Después, pensaba él, cuándo carajo será eso, cuándo podré pararme, cuándo me voy a ir, y quería gritar pero sabía que no le iba a salir entonces se volvía a poner los auriculares y se decía a sí mismo a encontrar agua en el desierto. Mamá también estaba ahí si le dolía el cuerpo. No pensaba en moverse, sino en moverlo, como una piedra a la que arrastrar todos los días por la ladera de la montaña sólo para verla rodar barranca abajo. Entonces ella lo ayudaba, escasos metros que parecían larguísimos, un abismo de baldosas frías hasta la silla. La SP lo esperaba. Otra vez apretar cada segundo, doblar el tiempo hasta quedarse dormido, sentado y deforme, contraído sobre la piedra de su sufrimiento como un bicho moribundo quemándose al sol. Y cuando se despertaba, adiviná quién estaba ahí. Sí, otra vez mamá. Cómo dejaste que me durmiera, tengo mucho que hacer, no hay tiempo, decía él, y ella buen día hijo te traje unos discos, no tenés hambre, hay de las que te gustan, las bañadas de chocolate.
Roger Linn nunca quiso que la gente leyera ningún manual, pero la función que lo cambiaría todo estaba tan oculta en la MPC 3000 —apenas traía un display digital como fuente de información: lo demás eran perillas y botones, entre ellos la célebre grilla de goma— que sólo los obsesivos la descubrieron. Jay era uno, como pronto supo Amp Fiddler. Por esos días, Amp tocaba en la Funkadelic de George Clinton, lo que lo hacía un vecino célebre en el barrio de Detroit donde también vivía Jay. Cuando Amp lo llevó a su estudio y lo vio babearse con la MPC le dijo que si quería podía ir un par de horas por día a practicar. Pronto tuvo que prestársela, porque la velocidad con la que dominó el aparato pulverizó ese breve rato. En lugar del swing predeterminado, Jay movía cada sonido individual de una secuencia una milésima de segundo a la vez. Sus patrones tenían movimiento, una rareza que al principio parecía un error y después otra cosa, algo distinto. Algo nuevo. Escuchar los beats de Jay —que todavía no era J Dilla— es sentir al tiempo dislocarse. Hay aire entre los sonidos, una levitación casi evanescente. Además, el oído que tenía: cortaba un segundo de un tema de Stevie Wonder, le pegaba la parte de atrás de un coro de Temptations y lo mezclaba con Fred Frith. Qué carajo le pasaba a este pibe.
La fama no vino, aunque la esperó tanto que actuaba como si ya la tuviera. Se codeaba con los grandes de su generación porque era tan talentoso como altruista. Para todos tenía una idea —un beat— y si no la inventaba ahí mismo, en minutos. Era prolífico y desprolijo, lo que explica que no tuviera un buen contrato cuando sus amigos de entonces parecían conseguirlo sin tanto esfuerzo. Como todo mal entendido en su tierra, era amado en Europa. Allá le editaban lo que Estados Unidos no quería, porque los derechos de aquel lado del Atlántico eran, digamos, más lábiles. También lo eran los pagos, pero eso no lo sabría hasta que fuera muy tarde. A la vuelta de una gira no le quedó otra que caer en cama. Los viajes lo habían debilitado. No se había sentido bien durante el último tramo, pero no quiso cancelar. Quizás temía que no lo volvieran a contratar. El mayor problema fue que cuando cayó no tuvo energía para levantarse. Ahora las giras eran por hospitales en busca de un diagnóstico. Tenía treinta años cuando le dijeron que lo que lo aquejaba era incurable y debilitante. El tiempo, esa idea que parecía poder moldear con la voluntad de sus dedos inquietos, era su principal enemigo. En donde antes había espacio, ahora todo se comprimía. Sólo le quedaba la música.
El título era una oda a esos pequeños placeres de los que agarrarse cuando todo va cuesta abajo. No es que ahora estuviera mucho mejor, pero al menos estaba afuera. Se había hartado del hospital, y ellos también un poco de él. Además no había plata que pagara esa internación indefinida. Entonces dijo —le dijo a su mamá— vamos a casa. Se llevaron la bandeja, la SP y los discos, pero lo más valioso no era ninguna de esas cosas sino el resultado de todas ellas: Donuts. Le había dicho a la prensa que era un compilado de beats a los que nadie quería cantarle encima, pero era mucho más. Parecía un collage posmoderno, una colección de obsesiones prolijamente arregladas con dedicación infinita. Nadie lo entendió de esa forma. Quizás por eso pasaron como cuatro meses hasta que salió. Ese siete de febrero de 2006 Jay cumplía treinta y dos. Se lo festejaron con una torta en forma de dona, como una especie de celebración de la aparición tardía de su obra maestra. Casi no comió. Probó un trozo y tuvo que dejarlo. Sus amigos se quedaron con la sensación de que lo que veían era algo más que cansancio. Tenían razón. Era el abrazo de su enemigo, que venía a decirle que aunque se hubieran esquivado tanto el uno al otro estaban destinados a encontrarse ahí donde no hay más música, sólo silencio. El diez de febrero, apenas tres días después de aparecido Donuts, su corazón dejó estirar el beat una última y larga vez. El tiempo de Jay había terminado. El tiempo de Dilla viviría para siempre.