tres pesquisas
En 1978, el periodista del New Jersey Monthly Steven Levy recorrió dos mil kilómetros hasta la planicie de Wichita, en el estado de Kansas. Iba en busca de un misterio: el cerebro de Einstein. Su pesquisa lo había llevado a recorrer un derrotero estrambótico. Y ahora ahí estaba, en la puerta de la casa en la que se escondía un tal Thomas Stoltz Harvey, preguntándole por el cerebro del hombre más brillante de la historia. No era casual que tocara ese timbre: sus averiguaciones le habían contado todo el resto. En abril de 1955 el ilustre físico había ingresado a la terapia del hospital de la universidad de Princeton, donde un aneurisma aórtico terminó con su vida a la una y cuarto de la madrugada del lunes 18. Menos de siete horas después, en una improvisada autopsia hecha sin permiso de la familia de Einstein, Thomas Harvey se tomaba la atribución de quitarle al cadáver (que iba a ser cremado) su masa encefálica para cortarla en pequeños pedacitos destinados a la posteridad. En total distribuyó 170 fragmentos de cerebro entre patólogos como él. En su afiebrada teoría, el experimento que le costaría su carrera y su matrimonio iba a responder una de las grandes incógnitas de la humanidad: ¿se puede saber cómo se ve la genialidad?
También en 1978, pero a unos siete mil kilómetros de Wichita, un grupo de jóvenes de la ciudad de Düsseldorf llegaba a la estación más lograda de su propia –y ciertamente peculiar– búsqueda. Ralf Hütter y Florian Schneider-Esleben se habían conocido en el conservatorio Robert Schumann de su ciudad y, como muchos contemporáneos, confluían en el interés por desarrollar un lenguaje propio. La sombra de la guerra fría se erguía sobre Alemania y su representación más acabada era la invasión cultural. Los códigos de Occidente, implantados por las ondas de la televisión y la radio, les traían pobres imitaciones de vetusto rock and roll como única alternativa al espantoso schlager que era la herencia musical de sus padres. Fieles al espíritu de su volk, necesitaban encontrar un idioma nuevo. Ralf y Florian pasaron por la versión alemana del mayo francés, el 68er-Bewegung, y no volvieron a ser los mismos. Formaron un grupo, Organisation Zur Verwirklichung Gemeinsamer Musikkonzepte (Organización Para La Realización De Un Concepto Musical Compartido), y después otro al que llamaron Kraftwerk, central eléctrica. Parecía un nombre apropiado: transmitía potencia, avance, innovación. Bien alemán. Ralf se especializaba en los teclados y tempranos sintetizadores analógicos mientras que el instrumento predilecto de Florian era la flauta. Juntos grabaron un trío de álbumes a los que años más tarde desconocerían como juvenilia, vehículos necesarios para alcanzar la destilación de un estilo minimalista con dos protagonistas destacados: ellos mismos y su aparataje electrónico.
Su idea era tan simple como efectiva: canalizar los sonidos de la ciudad. Pero no a la manera de los trovadores y su sign o’ the times, sino poniendo de relieve todo lo que hace a los grandes centros urbanos, su movimiento y su inexorable avance. Le dedicaron canciones a las autopistas y los automóviles, a la radio y las telecomunicaciones, a las estrellas y a las unidades de medición de energía, a las centrales nucleares y a los transistores. La precisión cablegráfica de las baterías electrónicas se unía a líneas melódicas repetitivas y voces distorsionadas, metálicas, que declamaban breves epigramas a modo de letras. En estas composiciones, Kraftwerk creó un sistema de valores propio, cerrado en lo conceptual y abierto en lo humano. Despojadas de cualquier valor emocional, sus canciones eran cartas de amor a la modernidad en las que se evidencian tanto un asombro infantil ante el funcionamiento de las cosas como una reivindicación del progreso como principio aglutinante de la vida en sociedad. Lo que sus letras pregonaban, su música lo construía: para mediados de la década del ‘70, el grupo vivía y trabajaba en su propio estudio (al que llamaron Kling Klang) poniendo manos a la obra en el armado tanto de canciones como de instrumentos con los que interpretarlas. Además, habían afinado su propuesta estética hasta subvertir los desgastados códigos del star system de la época.
En 1976, Iggy Pop y David Bowie, que pasaban por su periodo berlinés, quisieron conocer al grupo al que usaban de banda de sonido. Iggy contó años después que, lejos del reviente, un atildado Schneider lo llevó a comprar espárragos al mercado de Düsseldorf. Toda una declaración de principios: la revolución come sus verduras. La espartana simpleza de la tapa de Trans Europa Express, su sexto álbum –en el que homenajean al tren del mismo nombre– sirvió de contraste para el despliegue hedonista que venía desde las márgenes del Atlántico: al glam, Kraftwerk le oponía al gris de sus integrantes trajeados cual oficinistas. En la no menos icónica foto de Emil Schult que sirve de sobre interno del disco, el prendedor de Florian, único resabio musical de la imagen, da otra señal de la naturaleza irónica que era un atributo fundamental de la personalidad del grupo. Si las críticas los acusaban de ser menos que maniquíes, allá iban ellos a darles el gusto. El primer simple de su obra maestra de 1978 Die Mensch-Maschine, “Die Roboter” (“Los Robots”) admite sin dudar su naturaleza tecnócrata. Para su presentación en la TV alemana, los Kraftwerk se maquillaron hasta confundirse con androides, táctica revolucionaria que cementó su lugar en la vanguardia estética de su tiempo (y de los tiempos por venir). Al minuto, la cámara llega a Florian. En sus manos, como anacrónico recuerdo de otro tiempo, queda muda una flauta traversa.
A unos siete mil kilómetros de Düsseldorf, bastante más cerca de Wichita (unas diez horas manejando por la ruta 60, que une las costas de Estados Unidos) otra periodista, esta vez del Washington Post, se encontraba de frente con una leyenda que ya no quería serlo. Nashville era el final de su propia pesquisa, pero dejaba más interrogantes que respuestas. Veinte años después de tomar el mundo por asalto, el hombre que la recibía en esa oficina afirmaba haber tenido suficiente: quería dedicarse a adorar a su dios. Era la aparente conclusión de una relación sinuosa entre dos ethos antagónicos, el rock and roll y la religión, en los que se refugiaba alternativamente. La primera vez había sido en 1957. Recién salido de una serie de éxitos que modificaron el panorama cultural de su época, alzó su frente al cielo de Australia –donde estaba de gira– y una gigantesca bola de fuego le recordó haber mirado por la ventana del vuelo que lo puso ahí para ver cómo los motores del avión se recalentaban hasta enrojecer. Pensó que su dios le advertía fatalidades por venir y decidió abandonar la música secular. Aquel cuerpo celeste, dicen, era el Sputnik-1. No importa, porque ni esa maravilla de la era espacial había cambiado tantas vidas como el hombre que por primera vez decía haber tenido suficiente.
Volvió al ruedo un lustro después, acuciado por las deudas y con la promesa de una gira europea. Se había convertido en un espectáculo de satisfacción garantizada, sus éxitos recreados en versiones cada vez más gastadas, sus nuevas canciones una gota intrascendente en el océano de la novedad. Descubrió que las generaciones jóvenes lo veían como un sabio. En Inglaterra, rescató del fracaso a un grupo londinense que acababa de sacar su primer disco; en Alemania, le enseñó a unos chicos de Liverpool a gritar como él; de vuelta en Nashville, contrató a un guitarrista zurdo que lo hizo enojar por sus desplantes. A lo largo del camino, la tragedia parecía perseguirlo. De chico había sido agredido por atreverse a ser afeminado, y ahora la discriminación racial le negaba las riquezas de los astros blancos que cantaban sus canciones. Justo a él, que había sido un pionero de la integración: sus recitales convocaban a pibes de todos los estratos a bailar sin tapujos ni ataduras. Pero debía seguir ganándose el mango. Recurrió a las drogas, aunque no pudo escaparle a sus demonios. En 1977, la muerte de su hermano y la inminencia de la propia lo llevaron a abandonar nuevamente el rock & roll. La religión había sido el manto de piedad de su crianza, y el gospel su primer acercamiento al milagro de la música. Nunca pudo despojarse de la dualidad que lo perseguía: como símbolo de una era marcada por el desenfreno, su sexualidad ambigua había sido clave para destrabar los tabúes de una sociedad a la que el rock partió en dos, pero dentro suyo aún habitaba un niño cohibido por sus mayores que encontraba en las reuniones de la iglesia el lugar para brillar.
Quizás por haberse topado con la fórmula por accidente, nunca pudo recrearla. El tiempo, inexorable en su avance, había dejado atrás lo que en sus manos y su garganta era pura novedad. La virulencia con la que golpeaba el piano con la derecha, casi un galope. El asombroso caudal de su voz, criada entre los armónicos de la iglesia, lista para aullar y detener el mundo a su alrededor. La intencional confusión que despertaba su vestuario, a mitad de camino entre el burlesque y el travestismo, todo brillo y libertinaje. Sin quererlo, pero buscándolo, se volvió modelo de rebelión. Enfrentaba a una sociedad segregada, con el conformismo del american dream como paradigma. Quiso llevárselos puestos a todos desde que descubrió, a pura onomatopeya, cómo decir sin decir: a-wop-bop-a-loo-bop a-wop-bam-boom fue su grito de guerra contra los que lo discriminaban, los que le mentían, los que pensaban que no llegaría a ser lo que lo (auto)definía. El Arquitecto del Rock & Roll. Pero ahora, nada de eso le servía. Al convertirlo en leyenda, el rock and roll al que ayudó a crear lo volvió una estatua. Atrás quedaban su arrojo juvenil y la energía desembozada de sus frenéticos rocanroles. Era pasado, ese que le gustaba recrear para vestirse en sus recuerdos y bañarse en la vieja gloria. Su futuro estaba con dios. Mientras, el mundo iría perdiendo el recuerdo de esa vez que un chico de Georgia, que debió llamarse Ricardo pero al que le decían Little Richard, encontró la fórmula y la tuvo en sus manos hasta que se esfumó en una bola de fuego.
En una caja que había sido de sidra, apilada entre otras igual de anónimas, y debajo de una heladerita de plástico de las que se llevan de camping. Así guardaba Thomas Harvey la razón de su vida: un trozo de un material gris y cubierto de líneas con la consistencia de una esponja, y un conjunto de tiras rosáceas que parecían hilo dental hinchado. Su búsqueda terminó perdida en un desorden de cartones y papeles, amontonándose en un rincón de su oficina. Sin embargo, no fue el final de su obsesión: años después, le dio un pedazo del cerebro a un profesor japonés que lo visitó para un documental, y terminó devolviéndole otra parte a la familia de Einstein como parte de un libro. No había ninguna señal de que Harvey tuviera en su posesión aquel secreto que tanto había buscado. Quizás, gracias a su malograda pesquisa, haya aprendido que la genialidad puede verse, incluso tocarse, pero es imposible aferrarse a ella más allá de lo inexorable.