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a sonic shoulder

Una de mis pasiones secretas es descubrir el origen de las palabras. Desde muy chico me recuerdo buscándolas en el diccionario, amplificando mi curiosidad por el lenguaje y sus vericuetos a través de lo que se conoce como etimología. Desconozco el origen de esta tendencia, pero supongo que se inició por inquietud y prosiguió a lo largo de los años a partir de la fascinación que ciertas historias me despertaron (y todavía me despiertan). Una de las más geniales que recuerdo es patrimonio de un vocablo que es también uno de los más originales y únicos de la lengua inglesa, tan difícil de traducir que aunque ha sido adaptado a varios idiomas ninguna de sus definiciones le hace demasiada justicia. La palabra en cuestión, serendipity, refiere a una ocurrencia beneficiosa que deviene de una situación accidental o casual, y que se diferencia de la mera casualidad justamente por esa capacidad satisfactoria. Cuentan los libros que la invención de este vocablo corre por parte de un tal Horace Walpole, arquetípico homme de lettres de la aristocracia británica en tiempos georgianos que en 1754 le escribió al diplomático Horace Mann, también inglés él, y lo usó para describir un descubrimiento inesperado igualando aquella situación a la descripta en la fábula originalmente conocida como Peregrinaggio Di Tre Giovani Figliuoli Del Re Di Serendippo, y que circulaba en la Inglaterra de aquellos días como The Three Princes Of Serendip1. En ella, el rey Giaffer de Serendippo (hoy Sri Lanka) exilia a sus tres hijos al desierto por negarse a tomar su trono. Allí, el trío sorprende a un mercader que ha perdido su camello describiéndoselo con precisión. Azorado, el hombre los acusa de habérselo robado y los acusa ante el emperador Beramo. Cuando se enfrentan a él, los hermanos son capaces de demostrar que han descripto al animal por pura deducción, a partir de los elementos circundantes. En ese momento, un viajante entra a la corte del emperador diciendo que ha encontrado al camello perdido, vagando en el desierto.

Toda esta reflexión parte de un episodio de serendipia (tal la inflexión aceptada en nuestro idioma) que me pasó en estos días, cuando la confirmación de la esperada primera visita a nuestro país de Wilco me sorprendió inmerso en una de esas obsesiones habituales, en este caso abriéndome paso a través de los muchos brazos que tiene la obra de Tweedy y los suyos. Me da la sensación de que (al menos para los que vivimos en esta parte del mundo) la música de Wilco es un gusto que se va adquiriendo -y adhiriendo- con el paso de los años. Después de todo, aparecieron cuando éramos adolescentes, pero en aquel momento nada hacía presagiar que se transformarían en una de las bandas fundamentales para la época de transición hacia la modernidad que vivimos hoy, uno de los pocos bastiones de tradicionalismo no retrógrada (o retro-rock) que nos queda a los que crecimos escuchando música en la radio, grabando cassettes, intercambiando CDs y abrochando fanzines. Nacieron como un desprendimiento -llamarlos continuidad es una injusticia- de Uncle Tupelo, que era una banda más bien clásica, respetuosa de la amplia tradición de la americana y que tenía sus reservas a la hora de prenderse en lo que estaba pasando con el rock de los ‘90: esta iconoclastia se puede rastrear en su último disco Anodyne (1993), una colección de canciones acústicas en medio del furor de lo que se conocía entonces como “rock alternativo”, categoría en la que muchos querían meter -con fórceps- a los Tupelo. Hay en ese fundamentalismo un trasfondo adolescente (o post-adolescente): los pibes que se niegan a crecer, a dejar atrás lo que conocieron. Los dos primeros discos de Wilco después de echar a Jay Farrar (que hizo Son Volt y siguió con el rendidor sonido country) y encolumnarse tras la figura de Tweedy también vienen por ahí, sobre todo A.M., pero en un movimiento que parece concertado entre el crecimiento de la gente que los iba a ver y compraba sus discos y el suyo propio, Wilco empezó a escuchar su propia voz y dejar al costado (nunca atrás) la de la tradición.

Probablemente por eso le tengo tanto afecto a una rama en especial del árbol del que hablaba antes. I Am Trying To Break Your Heart es un documental que cronica el dificultoso devenir que dio luz a Yankee Hotel Foxtrot, probablemente la obra cumbre de Wilco pero por sobre todo el momento de quiebre en la historia del grupo. A su manera, el film es también un acto de serendipia: un realizador se le acercó a Tweedy proponiéndole registrar el particular proceso de grabación del álbum, que estaban llevando a cabo en su flamante casa-estudio The Loft en Chicago, y se encontró sin quererlo con uno de los reflejos más memorables de la compleja relación que los espíritus creativos pueden tener entre sí y (en especial) con la pata comercial de la cuestión. Buena parte de la película se encarga de contar en primera persona los detalles tragicómicos del conflicto entre el grupo y Warner Bros., que en una historia conocida viró de darles libertad creativa absoluta a pagarles por irse del sello y -en un final entre absurdo y salomónico- volver a comprarles el disco terminado una vez que la banda demostró la valía de las canciones que habían grabado. Pero lo mejor del documental, más allá de lo que haya quedado en la historia, no está ahí sino en el relato de las obvias tensiones que se cuecen al calor de un periodo de reclusión y experimentación tan extenso como el que prohijó Yankee Hotel Foxtrot. Por eso lamento que el director Sam Jones haya elegido no hacer hincapié en Loose Fur, el proyecto con el que Tweedy desató los nudos de su creatividad. Pero es entendible: demasiado tenía ya en su plato con lo que pasaba puertas adentro de Wilco, un grupo humano que estaba experimentando los dolores propios de crecer y las dificultades que surgen del desafío de dar un salto al vacío. Cuando -casi dos años después de iniciadas las sesiones de grabación- Yankee Hotel Foxtrot fue finalmente editado sólo quedaban tres miembros de aquel quinteto que entró al Loft. En I Am Trying To Break Your Heart no se ve la salida del baterista Ken Coomer, pero sí hace su última y funesta aparición Jay Bennett, coautor de la mayoría de las músicas del álbum a quien le darían la providencial patada en el culo a poco de terminarlo. Bennett murió solo, pobre y olvidado ocho años después; a esa altura, Wilco ya era una banda reconocida a nivel mundial. No hay metáfora ahí, sino la más dura y absurda realidad: para crecer también hay que saber despedirse, y aunque seguramente no sea sin dolor, la clave está en tomar carrera y animarse a saltar pese a todo.

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Toda la tensión que deja entrever la historia de Yankee Hotel Foxtrot se refleja de manera nada tangencial en su contenido. Las canciones resuenan con un aire familiar, casi pastoral, pero hay en ellas una naturaleza inquietante. Como si fuera poco con todo lo que les había costado -humana y financieramente- editarlo, la fecha de salida que habían programado para el disco fue profética: 11 de septiembre de 2001. Para entonces ya los habían echado de Reprise, sello con el que tenían una larga historia de conflictos2, y el grupo respondió a la filtración de los temas que componían su nuevo álbum con un movimiento que los introdujo de primera mano en la modernidad a la que también apuntaba su nueva paleta sonora: lo pusieron en streaming en su sitio web, una idea remanida en nuestros días pero virtualmente inédita hace quince años. Recuerdo haberlo escuchado en la casa de un amigo, con la tristeza del dial-up como cómplice y enemigo; las canciones llegándonos entrecortadas pero su sentimiento completo. Para complementar la aguda situación sociopolítica global, Argentina no pasaba precisamente por un buen momento económico: los humos funestos de diciembre ya empezaban a respirarse en un humor social mezcla de desesperanza y desconsuelo. Algo de todo eso había también en Yankee Hotel Foxtrot, un disco que habla de la pérdida de la inocencia con una voz muy elocuente, transmitiendo un trasfondo de optimismo entre la confusión. Los entuertos del amor vistos desde la perspectiva de una primera persona tan analítica como desconcertada eran casi un guiño al adolescente que era en aquel momento, pero resonarían con mucha más fuerza en los años venideros. Wilco había encontrado la forma material y emocional de atravesar el zeitgeist de una época desoladora sin romperlo, sino simplemente reflejándose en él para brillar. Quince años después, todavía nos gusta Yankee Hotel Foxtrot, todavía recurrimos a él, todavía nos reconocemos en sus desventuras y también en sus alegrías.

Tal vez porque esa fuerza emotiva es inimitable, o tal vez porque simplemente fue el combustible perfecto para seguir jugándose plenos en la ruleta de la vida, Wilco nunca repitió la fórmula que los llevó a una obra memorable como Yankee Hotel Foxtrot. A Ghost Is Born, su continuador casi inmediato, trae consigo algunos de los yeites experimentales aprendidos en esa larga estadía en el Loft, pero nada -o muy poco- de su cancionística; de seguro algo tiene que ver con la ida de Bennett (que le ponía música a los delirios de Tweedy) pero más que nada hay en su desenfocada ambición una búsqueda necesaria, como meter la punta del pie en el agua para ver a qué temperatura nos gusta más. También eso es parte de madurar: una vez que uno está cómodo con quien es no hace falta andar pensando en el qué dirán. Esto fue precisamente lo que pareció pasarle a Tweedy y Wilco en los años venideros. Entre gira y gira fueron perfeccionando un sonido en el que el experimento está al servicio de la composición -y no al revés- contentándose con el logro nada menor de construir una gran canción. Por supuesto, esto no le gustó a la prensa “especializada”. En su crítica a Sky Blue Sky, los ñoños de Pitchfork notaron la prevalencia de lo que llamaron «el gen dad-rock» de Wilco. Fue peyorativamente: para la intelligentsia era impensable que un grupo que había hallado su eje en el riesgo absoluto fuera capaz de cederle ese espacio a algo tan «soso» como hacer canciones. Sky Blue Sky, sin embargo, contiene varias de las mejores composiciones de Wilco: “Impossible Germany”, “Hate It Here”, “Shake It Off”, todas ellas ejemplos perfectos de lo que es saber crecer, tomar las mejores lecciones de las muchas que se aprenden en la vida y sintetizarlas en una existencia equilibrada, sustanciosa y sensible. Como si fuera poco, en su manía rutera presagiaron la necesidad cada vez más creciente de salir a tocar como modo de subsistencia y relevancia. Esta es otra lección aprendida de los Dylan, los Young, los McCartney y que durante mucho tiempo fue renegada por buena parte de la escena, que prefería la facilidad de los discos a la dificultad de tocar noche tras noche. No es el caso de Wilco: es en el vivo donde todo lo que son cataliza, crece, se desarrolla, toma intensidad y se hace evidente.

Por eso, y por todas las razones que cada uno quiera buscarle, es importante que podamos ver alguna vez a Wilco en este suelo tan particular y tan nuestro. Dicen los libros que la serendipia es un «hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual», esto es, la felicidad de darnos cuenta de que hasta los hechos más pequeños del universo a veces conspiran para brindarnos una felicidad inesperada. No es este un momento en el que sea fácil expresar alegría, sobre todo cuando la palabra misma ha sido tomada y subvertida, transformada en su preciso opuesto. Entonces, pienso, quizás muchos encuentren en su visita la serendipia de una circunstancia menor que haga que enfrenten la vida con la garra necesaria como para seguir creciendo. Sólo recuerden: Wilco will love you, baby.


  1. La fábula en sí tiene una historia tan interesante como la palabra: no se sabe quién la tradujo al inglés (aunque se supone que fue a partir de la versión francesa), tiene que ver con Las Mil Y Una Noches, es versionada en el Talmud y aparece en Zadig de Voltaire, una de las primeras novelas de detectives. 

  2. Todo empezó con Being There, el segundo disco de Wilco, al que querían lanzar como álbum doble. Reprise aceptó, pero se quedó con las regalías que le correspondían a la banda, que se perdió de embolsarse unos 600 mil dólares.