nueve sin gol
Uno de los mejores conceptos que tiene el básquetbol es de hecho una herencia poco disimulada del hóckey. Poco disimulada porque su acepción en inglés es justamente hockey assist. Se trata en esencia de la acción del “pase extra” (así lo denominan, de hecho, los comentaristas de básquet en español), esto es, dejar pasar un buen tiro a canasta para encontrar al compañero mejor ubicado y garantizar aún más -o mejor- la ventaja espacial. Es la idea del deporte de equipo por antonomasia, la generosidad absoluta de dejar el egoísmo afuera de la cancha. Por supuesto, esta clase de acción sólo puede alcanzarse tras una serie de esfuerzos mancomunados en pos de la movilidad que aseguren que los pases que se lanzan encontrarán al compañero, que a su vez se comportará como un eslabón perfecto (uno más) de una cadena que tendrá su ápice en la asistencia final y no, como es habitual, en la conversión. Cuando ocurre, el pase extra no es una demostración del talento y la visión de juego de quien facilita, sino más bien un reflejo del juego de equipo que lo hace posible. Por extensión, esa mínima jugada -aún más minúscula cuando se la mira en relación a un juego que comprime una gran cantidad de pases- es sintomática de las relaciones humanas que se establecen en el deporte, una suerte de termómetro que mide los ánimos interpersonales de un equipo. Se ha transformado en narrativa: si un equipo despliega un básquetbol altruista, de rotación de pelota y anotación distribuida, se dirá que ese es un equipo que se divierte jugando. Por contraste, si lo que se ve son largas posesiones en las que el balón es retenido por un jugador, el resultado será un equipo tan aburrido y predecible como disfuncional. Casi como en la vida misma, la del otro lado de la línea: si no te divertís haciendo lo que hacés, se nota. Sin embargo, resulta acuciante no divertirse cuando se está dentro de un campo de juego, sea el deporte que sea. La acepción misma del verbo “jugar” supone la idea de diversión, una bienvenida caricia al alma. Es menester divertirse a la hora de hacer deporte, sin duda alguna, y parte de ese divertimento pasa por “saber jugar”. Ahora, ¿por dónde pasa semejante saber?
Me gusta jugar al fútbol. Disfruto muchísimo de su liturgia, de la manera especial en que los grupos humanos se conforman (y se deforman) en torno a un ritual semanal para luego disgregarse, un conjunto de voluntades agrupadas por una disciplina que se disuelven de manera inevitable en una diáspora en la que quienes defendieron un blasón en un minuto parecen desconocerse al siguiente. Sin embargo, y sin saberlo, están por siempre unidos, hermanados por una energía -y un juego de vivencias comunes- en la que piensan, con la que rumian, la que ansían todos los días hasta que al fin pueden volver a meterse en una cancha a patear una pelota. Durante mis primeros años, sin embargo, no era muy afín a estas prácticas. Entonces tuve la desgracia, habitual en los chicos de esa edad, de ser arrastrado al club de barrio. Por supuesto, la obligatoriedad de la disciplina fue por años el principal óbice para que la desarrollara y de hecho (en un acto de rebeldía tan infantil como absurdo) cuando niño me volqué al básquet, oponiéndome a los deseos de mi viejo. Más allá de esta modesta insurrección, tanto él como yo tuvimos nuestras reivindicaciones: yo disfruté mucho de mis años como basquetbolista, y él pudo forjar en mi hermano un buen futbolista, que pese a ser nominalmente -y con muy buenos rendimientos- arquero, actúa de forma más que interesante como jugador de campo. Para mí, claro está, su figura resultó además un buen paragüas bajo el que guarecerme de las expectativas siempre exorbitantes que los padres depositan en los hijos que muestran aptitudes para la práctica deportiva; situación que no se extrapola a los que, como era mi caso, disfrutábamos de hacer deporte pero también de utilizar nuestro tiempo libre en prácticas alejadas de las líneas de la cancha y sus componentes disciplinarios. Esta filosofía, que aplico a varios aspectos de mi vida, rige mi relación con el fútbol tal como lo hizo en su tiempo con el básquet, al que eventualmente debí abandonar por motivos físicos. Recuerdo asistir con bastante asco -es una sensación que sólo puedo relacionar con el asco- a los conciertos desafinados de padres vociferando contra los árbitros de los partidos de sus hijos; a veces, incluso, contra sus propios hijos. Era muy pibe cuando mi papá me llevaba a ver a mi hermano trasuntar los parquets y los cementos de las canchas de Florida, pero ya sabía lo que no quería que me pasara: ser ese al que le gritan o, aún peor, ser aquel que grita convencido de que lo suyo es motivación.
Me apliqué a la única disciplina de la quietud y el progreso. Con el tiempo, me transformé en un jugador de fútbol (amateur) respetable. De chico no era de los mejores de la cuadra, pero tenía un atributo que se ha ido volviendo más y más importante a medida que pasa el tiempo, en una buena aunque triste extrapolación con la vida misma: la velocidad. Los técnicos -si es que puede llamárseles así- que me tuvieron en sus filas me elegían para un puesto muy desdichado y que alcancé a ocupar con suficiencia, el de defensor lateral derecho en una alineación de cuatro marcadores. Sin embargo en mi naturaleza de entonces ya estaba muy presente la propensión a dos cosas: la desobediencia y la desatención. Mala combinación para un defensor, claro está. Mis rápidas escaladas ofensivas abriendo la cancha en desmadrados pero trepidantes piques eran ya una característica para cuando empezó a notarse también cierta aprensión por la marca en línea y sus vicisitudes. Con frecuencia me encontraba superado por un pelotazo a las espaldas, o imantado al suelo como si la gravedad me jugara una mala pasada cuando había que dejar al rival en offside. También era habitual en mí una suerte de delirio improvisacional en el que de jugar de cuatro pasaba sin escalas a ocupar la posición de ocho bis o, más frecuentemente, de siete bis. Así que una vez, un profesor de educación física de mi colegio que hacía las veces de DT de nuestro equipo tomó una decisión salomónica y muy bienvenida: probarme directamente de extremo derecho, maximizando mi virtud de velocista y minimizando mi implicación en el esquema defensivo del equipo. Para el momento en que ocurrió esto, empero, los wines eran una especie en extinción, reemplazados por el famoso “cuarto volante” que no era más que el puntero izquierdo retrasado unos cuantos metros e involucrado con la contrición del fárrago del mediocampo. Esta teórica innovación teórica llevó a los muchos que gustábamos de movernos por los costados del ataque a enfrentar una encrucijada: transformarnos en mediocampistas por los lados o morir. Queda claro que yo elegí morir, moldeando mi juego en torno a quienes entendía que aún guardaban en el suyo algo de la esencia de aquella posición moribunda: pienso en el Mencho Medina Bello, en Manteca Martínez o en una de las duplas más letales y versátiles que supe ver enfundada en la gloriosa divisa tricolor, Daniel Leani y el Gato Leeb. Claro que esta posición comportaba la necesidad de un paquete técnico (gambeta endiablada, pique corto y potente) que yo no poseía, y aquello -aunado al cruel paso de los años- hizo que terminara transformándome en una suerte de híbrido. Entonces descubrí en qué consiste saber jugar al fútbol.
Una vez un amigo, el Pichu, me contó que se estaba preparando para grabar uno de sus muchos discos en los ya míticos (y desaparecidos: hoy son un call center) Estudios TNT del centro porteño cuando se encontró con un manuscrito en una de las paredes que decía, simplemente, «poesía, técnica y orden». Al parecer, le contaron, esas eran las directivas que Moris Birabent le daba a sus músicos -y presumiblemente se daba a sí mismo- a la hora de registrar una canción. Años después, Hernán le escribió un tema a la frase, que a mí me quedó dando vueltas en la cabeza. Hoy en día sé por qué: me parece también una magnífica parábola para describir los requisitos de la disciplina del fútbol, particular como es. La unión de un factor impredecible como la poesía (extrapolada ad hoc al concepto de “habilidad”) con la escrupulosa preparación que supone el orden es un combo sine qua non para cualquiera que se quiera calzar un par de botines en pos de saltar a una cancha. Después de todo, de nada sirve (citando al hombre que ha dado fruto a estas palabras) una desconcertante escalada gambeteadora -por más épica y agradable a la vista- si no se desprende de ella una finalidad; idealmente, todo movimiento dentro de un campo de juego es una decisión apuntada a un objetivo y no una mera excursión a la incertidumbre. Del mismo modo, nos avisaba hace milenios el taoísmo, la prolijidad no existiría sin su pizca de caos, componente fundamental de la esencia misma de su ser.
En esta desmadrada coexistencia de opuestos debe centrarse el jugador de fútbol, conviviendo a diario también con otra disciplina de la que Sramana mismo estaría orgulloso: la extinción del ego, una condición tan difícil de alcanzar en el yugo diario como, claro, de aplicar a una cancha de fútbol. El magnetismo que la pelota en los pies ejerce con respecto al arco es a estas alturas innegable, y quizás por eso es que resulta dificultoso no enceguecerse ante la sola presencia de su edén tripolar. Pero hete aquí que la mismísima idea de su figura nos sugiere lo que debemos hacer para alcanzarla: trabajar. En efecto, la palabra trabajo viene del latín tripalium, literalmente, “tres palos”. Para cruzar la línea y llegar a la meta es menester encontrar la mejor vía, y es sólo en contadas ocasiones que aquella será hallada en una excursión individual. Cuando entramos a una cancha estamos acompañados, y lo estaremos durante todo el encuentro. La confianza y la fe en las personas se pone a prueba en esa burbuja temporal entre el comienzo y el final de un partido, y su manifestación más lograda es sin dudas el pase, parte integral del sacrificio del individuo en pos del bienestar del colectivo.
Por supuesto, un pase a cualquier sitio, sin dirección ni fin, no dejará más que la pérdida del balón. En esto, el fútbol también se asemeja a la vida: para poder dar un paso, hay que saber hacia dónde, conocer nuestra circunstancia, adaptarse y moverse en consecuencia. Otra narrativa habitual sobre la práctica del fútbol es la que diferencia el acto mismo de correr del saber correr, que es a la vez un conocimiento añadido, inherente a la propia práctica. La ocupación del espacio, su monopolio y distribución equidistante, es el fin último de un buen equipo de fútbol, y es mucho más importante que hacer goles a la hora de pensar en un partido. Para poder lograr este objetivo nada desdeñable hace falta que todos los tipos que estén en la cancha en un momento determinado ocupen y defiendan su posición en ajustado movimiento, con la inquina misma del deseo y la dedicación propia del esfuerzo. Algunas veces, este sacrificio aplicado me recuerda al ritual del wian thian con el que los monjes pāli de Tailandia celebran la luna llena de Magha. Se trata de una ceremonia de concertada precisión en la que los elegidos para el ritual -munidos de flores, incienso y una vela encendida- circulan alrededor del ubosot, el cuarto cerrado en el que ofrecen sus meditaciones y rezos, exactamente tres veces en el sentido de las agujas del reloj: una por el Buda, una por el Dharma y la otra por el Sangha. Para alcanzar la distinción de respetar el wian thian, empero, los elegidos deben pasar por un extenso proceso de preparación de casi cien días, en el que reinan el respeto absoluto a los ocho preceptos y la disciplina mental. No estoy diciendo que todo el que quiera jugar al fútbol deba por extensión darse a la meditación, pero sí a su desprendimiento principal, el conocimiento. Como un monje entrando a diario al ubosot y pensándolo en cada ocasión como un lugar familiar y desconocido a la vez, el futbolista es responsable de comprender al detalle las mínimas distinciones que separan su campo de juego de cualquier otro. Después de todo, será este saber el que le permitirá, un día, poder dar la ansiada vuelta al templo que es el fin último de todo ser de conocimiento, la iluminación expresada en un hecho tan insignificante en apariencia como fundacional para el espíritu.